La muerte de Joseph Ratzinger me ha recordado una de las anécdotas más patéticas de mi vida periodística. El 8 y 9 de julio de 2006, Benedicto XVI visitaba Valencia para presidir el V Encuentro Mundial de las Familias. El papa llegaba a España en un clima caldeado. Hacía poco que se había aprobado el matrimonio gay y las relaciones entre la Iglesia y el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero atravesaban un momento tenso. Además, días antes, Valencia había vivido una de sus mayores tragedias: el accidente del metro, con 48 muertos. Por si fuera poco, la organización del mismo evento acabaría envuelta en uno de los mayores escándalos de corrupción protagonizados por el PP.
La víspera de la visita, el redactor jefe del periódico en el que trabajaba me dijo: “Te toca cubrir la recepción de los reyes al papa, así que ponte guapo”. Obediente, al día siguiente me puse mi mejor pantalón, mi camisa blanca favorita y hasta saqué lustre a mis zapatos; vamos, que me vestí como para ir de boda. Mientras me dirigía al Palau de la Generalitat donde tendría lugar el encuentro, me crucé con masas enfervorecidas de fieles que se desgañitaban con el cántico de “¡Benedicto, oe/ Benedicto, oe/ Benedicto, oe/Benedicto, oe, oe”. Aquella efusividad futbolera me desconcertó. Me resultaba una manifestación excesivamente mundana para un evento de transcendencia religiosa. En cambio, yo, ateo convencido, sí que iba elegante a mi encuentro con el Vicario de Cristo.
Así fue como gracias a Benedicto XVI aprendí una gran lección, no teológica sino de etiqueta: para acercarte al poder, terrenal o divino, hay que llevar chaqueta
Sin embargo, la seguridad en mí mismo se desplomó muy pronto. Al llegar a la Generalitat, los responsables de la Casa Real me negaban el acceso al acto. Podría ir muy guapo, sí, pero había olvidado llevar chaqueta. Y las normas de protocolo eran estrictas: sin chaqueta, no entraba. Comencé a sentir palpitaciones: ¿cómo iba a justificar en mi periódico semejante metedura de pata? Entonces se produjo el milagro, tal vez el primero que se pueda registrar en el próximo proceso de beatificación de Benedicto XVI: un cámara de RTVE me cedió su chaqueta ya que ellos, para poder trabajar con mayor comodidad, no estaban obligados a vestir tan imprescindible prenda. Había, eso sí, un pequeño problema. El cámara era mucho más alto y corpulento que yo, así que me sobraban mangas, bajos y cuello por todas partes. Además la chaqueta combinaba fatal con mi mejor pantalón y mi camisa favorita. En resumen, iba hecho un auténtico fantoche.
Ataviado de esa grotesca guisa pude por fin entrar a la sala donde aguardaba el resto de periodistas. Allí, mientras esperábamos para ser llamados, una conocida corresponsal de RTVE en el Vaticano insistía en convencernos de los desaires que Zapatero estaba haciendo al papa durante aquella visita. “¡Ni Fidel Castro se atrevió a tanto con un papa!”, sentenciaba en lo que parecía considerar su argumento definitivo. Yo, con la moral hundida, la escuchaba en silencio mientras pensaba para mis adentros: para desaire, mi indumentaria.
Por fin, los responsables de la Casa Real nos avisaron de que ya podíamos entrar en la sala donde se desarrollaba la recepción. Pudimos hacerlo en dos ocasiones, siempre sin preguntas. Y allí estaban todos, regia y divinamente preparados para posar ante las cámaras y nuestras miradas: Juan Carlos I, Sofía, los príncipes de Asturias, las infantas; hasta Iñaki Urdangarín, Jaime de Marichalar y el pequeño Froilán, que, por entonces, ignoraba lo que iban a dar de sí sus aficiones noctámbulas. Por supuesto, también el santo padre. Yo contemplaba la escena mientras hacía acopio mental de tópicos para la crónica que tendría que escribir más tarde. Y me sentía abochornado imaginando los chascarrillos que nuestro campechano monarca sería capaz de inventar a propósito de mi ridícula vestimenta.
Así fue como gracias a Benedicto XVI aprendí una gran lección, no teológica sino de etiqueta: para acercarte al poder, terrenal o divino, hay que llevar chaqueta. No importa que seas corrupto, dictador o pederasta. Una buena chaqueta todo lo tapa a los ojos de reyes y papas. Aunque si no tienes una a mano, siempre puedes adular sus oídos cantándoles: “oe, oe, oe”.
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José Manuel Rambla es periodista.
La muerte de Joseph Ratzinger me ha recordado una de las anécdotas más patéticas de mi vida periodística. El 8 y 9 de julio de 2006, Benedicto XVI visitaba Valencia para presidir el V Encuentro Mundial de las Familias. El papa llegaba a España en un clima caldeado. Hacía poco que se había aprobado el matrimonio gay y las relaciones entre la Iglesia y el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero atravesaban un momento tenso. Además, días antes, Valencia había vivido una de sus mayores tragedias: el accidente del metro, con 48 muertos. Por si fuera poco, la organización del mismo evento acabaría envuelta en uno de los mayores escándalos de corrupción protagonizados por el PP.