Mujeres y poder en las Fuerzas Armadas españolas

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Extraño a mi abuela. Ya lo sabe todo el mundo que me conoce en persona o me sigue en redes sociales porque siempre la saco en mis conversaciones. Fue mi apoyo y referente en vida y lo sigue siendo tras su muerte. Ya no está, pero me sigue aconsejando.

La idea me la dio un gran y admirado amigo cuando le confesé que temía olvidarla, que temía perder sus recuerdos y que eso me apenaba y aterrorizaba profundamente. Le dije que no sabía cómo honrarla y me dio este brillante consejo: cuando necesites a tu abuela, cuando algo te preocupe y eches de menos tratarlo con ella, piensa en qué te diría. Desde entonces su ausencia es menos ausencia, la soledad menos soledad. No es lo mismo, pero llena.

Hace un año ya que dejé las Fuerzas Armadas para servir a la gente de otro modo, desde la política. Ya se sentía orgullosa delante de sus vecinas cuando vestía el uniforme y me llevaba a casa de “la María” y de “la Paquita”, que vivían en su misma plaza, para que me vieran con él y pudiera presumir de nieta militar. Las tres reían y me decían cuánto había cambiado la vida, que era impensable e inimaginable que las mujeres pudieran ser militares cuando ellas eran jóvenes, que eso era tarea de hombres y que les daba mucho gusto que las cosas hubieran cambiado. Cuando me miraban sentían orgullo, yo lo notaba, y cuando me miraba mi abuela sentía orgullo y amor. Yo me dejaba querer y les contaba que las mujeres como ellas, de generaciones anteriores, eran muy fuertes por haber vivido siendo discriminadas y buscando permanentemente la felicidad en el espacio que los hombres les habían dejado. Les contaba que todas éramos fuertes y que todavía quedaba mucho por hacer, que ya nada podría detenernos. Ellas también se dejaban querer.

—¡Ay nena, qué “bonica” eres! La vida es muy complicada. Antes vivíamos como nos habían enseñado, la mujer en la casa, el marido a trabajar. Ahora sois libres— Me decía su vecina.

—Pues todavía queda mucho camino, Paquita, no creas tú— Le decía yo.

Mi abuela enseguida sentenciaba,

—No, si esta chiquilla es de armas tomar, quieta no va a quedarse como vea una injusticia.

—Claro, abuela— decía yo,—como debe ser.

—Sí,— decía ella —pero lleva “cuidaico” porque el pez grande siempre se come al chico…

Yo sabía que mi abuela pretendía protegerme recordándome que por mucho que hubiera cambiado la vida ahora, seguía siendo el pez chico por ser militar de tropa, pero, sobre todo, por ser mujer. Arriba estaban los hombres poderosos.

Yo la abrazaba, volvíamos a su casa, me duchaba, me cambiaba y pasábamos la tarde juntas. Tardes de novela para ella, de estudio para mí, tardes de charla y noches frescas de verano en los bancos de su plaza con las vecinas. “La era de los Espinosas, Santomera, Murcia”. Tremendo. Doy gracias a la vida por darme esos momentos.

Mi abuela murió sin que le diera tiempo a ver que el expediente que me habían abierto en el Ejército del Aire para ser expulsada fue, finalmente, cerrado, y que a su nieta no se la había comido ningún pez grande. Es lo que peor llevo, que muriera preocupada por mí. Espero que me esté viendo desde alguna parte, aunque ella me aseguraba que tras la muerte no hay nada. Lo más seguro es que lleve razón. Pero tras la muerte sí hay algo, el legado que nos dejan nuestros y nuestras mayores, el testigo que tomar con firmeza para la carrera de relevos hacia la meta llamada un mundo mejor. Sonará cursi, pero es la verdad del más allá.

En una noche de verano, como la de hoy, le hubiera contado a mi abuela que la cúpula política de la Defensa española está ahora formada, por primera vez, por mujeres.

Todas mujeres, abuela— le diría.

—¿Sí?— Madre mía, qué ojos más abiertos pondría.

—Sí, abuela, mujeres, todas mujeres. La ministra de Defensa, mujer, la secretaria de Estado de Defensa, mujer, la subsecretaria de Defensa, mujer, la directora del Centro Nacional de Inteligencia, mujer. Abuela, ¿has visto? Eso lo ve el abuelo y se cae de la silla.

—¡Ay, si Franco levantara la cabeza!— Exclamaría ella con los ojos brillantes.

Nos hubiéramos reído un montón, y sentido orgullosas juntas. Hubiera habido debate en la plaza con las vecinas, con sus pipas y granizados de limón.

Mi abuela tampoco llegó a tiempo de ver cómo la democracia sacaba a Franco de su mausoleo, pero lo hemos hecho. No ha visto cómo las mujeres se han convertido en peces grandes que se pueden comer a los chicos (o no, porque llegadas al poder podemos también hacer las cosas de otro modo, como dice Carmen Calvo). Pero ha sucedido. Y quizá yo vea, eso espero, a una mujer presidenta del Gobierno, a una cúpula militar formada por mujeres, a un cuerpo de la Guardia Civil formado por un 50% de mujeres, o a los cuerpos de bomberos con la misma proporción de hombres y mujeres… O puede que no, pero lo que sí me diría mi abuela es que más tarde o temprano, esas cosas sucederán. Y por supuesto, ella me diría que lleve cuidado y que gaste formalidad.

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Teresa Franco es militar en servicios especiales y concejala del PSOE en el Ayuntamiento de Murcia

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