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8.000 millones de habitantes ante el abismo

Jesús Marcos Gamero Rus

Desde mediados de la década de los setenta del siglo pasado, la población mundial se ha duplicado, pasando de 4.000 a 8.000 millones de personas. Un crecimiento desmesurado en un intervalo de tiempo muy corto, que se enmarca dentro de la gran aceleración experimentada por la actividad humana, en especial a partir de la segunda mitad del siglo XX, que ha convertido a la Humanidad en una fuerza geológica a escala planetaria. Hasta ahora hemos visto y vivido los aspectos positivos de esa aceleración. Han mejorado de forma global nuestras condiciones de vida, gracias al crecimiento y migración urbana, los avances en la producción de los alimentos, el acceso a bienes de consumo o la mejora de servicios sociales como la sanidad.

Como resultado, más personas en todo el planeta llegan en mejores condiciones a la edad reproductiva, hay más nacimientos, menos mortalidad infantil y más esperanza de vida para las personas mayores. Pero a toda gran aceleración le sigue un proceso de ralentización o de frenazo brusco. En la actualidad, las tasas de fertilidad se sitúan por debajo de los niveles de reemplazo, lo que implicará un descenso progresivo de la población mundial. Entre las razones para esa disminución generalizada de la fecundidad, está el acceso a métodos anticonceptivos o la educación de niñas y mujeres, con un mayor acceso a programas de salud sexual y reproductiva.

Superar la dependencia de los combustibles fósiles, enfrentar los impactos del cambio climático y afrontar un futuro de escasez en un planeta superpoblado supondrá un desafío inmenso, tanto en lo individual como en lo colectivo

El descenso en las tasas de fertilidad, con la inversión de la pirámide poblacional, es un desafío en muchos países. El envejecimiento de la población incide negativamente en el mantenimiento del Estado de bienestar, el cuidado de mayores u otros riesgos económicos derivados. Se están adelantando en fecha diferentes proyecciones sobre el pico de la población mundial, pasando del año 2100 a las décadas de 2060 o 2070. Un estudio de The Lancet publicado en 2020, situaba el pico de población mundial en 2064 con alrededor de 9.700 millones, para luego observarse un descenso progresivo hasta los 8.800 millones en 2100.

Proyecciones demográficas incompletas

Sin embargo, la mayoría de esas proyecciones apenas reconocen los impactos negativos de la gran aceleración, nuestra capacidad de acabar con unos recursos finitos, sobrepasar los límites planetarios o los impactos del cambio climático. Solo hay que asomarse a lo propuesto ya en 1972 por el informe “Los límites del crecimiento”: ante el incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos o la explotación de recursos naturales, podríamos asistir a escenarios de agotamiento de esos recursos, lo que llevaría a un descenso o colapso de la producción agrícola e industrial y, como resultado, a un descenso brusco de la población humana.

Por su parte, el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, advirtió en su discurso de apertura de la COP27 de Egipto que la Humanidad está en "una carretera al infierno climático con el pie todavía en el acelerador". O a raíz de la reunión del G20, Guterres también avisó que la tierra se encamina “a una catástrofe alimentaria de grandes proporciones”, y en donde, ante la ausencia de una respuesta coordinada de las principales potencias, “la falta de recursos de este año puede convertirse en la escasez mundial de alimentos del año que viene”.

Paisajes sombríos que nos recuerdan que a este ritmo no podemos vivir 8.000 millones de personas en el planeta. Se impone un cambio de ritmo por nuestra parte, capaz de dejar espacio al resto de ecosistemas y seres vivos, si en verdad queremos evitar el colapso. 

Escasez y alimentos para todos

Superar la dependencia de los combustibles fósiles, enfrentar los impactos del cambio climático y afrontar un futuro de escasez en un planeta superpoblado supondrá un desafío inmenso, tanto en lo individual como en lo colectivo. Ese cambio de ritmo propuesto tiene mucho que ver con repensar la forma en que nos vamos a alimentar. Hay alimentos para todos, pero esa capacidad de producir y consumir se debe hacer a partir de la redistribución y la justicia global.

Puede ser muy osado pensar que la globalización, el transporte universal y las cadenas de suministro de alimentos y otros recursos a nivel global se van a mantener al ritmo actual. Los cada vez mayores impactos del cambio climático sobre la producción alimentaria o la creciente escasez de recursos energéticos, que son los que permiten la distribución de alimentos de una parte a otra del planeta, no sostienen esa visión.

Además, ante ese proceso que nos lleva a pasar de la opulencia a la escasez, o a vivir “el fin de la abundancia”, en palabras de Macron, debemos redirigir nuestra relación con el resto del mundo y la forma en que el norte global se ha apropiado hasta ahora de los recursos y alimentos de los países en desarrollo.

Autosuficiencia y soberanía alimentaria

Una mirada diferente también implica transformar nuestra sociedad hacia modelos de organización más horizontales, democráticos, cooperativos y solidarios. Los sistemas agroalimentarios no deben ser ajenos a estos procesos. Nuestras comunidades deben ser capaces de producir sus propios alimentos, a partir de unos parámetros de decrecimiento y reducción del consumo.

La mejora tecnológica y la producción sostenible, limitar el consumo de carne roja o reducir el desperdicio alimentario son además medidas que se alinean con las demandas del IPCC de cambio hacia unas dietas saludables sostenibles, que nos podrían permitir mantener nuestros sistemas alimentarios dentro de los limites planetarios. 

Por último, no olvidemos que el impacto del cambio climático pondrá en cuestión el acceso a derechos como la comida o el agua, e incidirá negativamente en la distribución desigual de tierras e ingresos y, por tanto, aumentará la inseguridad alimentaria, también en los países ricos. 

En este sentido, no debemos limitar la aplicación de conceptos como autosuficiencia o soberanía alimentaria a países y comunidades en desarrollo. Esos enfoques basados ​​en derechos, que ponen a las comunidades locales en control de sus propios sistemas alimentarios, para nada deben ser considerados como veleidades ecologistas.

Es más, su desarrollo e implementación será fundamental para el mantenimiento del suministro de alimentos y el funcionamiento y estabilidad de las sociedades de países cada vez más vulnerables ante el cambio climático, como España.

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Jesús Marcos Gamero Rus es profesor en Retos Medioambientales Globales en la Universidad Carlos III de Madrid y analista de la Fundación Alternativas.

Desde mediados de la década de los setenta del siglo pasado, la población mundial se ha duplicado, pasando de 4.000 a 8.000 millones de personas. Un crecimiento desmesurado en un intervalo de tiempo muy corto, que se enmarca dentro de la gran aceleración experimentada por la actividad humana, en especial a partir de la segunda mitad del siglo XX, que ha convertido a la Humanidad en una fuerza geológica a escala planetaria. Hasta ahora hemos visto y vivido los aspectos positivos de esa aceleración. Han mejorado de forma global nuestras condiciones de vida, gracias al crecimiento y migración urbana, los avances en la producción de los alimentos, el acceso a bienes de consumo o la mejora de servicios sociales como la sanidad.

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