Plaza Pública
Amor frente a indiferencia
"Una pandemia tan grave como la actual nos está obligando a elegir entre las víctimas del virus y las de todos los demás dramas que afligen a gran parte de la población mundial. El dilema del diablo."Javier Sampedro, periodista y divulgador científico.
No acabo de entender qué nos ocurre y en consecuencia me cuesta calibrar qué nos depara el futuro. No me refiero en sí a la pandemia ni a la incertidumbre económica, sino más bien a la miseria humana que se manifiesta con toda su crueldad a propósito de estos males. Lo que me preocupa es aclarar si nuestra postura es a favor de la confianza en lo colectivo o nos hemos aposentado en el individualismo y la insolidaridad. Es cierto, como dice el periodista Javier Sampedro, que tenemos que elegir entre diferentes víctimas ante lo descomunal de lo que vivimos, como lo es también que obviamos los duros dramas que se desarrollan a nuestro lado en base a un proceso de selección casi automático. Los afectados por desgracias ajenas a la crisis han pasado a un segundo plano y devienen casi invisibles.
Digo esto porque me afectó especialmente la muerte de Eleazar Benjamín Blandón Herrera ocurrida por un golpe de calor, a principios de este mes de agosto. ¿Quién era Eleazar? Creo que a casi nadie le importa y eso es precisamente lo que me inquieta y me duele. Eleazar llegó a España con sus ilusiones y sus necesidades a cuestas desde Nicaragua, dejando en su tierra a su mujer embarazada y a sus hijos, con la esperanza de poder enviarles dinero para el sustento y la promesa de un no muy lejano reencuentro. Una serie de infortunios burocráticos, mezcla de inflexibilidad administrativa agravada por la compleja situación sanitaria, le dejaron en tierra de nadie, sin papeles, lo que es tanto como decir que tenía todos los boletos para ser pasto de explotadores sin escrúpulos.
Trabajó en las tierras de Murcia recogiendo sandías durante 11 horas diarias, a cambio de un jornal de 30 euros, y acabó abandonado a la puerta de un centro de salud de Lorca, deshidratado, presa de un sol implacable casi tanto como la indiferencia de sus verdugos. Nadie acudió a protestar o a denunciar tal situación, propia de los algodonales del sur de Estados Unidos hace no tanto tiempo, o de campos de concentración de épocas todavía más recientes. Eleazar tuvo que malvivir hasta hallar la muerte en uno de estos auténticos infiernos, a pocos metros de nosotros, que permanecimos ausentes, como si habitáramos en mundos paralelos sin dejarnos afectar por lo que nos rodea, exceptuando la incomodidad de no poder volver a la situación que conocíamos antes de marzo y que la OMS considera tardará mucho en retornar, si es que vuelve.
Me exaspera comprobar que lo que impacienta a buena parte de la sociedad no es otra cosa que la molestia por no poder viajar a tal o cual destino vacacional; el inconveniente de tener que usar mascarilla con el sofoco del verano; el fastidio cuando un municipal llama la atención por no llevarla o no usarla correctamente; las restricciones y prohibiciones de quedadas, fiestas y discotecas. Pero como dijera Pedro Brieger en el Coloquio Virtual: Los derechos humanos en tiempos de coronavirus, organizado por la Fundación que presido: “No existe un derecho a contagiar a los demás”.
Estas regulaciones especiales han sido establecidas para impedir que descuidadamente distribuyamos el virus propio o recibamos inadvertidamente el ajeno, ya que se trata de evitar que el contagio se extienda. Que estas trabas se conviertan en las quejas principales de demasiados conciudadanos de diferentes edades, incluso manifestándose por miles en un nuevo acto de irresponsabilidad en la plaza madrileña de Colón, me produce desasosiego. De una parte, porque veo que el personalismo sigue primando y, de otra, porque han pasado a un segundo o tercer plano los vulnerables y marginados por el sistema, tanto aquellos que pueden verse en peligro por la enfermedad, como los que están sufriendo situaciones dramáticas ante la pasividad e indiferencia general. Sembrar el germen del negacionismo parece que es la nueva estrategia de un sector político y social que antes ensayó las cacerolas, luego el incumplimiento de normas y cuestionan ahora la relevancia de los rebrotes, quizás amparados en una simulación u ocultamiento de datos sumamente peligrosos porque, si así fuera, se estaría, ahora sí, incurriendo en posible responsabilidad criminal.
El espejismo
Entre los últimos meses de 2019 y los primeros de 2020, vivimos un renacer de reivindicaciones progresistas que daban esperanza. La revolución de los jóvenes por el clima; el grito de ¡basta ya! contra la violencia machista de las mujeres, incluso en los países más contrarios a tal reivindicación; el estallido social en Chile frente al neoliberalismo; el concepto del cordón umbilical imprescindible con la madre tierra para que nosotros como especie sigamos adelante… Todo se frenó con la reclusión obligada y llegó a parecer como si tales reivindicaciones hubiesen quedado en nada, pero los procesos sociales no se detienen tan fácilmente y el ímpetu de cambio pronto busca nuevos caminos por donde fluir.
