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De todos los pasajes bíblicos, el favorito de los revolucionarios siempre ha sido el de David (Libro de Samuel). El niño pastor que en su lucha contra los filisteos derriba de una pedrada al gigante Goliat y le decapita para jolgorio de los suyos. Es el triunfo de la humildad ante la soberbia, de los oprimidos ante los poderosos. David se erigió en icono de rebeliones y creó un "Yes, we can" bíblico que ha perdurado hasta hoy. Por eso, a principios de los sesenta, Fidel Castro lo convirtió en su alter ego. No se le ocurrió mejor ejemplo para ilustrar su lucha antiimperialista, ni Goliat más gráfico que una Norteamérica envuelta en napalm.
La Revolución Cubana, nacida de un líder educado en colegios jesuitas, tuvo el acierto de fabricar un relato de víctima según el viejo testamento. Y durante décadas ha vendido que el único conflicto de la isla tiene causa extranjera: las ambiciones de Goliat contra la autodeterminación de David. Así, de un plumazo, convierte a Norteamérica en único enemigo lícito (un rival digno) y a los cubanos descontentos en meros títeres del imperio. A La Habana nunca le ha interesado confrontar con sus ciudadanos, solo con Washington, convencido de que en esa batalla solo puede haber un vencedor moral: el más débil. Por eso cada año busca el voto antibloqueo en Naciones Unidas. Así condena al vecino del norte por su dialéctica de matón y conquista la empatía del mundo, que siempre va con los vulnerables.
Aunque en un principio el embargo se concibió como una forma de forzar a Cuba a realizar elecciones libres (sigue siendo una condición para su levantamiento), Fidel lo vio como un chantaje inadmisible al que le podía sacar partido. Y convirtió al gigante maltratador en chivo expiatorio de todos sus problemas. ¿Existe represión en Cuba? Sí, pero, ¿a quién le importa cuando el enemigo es Goliat? El mito revolucionario necesita al gigante para sobrevivir. Es la forma de alejar el foco de cualquier oposición interna. Y lo cierto es que les ha funcionado. Nada compite con el espectáculo de ver al pequeño David esquivando los puñetazos del gigante. La comunidad internacional aplaude, grita, da vivas por ese debilucho graduado en coraje. Pero la fábula es tan perfecta como irreal. Una cosa es admitir el daño económico del embargo y otra convertirlo en causa mayor de la miseria. El propio empeño de la Revolución en llamarlo bloqueo, aludiendo a una resistencia numantina, revela intencionalidad política, porque lo cierto es que Cuba solo ha estado aislada en octubre de 1962, durante la crisis de los misiles. A partir de entonces ha negociado con todo el mundo, incluyendo (desde inicios de este siglo) los Estados Unidos. Mucha gente desconoce que el mismo Goliat que impide a Cuba el acceso a créditos internacionales y dificulta sus finanzas es su principal suministrador de carne de pollo (más del 60% del total consumido en la isla), además de soja, pulpa de madera o arroz. Cuba puede adquirir en sus mercados medicinas y alimentos siempre que pague al contado, lo cual genera una situación absurda, porque el supuesto enemigo que bloquea Numancia de noche… le vende comida por el día. Como método de asfixia económica, hay que reconocer que está más cerca de la esquizofrenia que del pragmatismo.
El gobierno cubano admite este intercambio comercial en sus registros oficiales (hay contratos, documentos, estadísticas) pero lo borra en sus campañas políticas. Y tiene lógica, es más fácil el discurso contra un gigante malo que contra el vendedor de pollos. Es más conmovedor decir que los hospitales cubanos están arruinados gracias al embargo que culpar de la falta de recursos a un gobierno que gasta 57 veces más en turismo que en sanidad (los datos son de su propia Oficina Nacional de Estadísticas). Es más sencillo hablar de la mafia de Miami, trumpista y belicosa, que de la del Partido Comunista, que lleva décadas repartiéndose el país bajo una constitución totalitaria. Es más sugerente decir, como hizo Roger Waters, que el diferendo entre Washington y La Habana se resume en un vecino rico y arrogante empeñado en comprarle la casa a otro pobre y digno, que asomarnos a la ventana del digno y descubrir que le pega a su mujer. Y ella llora y golpea las paredes, pero nadie quiere saber que allí vive un abusador. Nadie quiere constatar que ese revolucionario que adorna su salón de épica y justicia lleva sesenta años diciéndole a su familia cómo vestirse, cómo hablar, qué pensar, qué leer. Ese hombre que antes la alimentaba y curaba (ya ni eso) ahora solo la atiborra de obligaciones y la despoja de derechos. Y si ella protesta, la acusa de servir al vecino arrogante, la llama mercenaria, abyecta, gusana. La deslegitima usando la táctica favorita de los maltratadores: robarle su dignidad.
