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No debería subestimarse ni el alcance ni el carácter inesperado de la victoria conservadora en las elecciones británicas del pasado 7 de mayo. Con la excepción del sondeo a pie de urna realizado por la BBC (cuyos resultados se hicieron públicos en cuanto cerraron los colegios), todas las encuestas hechas durante la campaña electoral apuntaban sin duda a un parlamento fragmentado en el que el Partido Conservador podía ser el ganador, pero lejos de obtener una mayoría absoluta. Los resultados de las urnas han hundido esos pronósticos.
En comparación con las elecciones de 2010, los conservadores han aumentado su voto del 36,1 al 36,9% y los escaños de 306 a 331, lo que les da una mayoría absoluta con un margen de 12 escaños. Por primera vez desde la relección de Margaret Thatcher en 1983, un partido en el poder ha mejorado tanto en votos como en representación parlamentaria. Ante el triunfo, después de una campaña dura y divisiva, David Cameron ha expresado su propósito de luchar “para unir al país. Gobernaremos como el partido de una sola nación, un Reino Unido.”
Desde luego, esas palabras suenan a retórica hueca. De hecho, la unidad política de Gran Bretaña nunca ha sido tan frágil como ahora: baste recordar que la victoria conservadora no ha impedido otra victoria, tan o más impresionante, la del Scottish National Party (SNP, Partido Nacional Escocés), que ha obtenido 56 de los 59 escaños en juego en Escocia, lo que supone una ganancia de cincuenta escaños con respecto a 2010. Además de controlar el Parlamento escocés, el SNP ha alcanzado un poder casi monopolístico en Escocia, que no podrá dejar de tener consecuencias para la política británica en su conjunto.
Escocia, tradicionalmente, era un bastión del Partido Laborista. Eso ha dejado de ser así, probablemente para siempre. A su vez, el Partido Conservador, el partido favorable a la Unión por encima de todo, ha quedado como el partido de Inglaterra. No tiene presencia en Escocia (tan sólo un escaño) y, aunque ha ganado posiciones en Gales, obteniendo allí sus mejores resultados en treinta años (11 de 40 escaños), debe subrayarse que el 96,4% de sus escaños (319 de 331) corresponden a distritos ingleses. Al margen del empeño de Cameron para garantizar la integridad política del Reino Unido, la conclusión a la que hay que llegar es que Escocia e Inglaterra siguen trayectorias fuertemente divergentes.
Frente a las ganancias de los conservadores y del SNP, el resto de los partidos han sufrido severas derrotas. La entrada del United Kingdom Independence Party (UKIP, Partido de la Independencia del Reino Unido), que se ha llegado a presentar como la mayor amenaza al sistema de partidos en una generación, no se ha materializado. Con todo, a pesar de haberse limitado su representación a un único escaño, hay razones para argumentar que el principal culpable de este desastre ha sido el sistema electoral y no el apoyo popular (el UKIP ha obtenido un escaño con 3,9 millones de votos, mientras que el SNP ha conseguido 56 escaños con tan solo 1,45 millones de votos, eso sí, territorialmente concentrados). Además, el UKIP ha quedado segundo en muchos distritos. Su voto, un 12,6%, lo convierte en la tercera fuerza política en Gran Bretaña, muy por encima de los Demócratas Liberales.
Estos últimos han sufrido un desastre sin paliativos. Su voto ha caído hasta el 7,9% (frente a un 23% en 2010), perdiendo 48 de sus 56 escaños. Muchos de esos escaños han pasado a los nacionalistas escoceses y, en el resto de Gran Bretaña, se han repartido aproximadamente a partes iguales entre conservadores y laboristas. Los votantes centristas han castigado a los Demócratas Liberales por su participación en la coalición de Gobierno encabezada por Cameron durante los últimos cinco años. Parece que los votantes laboristas tradicionales que habían votado a los Demócratas Liberales a causa de su insatisfacción con los Gobiernos anteriores de Blair y Brown han vuelto, en esta ocasión, al Partido Laborista, mientras que los votantes más derechistas, muchos de los cuales se cuestionaron su voto conservador en 2010, en esta ocasión no han dudado en apoyar a los tories.
Por encima de todo, los resultados de las elecciones constituyen una decepción demoledora para el Partido Laborista de Ed Miliband (y para la causa progresista en Gran Bretaña). El 30,4% de voto supone un avance demasiado tímido con respecto al 29,0% de 2010; ese avance, por lo demás, no ha impedido que el partido pierda 26 de sus 258 escaños. Esto, en buena medida, se debe a la catástrofe de Escocia, donde ha perdido, en beneficio del SNP, 40 de sus 41 escaños. Semejante debacle es resultado de una tendencia que se remonta a hace 20 años. La Historia reconocerá que fue Blair quien restableció el Parlamento escocés. Sin embargo, lo que se ha demostrado claramente erróneo es el cálculo que había detrás de la operación, según el cual se reforzaría el dominio laborista de Escocia y se frenaría el avance del nacionalismo.
