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Bosnia y Herzegovina: Cien mil muertos son suficientes

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Esma Kucukalic

22 años después de la guerra, Bosnia y Herzegovina ha celebrado hace una semana sus octavas elecciones generales con el foco internacional puesto en una campaña que podría definirse como la regresión a los años noventa del siglo pasado. Retórica belicista, compra de armamento, invocación a héroes y criminales que resucitaba los sueños más delirantes de Milosevic, Karadzic y Tudjman sobre el etnos y la tierra. Como si el balance de más de 100.000 muertos, casi dos millones de refugiados y la devastación material y moral de este pequeño país no hubieran dejado suficiente cicatriz. Los extremismos más opuestos se daban la mano haciendo sonar los tambores de la guerra por el “interés vital nacional”. Interés que en Bosnia y Herzegovina lo abarca prácticamente todo.

Al margen del nudo en el estómago que produce ver cómo los herederos de los hacedores de la guerra, casi tres décadas después, desgarran lo que queda de este maltrecho Estado, lo que a pocos les debería suscitar dudas es que el miedo y el mantra del etnonacionalismo ha sido el mejor aliado para que nada cambie. Fue el precio de una paz mal resuelta que tiene atrapada a la nación en un enrevesado sistema de pesos y contrapesos étnicos que dejó el Acuerdo de Dayton (1995). “En muchos países se puede constatar hoy que la identidad del ser prevalece sobre la del hacer. La primera se adorna a veces con una retórica que roza la caricatura, insistiendo de forma desmesurada en el pasado nacional, la tradición, la pertenencia, el mito; la segunda, en lugar de expresarse, mediante proyectos reales o realizables, permanece casi siempre mal definida, es decir, insignificante”. La máxima del escritor balcánico más mediterráneo, Predrag Matvejevic, en el año 1993 sigue definiendo a la perfección el modus vivendi de la Bosnia y Herzegovina de Post Dayton pero también nuestro tiempo postmoderno más allá de los Balcanes.

No es de extrañar que, con los primeros resultados escrutados -­que casi una semana después de las elecciones siguen sin conocerse plenamente-, la pregunta más común en las calles de Bosnia y Herzegovina ha sido cuándo iban a levantar los visados de trabajo en Alemania.  Porque el hastío, la sed de justicia social y el abandono del país sobre todo por parte de la gente joven y preparada es una realidad. También es cierto que, a pesar del agotamiento, ha habido un 54% de participación en estas elecciones, una cifra nada desdeñable. Y lo es porque poca esperanza hay en la democracia que le ofrece el nudo gordiano de Dayton a los ciudadanos de Bosnia y Herzegovina.

Con una estructura sin precedentes en el continente europeo, Bosnia y Herzegovina se presenta como un Estado sin forma institucional definida, fragmentado entre una Federación bosnio-croata, dividida a su vez en diez cantones, con sus correspondientes gobiernos, y la Republika Srpska, étnicamente integrada casi en su totalidad por serbobosnios, además del Distrito autónomo de Brcko. En este entramado de subniveles gubernamentales, el Estado se rige por una Constitución, que también emana de Dayton, y cuyo marco contextual representa el paradigmático caso de una nación sin pueblo, pues se compone de bosniacos, serbios, croatas u otros, pero no de bosnios. Del país multiétnico a un Estado etnificado, cuyo destino desde el final del conflicto lo dirigen los mismos. Los partidos nacionalistas, cimentados en el poder a modo de etnoclases que empujan hacia fuera cualquier cambio en clave ciudadana.

La buena noticia después de esta vuelta electoral es que se ha roto la alianza que ha representado el mayor peligro para la integridad del país desde el final de la guerra. El nacionalismo del presidente de la Republika Srpska, Milorad Dodik y el del líder nacionalista croata Dragan Covic, convertidos en los mayores socios para mantener a sus votantes fidelizados con permanentes proclamas de que son el pueblo amenazado, y con vínculos desde el exterior para solidificar su discurso secesionista. Covic ha sido derrotado por el progresista Zeljko Komsic, líder de una alianza de izquierdas (Frente Democrático) que defiende la unidad territorial de Bosnia y Herzegovina, especialmente de cara a las vecinas Serbia y Croacia.

Komsic ya estuvo en la presidencia en dos legislaturas pasadas, y como ocurrió entonces, los votos de más que han ido a parar a este sarajevita que luchó en la guerra y fue reconocido con el Lirio de Oro del Ejército de Bosnia y Herzegovina proceden de los votantes bosniacos. Votos que el nacionalismo croata ve como un ejemplo de mano larga de la política musulmana en la Federación.