En Cuba las instituciones llevan 60 años con una única prioridad: la defensa del régimen. Las organizaciones de masas (CDR, FMC, FEU, etc) son guardianes del poder que actúan como croupiers de casinos, siempre barriendo para casa. Jamás ha existido un organismo jurídico encargado de proteger al pueblo porque el pueblo, según el gobierno, es el Estado. Eso impregna cualquier acción represiva de impunidad y deja al ciudadano en la indefensión. Que se lo digan a los detenidos desde el 11 de Julio por gritar contra el miedo y acusados de sedición (la fiscalía pide hasta 27 años de cárcel). Que se lo digan a los periodistas independientes condenados por “mercenarios” (artículo 91), a los youtubers que piden democracia y les acusan de incitación a la violencia. Que se lo digan a Luis Robles, que salió a la calle a pedir libertad con un cartel y lleva once meses preso por propaganda enemiga. O a quienes reclaman derechos laborales y los acusan de contrarrevolución, palabra maldita con la que el Estado amenaza a todo el que cuestione su absolutismo. Que se lo digan a Yunior García y el grupo Archipiélago, organizadores de una marcha el próximo 15 de noviembre contra la violencia del Estado (la primera convocada en 60 años) y que ha desatado una brutal campaña de intimidación por parte del régimen, con amenazas de cárcel, actos de repudio, asesinato de reputación en la televisión nacional (monopolio del Estado), movilización de turbas armadas con palos y hasta un delirante ataque al propio Yunior con brujería, sangre de pollo y palomas decapitadas… Todo eso ocurre en la casa del vecino pobre. En esa isla de daiquiris y maracas idealizada por una parte de la izquierda que solo tiene ojos para Goliat, porque da pánico asomarse a la otra ventana y descubrir que David ha envejecido mal, y ya no porta una honda para abatir gigantes sino un garrote para apalear a su familia.
La Revolución ha conseguido imponer un filtro a sus simpatizantes para que cada uno de sus actos sean juzgados desde el beneplácito. En Cuba son ilegales los partidos políticos a excepción del comunista. Su presidente es líder ideológico, jefe del Estado y comandante de los ejércitos (todo un generalísimo) pero para algunos referentes progresistas en Europa y Estados Unidos, no es una dictadura, sino una democracia monopartidista. Sin percatarse de que eso implica redefinir el concepto de democracia en función de la ideología. Desde ese prisma, Franco no sería dictador por bloquear cuarenta años las libertades políticas en España, sino únicamente por ser de derechas, fascista y nacional católico. Algunos se resisten a entender (por desconocimiento o sectarismo) que democracia no es ideología, como tampoco lo es la dictadura, ambos son sistemas de organización política que sirven a todo el espectro ideológico, más allá de las emociones que genere. Un comunista español puede sentir tanta admiración por Cuba como un conservador por los Emiratos Árabes Unidos. Pero esos sentimientos no legitiman derechos.
Cuando ocurrieron las protestas del 11 de julio en La Habana, el movimiento Black Lives Matter emitió un comunicado culpando al embargo de lo sucedido, y sin hacer ni una sola referencia a la represión del Estado. Lo grave es que un colectivo tan sensibilizado contra el racismo pasó por alto que la mayoría que se manifestó ese día eran negros y mulatos hartos de pobreza endémica. Ellos son el segmento más vulnerable de la sociedad cubana (apenas les llegan remesas desde el exterior) así que solo pueden subsistir con los salarios reales. Algo imposible en una sociedad dolarizada. Los negros y mestizos son claves en la identidad racial del país, pero su representación política es minoritaria (de los catorce miembros del buró político solo hay dos personas negras). Donde únicamente alcanzan la mayoría es en las cárceles: suman el 88% de la población penal. Lamentablemente, Black Lives Matter solo ve víctimas en las calles de Atlanta o MinneapolisBlack Lives Matter, a pesar de que la policía cubana también disparó y mató el 11 de julio, y de que Diubis Laurencio Tejeda, asesinado a tiros por un agente mientras se manifestaba en el barrio La Guinera, era tan negro como George Floyd.