En cualquier caso, incluso si el Partido Laborista hubiera retenido todos sus escaños en Escocia, habría perdido las elecciones generales, lo que muestra la profundidad de su derrota. El propio Miliband tiene cierta responsabilidad ante este resultado. Aun admitiendo que el líder laborista ha sido víctima de una campaña constante, vengativa y sin piedad por parte de la prensa (con la excepción parcial de diarios como The Guardian, The Independent y Daily Mirror), la hostilidad de los medios no puede explicar por sí misma la derrota del laborismo. Desde 2010, la estrategia de Miliband ha consistido en distanciar al partido de la impopular filosofía del New Labor de la era de Blair y Brown; sin embargo, no ha conseguido desarrollar una alternativa coherente y convincente, sobre todo en las esferas social y económica, que son vitales en todo proyecto progresista. A diferencia del Gobierno de Cameron, que ha podido presentar como logros la baja inflación y la caída del paro, el Partido Laborista no ha sabido explotar los flojos niveles de crecimiento ni, mucho menos, los niveles brutales de desigualdad social y económica que hay en el país.
¿Qué nos enseñan estos resultados electorales sobre el estado de la política británica? Hace medio siglo, Peter Pulzer afirmó que “la clase social es la base de la política británica; todo lo demás es adorno y detalle”. Hasta cierto punto, sigue siendo verdad: el mapa electoral de Inglaterra y Gales muestra que el apoyo electoral al laborismo se concentra en los distritos más pobres de Londres, en antiguas zonas industriales del sur de Gales y en las ciudades del área central de Inglaterra. En cambio, los conservadores controlan los barrios residenciales ricos, así como los condados rurales más prósperos de Inglaterra. Solo los resultados de Escocia ponen en cuestión la famosa tesis de Pulzer. Hoy, el nacionalismo, como nunca lo había hecho antes, figura como el segundo eje principal de competición política. El caso que mejor lo demuestra es Glasgow. Hace no tanto, habría sido imposible que esta ciudad, bastión de la clase trabajadora, hubiese votado a cualquier otro partido que no fuera el laborista. Sin embargo, el pasado 7 de mayo el SNP se hizo con los siete distritos. ¿Cómo ha podido suceder algo así? El electorado de izquierdas de Glasgow ha estado durante mucho tiempo insatisfecho con la moderación política del Partido Laborista y su desdén de los males sociales y económicos más profundos de la ciudad. Los votantes han etiquetado a los candidatos laboristas como “conservadores rojos” (“red tories”) y, por tanto, no es de extrañar que se hayan ido con un SNP que se ha desplazado hacia la izquierda. El SNP también ha ganado apoyos apelando al nacionalismo, dando a entender que los problemas de Glasgow se podrían resolver más fácilmente si Escocia tuviese más autonomía (o incluso la independencia).
El líder laborista en Escocia, Jim Murphy, ha dicho unas palabras que dan de pensar: “Seamos claros, el SNP le ha quitado muchos votos al Partido Laborista en Escocia pero también fuera de Escocia”. El temor de que un Gobierno laborista pudiera estar hipotecado al SNP se ha usado despiadadamente y con gran eficacia por los conservadores para reforzar su apoyo en el electorado inglés. En este sentido, Murphy se ha referido a la creación de “una disputa artificial entre los nacionalismos inglés y escocés.” Puede que sea artificial, pero sus consecuencias son bien tangibles: el Gobierno conservador, cuyo apoyo fundamental procede de Inglaterra, se enfrenta ahora a un SNP con todo el poder en el norte del país y que, muy probablemente, cederá ante las presiones de sus exultantes seguidores para la convocatoria de un nuevo referéndum sobre la independencia escocesa. El 9 de mayo, el anterior líder del SNP, y ahora uno de los 56 diputados del partido en Westminster, Alex Salmond, dio por descontada la independencia, indicando que la incertidumbre es cuándo esta tendrá lugar, no si llegará a ocurrir. Londres y Edimburgo se dirigen a un enfrentamiento: esta batalla protagonizará la política británica durante los próximos tiempos. Lamentablemente, el debate sobre las graves desigualdades económicas y sociales que afectan a todas las regiones del Reino Unido , y que ha sido la clave de la recuperación electoral del laborismo, quedará opacado por esta tormenta política.____________________________________
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Andrew Richards en investigador senior en el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctor por la Universidad de Princeton, es autor del libro 'Miners on Strike' (Berg, 1996). En la actualidad está escribiendo una biografía de Salvador Allende.
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