Vivimos entonces una etapa de ayuda mutua, de vuelta a lo primordial, de valoración de los que limpian y cuidan de nosotros, de los que nos proveen de lo esencial… Comenzamos a juntarnos virtualmente y a compartir impresiones y reflexiones desde distintos puntos del planeta, con las únicas limitaciones de una buena conexión a internet y las diferencias horarias. Hoy no estamos confinados, pero tampoco gozamos de plena libertad, situados en un punto intermedio que han llamado eufemísticamente “nueva normalidad”. En este escenario me resisto a creer que lo vivido fue un mero espejismo. Construir entre todos un mundo mejor es factible, porque depende de nosotros mismos salir de esta crisis renovados, respetuosos hacia nuestra madre tierra, más solidarios y empáticos, más unidos, menos agresivos, más afectuosos los unos con los otros. Si antes creímos que se podía hacer, ahora es el momento de poner el hombro y trabajar por ello.
Me desesperan muchas noticias que no deberían acontecer, ni aquí ni en otros lugares. En la Amazonia, el área incendiada en lo que va de año puede ser mayor aún que la de 2019. Son datos del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales. En julio de 2020 se habían producido 6091 fuegos, 700 más que en las mismas fechas del año anterior. Estos incendios en tierras habitadas por indígenas se incrementaron en un 77% frente a julio de 2019. El artículo publicado en la Vanguardia, de donde he obtenido estas cifras, apunta además a que, desde la llegada a la presidencia de Jair Bolsonaro en enero de 2019, el bosque que se destruye a diario equivale a más de tres mil campos de fútbol y eso supone un 60% más que lo sucedido un año atrás. El proceso consiste en talar árboles de las grandes haciendas (de dudosa legalidad en muchos casos); quemar los rastrojos y dejar el terreno libre para tareas diversas que beneficiarán a grandes empresas, entre otras favorecer la producción de pastos y soja para el ganado. No es casual que una de las grandes fortunas del país carioca la detente el propietario de una conocida cadena dedicada a la venta de hamburguesas.
Si consentimos que esta tendencia se consolide, nada habrá cambiado y la impunidad seguirá abriéndose paso de la mano del virus. Aunque desalienta esta realidad, hay asomos de cierta perspectiva optimista. Por ejemplo, 40 grandes empresas europeas han mostrado su rechazo amenazando con un boicot de compra de productos, a una nueva ley que Bolsonaro desea aplicar y que amnistía a los ocupantes irregulares —grandes propietarios— de estos territorios. En paralelo, la agresión contra los pueblos originarios de la región continúa reduciendo paulatinamente sus derechos, lo que ha motivado una nueva ampliación de querella contra el presidente brasileño ante la Corte Penal Internacional que, esperemos, tome cartas en el asunto, demostrando que protege a los ciudadanos del mundo de depredadores como quienes adelantan este tipo de políticas ecocidas y genocidas.
Hace falta amor
El teólogo Leonardo Boff, también brasileño y activo vigilante de la realidad de su país, escribía recientemente un artículo explicando que, además de la enfermedad, incontables víctimas son consecuencia de guerras, racismo, fundamentalismo, autoritarismo y populismo que considera disfraces del despotismo. Y afirma: “En los momentos dolorosos que estamos viviendo y sufriendo, tenemos que rescatar lo más importante que verdaderamente nos humaniza: el simple amor. Se siente grandemente su falta en todas partes y relaciones. Sin él, nada de grande, de memorable ni de heroico ha sido construido en la historia. El amor hace que tantos médicos y médicas, enfermeros y enfermeras y todos los que trabajan contra el covid-19, sacrifiquen sus vidas para salvar vidas, y por eso muchos de ellos acaban cayendo víctimas de la enfermedad. Ellos nos confirman la excelencia del amor incondicional”.
Tiene razón. Falta amor en nuestras vidas, como el que se vislumbró durante el confinamiento cuando aplaudíamos a nuestras heroínas y héroes cotidianos, un amor que se fue volatilizando al decrecer la crisis sanitaria, hasta dejarlos solos y sin apoyo en su lucha por un sueldo digno y los medios necesarios para sanar dignamente. Se trata del amor con el que ayudábamos a un vecino que no podía bajar a por la compra o el sentimiento que nos llevó a indignarnos ante la muerte en soledad de tantos ancianos.
Amor también es cuando se exige justicia y que los responsables políticos cumplan su deber como servidores públicos; cuando la justicia actúa y no se detiene en vacaciones; cuando se muestra la solidaridad en favor de todos sin abusar de los espacios de libertad que otorga la democracia.
Sí, es cierto, necesitamos más amor para que algunos jóvenes entiendan que protegerse es mostrar cariño a sus seres más cercanos; preocuparnos del que está en la cola de la comida asistencial (posiblemente un vecino de edificio). Amor para ponernos en el lugar de los niños del Amazonas que no van a tener futuro y para comprender al que viene de fuera buscando otra vida, que guarda en la cartera apenas la foto de los que le quieren y dependen de él.
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Resumo todo el amor en esa persona, que pone por delante el bien de los suyos, hasta el punto de que la confabulación entre el calor estival y la maldad de otros hombres, le lleva a caer fulminado a manos del egoísmo, tras recolectar la sandía que este verano refrescará nuestra mesa, anónima en su origen, plena de dulzura y de sueños que se desvanecieron. Solo el amor puede derrotar nuestra indiferencia.
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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FIBGARFIBGAR