Es así de absurdo. Y sigue una lógica aberrante según la cual Cuba solo puede juzgarse desde el mito y no desde la realidad. Contra el niño David no vale el fact checking ni un cuestionamiento racional basado en evidencias. Solo debate ideológico. Lo sufrió hasta José Saramago cuando criticó a la Revolución por fusilar a tres jóvenes sin delitos de sangre. Lo llamaron traidor con la misma saña con que las religiones tratan a los conversos, o las sectas a sus renegados. Porque para Cuba cualquier disensión es un acto de deslealtad. Y eso empuja a una militancia de fe. A una obediencia de manada. El pánico a ser excomulgado ha hecho mella en esa izquierda que, violentada por el franquismo, siempre vio con admiración el proceso político cubano. Pero su incapacidad para cuestionarlo es casi tan freudiana como la del hijo que debe “matar” al padre para emanciparse. Eso ha llevado a un partido joven y contestatario como Podemos a defender una dictadura controlada (aún hoy) por un general de 91 años. Su defensa de los derechos humanos se detiene en la frontera de Cuba como el demonio ante la cruz. Y ahí renuncian a todo. O peor, le ceden esa potestad a una derecha ávida de exorcizarse con libertades. Cuba es un argumento del PP y Vox. Un argumento regalado. Lo mismo ocurre en la Francia de Mélenchon o la Italia de Beppe Grillo. Los partidos políticos mercadean principios por intereses electorales. Y criticar la Revolución, lamentablemente, ha quedado en territorio reaccionario. El reparto de áreas de influencia según la ideología genera listas de países protegidos y demonizados, como la que a finales del XIX establecieron los europeos para dividirse África. Yo me quedo con el Congo y tú con Camerún. Yo defiendo Egipto y tú Libia. Pero aquí las fronteras no se marcan con alambradas sino con manuales de Noam Chomsky o Antonio Escohotado. Cuba y Venezuela frente a Israel y Arabia Saudí. Cuando un militante de Podemos suelta su argumentario pro Fidel, recibe una algarada de aplausos de los suyos, como quien gana Eurovisión. Y lo de menos es que en ese instante mil cubanos yacen en mazmorras por manifestarse…
Son las víctimas colaterales de una cruzada entre ellos y nosotros. Como si, definitivamente, la lucha política solo pudiera expresarse en lenguaje tribal. Pero aquí solo hay dos bandos reales: los maltratadores y maltratados. Los verdugos y las víctimas. La represión, por mucho que cueste admitirlo, no es potestad de una ideología. Ni el asesinato una práctica exclusiva de fascistas. El terror no lo creó el nacionalismo indonesio. Y desaparecer no es un verbo argentino. Son todas herramientas al servicio del poder, y ejercidas desde las zonas más oscuras de la condición humana. Es lamentable que un demócrata que defienda la tolerancia y la inclusión apoye el inmovilismo de un país que clasifica a sus opositores en desorientados o mercenarios. Sin término medio. O que se pasee dos semanas por la isla (no hacen falta más) y no tenga el valor de preguntarse por qué los cubanos tienen miedo a decir lo que piensan. Y si no se ha dado cuenta, es que no ha entendido nada.
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Y no lo hará mientras se atrinchere en dogmas. Mientras viva en su torre de erudición política, decorada con canciones de Silvio y posters de Guevara… sin bajar nunca al suelo. A la vida real. A los susurros de un país, a la risa y el llanto de su gente. Hay que salir del refugio doctrinal y encarar las dudas. O releer el Libro de Samuel desde el más convencido ateísmo para descubrir que David, el adorable niño pastor, no solo mató a gigantes. Quizás entonces, sacudidos de complejos, estemos abiertos a reconocer una posibilidad tan humana como dolorosa: la de estar equivocados.
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Alejandro Hernández es escritor y guionista cubano. Reside en España desde el año 2000. Ha escrito, entre otras películas y series, 'Adú', 'Mientras dure la guerra', 'Todas las Mujeres', 'La línea invisible' y, la más reciente en colaboración con Alejandro Amenábar, 'La Fortuna'.
De todos los pasajes bíblicos, el favorito de los revolucionarios siempre ha sido el de David (Libro de Samuel). El niño pastor que en su lucha contra los filisteos derriba de una pedrada al gigante Goliat y le decapita para jolgorio de los suyos. Es el triunfo de la humildad ante la soberbia, de los oprimidos ante los poderosos. David se erigió en icono de rebeliones y creó un "Yes, we can" bíblico que ha perdurado hasta hoy. Por eso, a principios de los sesenta, Fidel Castro lo convirtió en su alter ego. No se le ocurrió mejor ejemplo para ilustrar su lucha antiimperialista, ni Goliat más gráfico que una Norteamérica envuelta en napalm.
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