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Todos los pingüinos viven en el hemisferio sur pero sólo algunos son duros para soportar la Antártida

Carlos Bardem | Javier Bardem

Hoy desembarcamos. El protocolo de seguridad en los barcos de Greenpeace exige que en estas aguas gélidas, para cualquier desplazamiento entre el buque y la costa a bordo de las veloces zódiacs, vistamos unos “trajes secos”. Son engorrosos de poner y quitar, un buen ejercicio físico simplemente entrar y salir de ellos –pesan mucho y te mueves un poco como los pingüinos que vamos a visitar, te vuelves cómicamente torpe–, pero aumentan en unos minutos preciosos el margen de supervivencia en caso de caer al agua. Minutos para sacarte. Cualquier operación en este barco, como en el Esperanza, toma su tiempo. No es tan fácil bajar a las lanchas por una escala de madera y ayudándote con unos cabos con nudos mientras el mar bate contra el casco del Arctic Sunrise y hay que acompasarse con el sube y baja de la lancha para entrar en ella. Bien, me digo, es parte de la aventura. Ya sabía de mi campaña ártica que no iba a ser precisamente cómodo. Pero ahí está la verdad y la gracia del asunto, ¿no?

 

La proa de las dos lanchas enfilan hacia el fondo de la bahía de Orna, una de las muchas que hay en la Península Antártica. Un paisaje dramático de glaciares que caen a pico sobre el mar y altas montañas de piedra negra. Glaciares que son paredes verticales de hielo como cortadas con un escoplo gigante. El muro de Game of Thrones pero de verdad. Navegamos cortando un mar helado en el que flotan icebergs que según les da la luz pasan del blanco más puro a un azul añil que te hipnotiza, que te hace preguntarte cómo describirlo. ¿El azul más azul que he visto? Sí, quizás así. Dicen que el hielo azul es el más antiguo y toma este color porque tiene atrapado dentro más oxigeno que el reciente.

En tierra nos despojamos de los trajes, nos abrigamos con capas de ropa ligera y cortavientos y emprendemos una subida a pie por el hielo, en zigzag y pisando en las huellas de quien te precede, de varios cientos de metros. De pronto me doy cuenta de que hay que estar en forma para subir esto. Jadeo. Soy grande, pesado, así que me hundo en muchos centímetros de nieve. Pronto empiezo a sudar bajo la ropa –usad lana, guarda el calor aunque se humedezca; el algodón, no– mientras en las mejillas siento el mordisco del frío, del viento helado. Cuando coronamos una cresta vemos una pequeña colonia de pingüinos barbijos o chinstrap. Son varios cientos. Hay colonias que llegan al cuarto de millón de individuos. Nos quedamos fascinados, observando a una distancia prudente. La primera norma es no estresar a la fauna, no acosarla, perseguirla cámara en mano, no gritar, no correr. Quietud, silencio y disfrute. Son animales curiosos y si los respetas se acaban acercando a ti. Los pingüinos escogen piedras con el pico para construir sus nidos entre las rocas, lo hacen a conciencia, encontrando matices en los guijarros que los hacen elegirlos o desecharlos. Hay muchas crías, apenas un poco más pequeñas en tamaño que los adultos pero aún cubiertas de un mullido y espeso plumón gris.

Oskar Storm es nuestro guía antártico, un vikingo del norte, de las árticas islas Svälbard que visité en el 2014 y que ahora se ha bajado hasta la Antártida. Supongo que a eso se refieren con la fiebre de los hielos, con una magia que te captura para siempre. Oskar me da un dato curioso. La Antártida es el lugar más seco del planeta: nieva, hiela pero llueve menos que en los mares de arena que asociamos a la palabra desierto. O así era hasta que el calentamiento global empezó a cambiar las cosas. Ahora llueve poco pero llueve, cada vez más. Resulta que ese plumaje de las crías de pingüino que les da el aspecto de peluches, que se esponja a su alrededor creando una cámara de aire que guarda el calor, esta perfectamente adaptado al frio y a la nieve, pero no a la lluvia. Cuando se mojan, el plumón se pega a sus cuerpos, pierde su efectividad y las crías se mueren de frío. Sí, los pingüinos se pueden morir de frío por el calentamiento el global. Así de frágil, este es solo un ejemplo, es el equilibrio de los ecosistemas y la fauna. Tenemos que metérnoslo en la cabeza. Lo que pasa en un rincón del planeta influye y determina lo que nos ocurre a los que vivimos a miles de kilómetros de allí. El planeta y el clima no conocen de fronteras, separaciones artificiales, muros y vallas. No funcionan por compartimentos estancos. Así que más vale que actuemos pronto.

Todos los pingüinos viven en el hemisferio sur pero solo unas pocas especies son los bastante duras para sobrevivir en la Antártida. Aquí la vida es dura, una empresa ardua bajo las condiciones más extremas del planeta. Apsley Cherry-Garrad, miembro de la expedición de Robert Scott de 1910-13, sobrevivió a varios de sus compañeros que se murieron en los hielos buscando los huevos del pingüino emperador. Lo contó luego en un fascinante libro de viajes antárticos, El peor viaje del mundo, y en el que decía que no podía imaginar a ningún otro animal en el mundo que sufriera más que el pingüino emperador para poner un huevo y tener un polluelo. ¿Y nosotros? ¿Nuestra especie podrá sobrevivir a cambios climáticos dramáticos y globales? Un par de datos: el 70% del agua dulce del mundo está congelada en la Antártida y esta refleja, como un enorme espejo blanco, como un escudo helado y protector, entre el 80 y el 90% de la radiación lumínica del planeta. Nuestra vida, el clima tal y como lo conocemos, quizás en ciudades a 8.000 kilómetros de la bahía de Orna y sus icebergs depende que protejamos el océano Antártico. Es de estos muros de hielo y de lo que significan de los que deberíamos ser guardianes para siempre.

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