Con su socio tocado y hundido, Dodik sí ha saltado los obstáculos para convertirse en el miembro serbio de la presidencia colegiada, a pesar de soltar soflamas a diario contra el Estado. Su primer gesto con la nación es el anuncio de la construcción de un muro de dos metros alrededor de su sede en la que habrá una enorme bandera de la Republika Srpska. Ni las promesas incumplidas de miles de puestos de trabajo, ni la privatización de la sanidad, ni las pensiones, ni siquiera las protestas de los veteranos de guerra le han arrebatado la mayoría al partido bosniaco SDA, con la elección de Sefik Dzaferovic como miembro bosniaco de la presidencia. Bakir Izetbegovic no se ha vuelto a presentar a la presidencia porque no puede repetir mandato.

Son unas elecciones más pero no todo sigue igual. Sí, hay más de un 9% de votos que han sido invalidados, se ha hablado de muertos que han aparecido en los listados electorales y tras los resultados que, una semana después, siguen siendo preliminares, el mercadeo de escaños está ya en las agendas, pero la atmósfera es diferente. En la Republika Srpska y en la Federación, miles de ciudadanos se manifiestan pacíficamente en las calles día tras día pidiendo a una voz “¡Justicia!” para sus hijos, y ya no se dividen entre serbios, croatas y musulmanes. En el parlamento de la Republika Srpska entran nuevos rostros, decididos a buscar el diálogo, como Drasko Stanivukovic, de apenas 25 años, que ha barrido en votos a figuras asentadas del actual gobierno. En la Federación, esos bosniacos que han votado a Komsic no lo han hecho por fastidiar a Covic y a su pueblo como afirma, sino porque buscan una alternativa sin siglas étnicas. En Mostar lo ha hecho miles de croatas. En Sarajevo tomarán posesión de su escaño Sasa Magazovic y Pedja Kojovic, dos serbios dispuestos al consenso. “Ante la invasión de odio, la propagación del miedo y la amenaza de nuevos conflictos, nos presentamos con una campaña de amor. Creemos en Bosnia y Herzegovina unida que tiene en la diversidad su hermanamiento”, dice Kojovic que entre las filas de su formación “Nuestro partido” tiene al oscarizado director Danis Tanovic.

Porque tres décadas después, Bosnia y Herzegovina debe dejar de ser el único Estado del Consejo de Europa que discrimina manifiestamente a sus ciudadanos. Así lo dictaminó el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos en la sentencia Sejdic-Finci de 2009, y a posteriori, en las de Zornic (2014) y Pilav (2016). Todas vienen a reflejar el freno que sigue representando para el Estado la etnificación extrema de su modelo institucional en el que las etnias son superiores a todos los demás, pues sólo los miembros de las mismas pueden concurrir a los órganos centrales del Estado, véase la presidencia y la Cámara alta del Parlamento; y, de otra parte, sólo pueden concurrir a esos cargos desde las entidades en las que residen. Una fórmula que choca de frente con el Convenio Europeo de los Derechos y las Libertades, que paradójicamente en Bosnia y Herzegovina tiene rango constitucional.

Los apelantes llevan más de una década, y dos elecciones generales, esperando que se haga justicia su sentencia ante la mirada inerte de la Unión Europea, hoy la única garante de la paz en este su pequeño protectorado. Pero el sistema diseñado para que nada cambie parece agrietarse. Desde dentro. Desde el tímido clamor de las calles de Banja Luka, Mostar, Tuzla, Sarajevo. Desde el desafío de ciudadanos como los señores Sejdic y Finci, uno representante del pueblo roma y el otro de la comunidad judía. El cambio llega del cambio generacional, que no sale en masa a las elecciones porque ha crecido en la vorágine del discurso nacionalista de sus gobernantes pero que cree que 100.000 muertos son más que suficientes. Del pueblo más pobre de Europa. Y que sin embargo le dio una lección de humanidad cuando ésta le dio la espalda a finales del siglo pasado. De los ciudadanos de Bosnia y Herzegovina.

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Esma Kucukalic es periodista y doctora en Derecho por la Universidad de Valencia.

22 años después de la guerra, Bosnia y Herzegovina ha celebrado hace una semana sus octavas elecciones generales con el foco internacional puesto en una campaña que podría definirse como la regresión a los años noventa del siglo pasado. Retórica belicista, compra de armamento, invocación a héroes y criminales que resucitaba los sueños más delirantes de Milosevic, Karadzic y Tudjman sobre el etnos y la tierra. Como si el balance de más de 100.000 muertos, casi dos millones de refugiados y la devastación material y moral de este pequeño país no hubieran dejado suficiente cicatriz. Los extremismos más opuestos se daban la mano haciendo sonar los tambores de la guerra por el “interés vital nacional”. Interés que en Bosnia y Herzegovina lo abarca prácticamente todo.

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