La democracia no debe olvidar su orgullo. Y para eso es necesario que recupere el sentido de su vocabulario. Es la precaución decisiva. Más que las alambradas en las fronteras, se trata de devolverle su sentido a palabras como libertad, igualdad, fraternidad y justicia. Y también a la palabra verdad. Por encima de los pliegues del cinismo, por encima de las ambiciones dañinas de los dogmas, por encima de todo lo que puede ser deconstruido en reconocimiento de cada perspectiva, la democracia debe recuperar su orgullo y escribir la palabra verdad, aunque sea con minúscula, porque así la escriben los que no quieren mentir. Creerse en posesión de la Verdad es peligroso, pero también ha resultado muy peligroso abandonar la voluntad de no mentir.
Me llegaron las primeras noticias de los atentados de Barcelona en Polonia, justo después de haber visitado el campo de exterminio de Stutthof. Los nazis mataron allí a más de 80.000 mil personas entre septiembre de 1939 y mayo de 1945. La casa del Comandante tenía un huerto para cultivar flores, un aparato para oír música clásica y una estantería con libros de Goethe. Detrás de las alambradas y de la Puerta de la muerte, en el campo vigilado por las balas de los perros y el ladrido de la ametralladora, estaban los barracones, las literas para cuerpos hambrientos, las pilas de agua para hundir cabezas, los quirófanos para inyectar venenos en el corazón, las cámaras de gas y los crematorios. El odio contra los judíos y la disidencia fue levantando una montaña de zapatos sin camino. Desde lo más alto, los zapatos infantiles nos siguen interpelando, nos preguntan sobre la condición humana. Es la pregunta del terror.
Al ver que el odio había surgido desde el corazón de la cultura occidental, Adorno se preguntó sobre la posibilidad de la poesía después de Auschwitz. En su estética defendió los márgenes del sinsentido para escapar del control de los discursos. La modernidad se volvía contra la modernidad. Desde una ladera muy conservadora, Eliot escribió los Cuatro cuartetos para defender, en nombre de la fe religiosa, la liquidación de la conciencia individual y la fusión del tiempo humano en la eternidad divina. Es curioso que la cultura responda a veces a la irracionalidad y al exterminio con metáforas irracionales y contemplativas en la exterminación.
También es triste que las democracias respondieran a la crueldad escalofriante del racismo nazi fundando una nación basada en una raza. La integración pareció una apuesta menos atractiva que las fronteras. Hoy los ojos de los niños palestinos nos preguntan sobre la condición humana en un retorno macabro.
Pero no lo olvidemos: hubo otras posibilidades que se negaron a la soberbia de las razas, los dogmas y los irracionalismos. Escritores como Albert Camus renunciaron a las utopías que negaban los derechos humanos en el presente y apostaron por el futuro, escribiendo su rebeldía con minúscula. Como periodista nos enseñó que no se puede ser neutral. También nos enseñó que la voluntad de no mentir es más justa que la posesión de la verdad. Al mismo tiempo la política se puso a trabajar. Hubo modos de no caer en el sinsentido, de fundar espacios públicos, servicios sociales, políticas de igualdad y equilibrios económicos.
La democracia debe recuperar en ese horizonte su orgullo y aprender a usar de nuevo sus anticonceptivos para evitar embarazos no deseados por culpa del horror viril de los canallas. La política tiene que ponerse a trabajar.
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Es verdad que la democracias está hoy muy desacreditada. La historia del fundamentalismo islámico, por ejemplo, es un escandaloso testimonio de irracionalidad. Y no me refiero sólo al peligro de los verdugos enloquecidos, con caritas de niños, que se consideran obligados a matar y morir por mandato divino. Me refiero también a los EEUU que subvencionaron el nacimiento del islamismo asesino para crearle problemas en Chechenia a la antigua Unión Soviética. Y me refiero a la foto de las Azores en la que tres mentirosos y el olor del petróleo abrieron un nuevo mercado para el exterminio y la industria de armamentos. Y me refiero a los reyes y presidentes que hacen sin pudor negocios con el machismo medieval y tiránico de Arabia Saudí. Las víctimas de Barcelona me interpelan, me preguntan sobre la condición humana. Lloro los zapatos de un niño sobre Las Ramblas.
La democracia está muy desacreditada porque el capitalismo más avaricioso ha borrado la soberanía popular, y las decisiones no se toman en nombre del bienestar de los ciudadanos, y el derecho internacional es una humillación constante de los valores humanos, y los bancos controlan la información, y la Mentira y la Verdad han abandonado a la razón de Estado para instalarse en la razón de los especuladores. Todo esto es verdad, pero la respuesta no puede ser el regreso del irracionalismo, la desarticulación de la política, la posverdad, los papados y el exterminio.
Recuperar el orgullo de la democracia es comprender que existe otro lado de la modernidad, un vocabulario de conquistas reales que se basa en palabras como justicia, igualdad, libertad y fraternidad. Frente al sinsentido y la liquidación de la historia, necesitamos devolverle la verdad, su melancolía optimista al relato humano. La política debe reconquistar el Estado, superar el poema surrealista del neoliberalismo.
La democracia no debe olvidar su orgullo. Y para eso es necesario que recupere el sentido de su vocabulario. Es la precaución decisiva. Más que las alambradas en las fronteras, se trata de devolverle su sentido a palabras como libertad, igualdad, fraternidad y justicia. Y también a la palabra verdad. Por encima de los pliegues del cinismo, por encima de las ambiciones dañinas de los dogmas, por encima de todo lo que puede ser deconstruido en reconocimiento de cada perspectiva, la democracia debe recuperar su orgullo y escribir la palabra verdad, aunque sea con minúscula, porque así la escriben los que no quieren mentir. Creerse en posesión de la Verdad es peligroso, pero también ha resultado muy peligroso abandonar la voluntad de no mentir.