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Se cuenta que cuando Franco inauguró en octubre de 1951 la I Bienal de Arte Hispanoamericano, al llegar a la sección donde artistas como Antoni Tàpies, Manuel Mampaso o Manolo Miralles hacían irrumpir la abstracción en el panorama artístico español, alguien se acercó al dictador para susurrarle al oído: “Excelencia, esta es la sala de los revolucionarios”. Más preocupado por la huelga de los tranvías, la primera protesta obrera durante el franquismo que había estallado solo unos meses antes en Barcelona, el caudillo por la gracia de dios echó un vistazo a los, para él, incomprensibles lienzos expuestos en la sala y, fiel a su tiránico pragmatismo, comentó: “Bueno, mientras hagan la revolución ahí…”.
Tal vez porque la segunda edición de esta Bienal se celebró en La Habana, el caso es que esta anécdota, recordada entre otros por el propio Tàpies, me ha venido a la mente estos días con motivo de las protestas vividas en la mayor de las Antillas. No porque considere más aperturista la actitud de Franco, interesado tan solo en mejorar su imagen en las cancillerías internacionales, que, por ejemplo, la persecución del gobierno cubano contra la disidencia artística del Movimiento San Isidro, sino por la inclinación que parece tener buena parte de la izquierda española por conformarse con un espacio en la sala de los revolucionarios. Aunque en realidad sería más apropiado denominarla la sala de la nostalgia.
Porque eso, la nostalgia, parece determinar en gran medida sus comportamientos hacia Cuba. Y ese siempre es un terreno peligroso, especialmente para la izquierda que se reclame transformadora, ya que la nostalgia es por esencia una actitud conservadora, cuando no abiertamente reaccionaria. Nos remite a un tiempo pasado, que por esencia dejó de existir, un tiempo idealizado, añorado. No es extraño por ello que durante la transición la etiqueta de “nostálgicos” fuera reservada para los defensores más ultras del franquismo.
El nostálgico de izquierdas se quedó atrapado en la estética y la retórica de la Guerra Fría, aunque ni siquiera la llegara a vivir. Un tiempo en donde los parámetros estaban claros hasta la simplificación y la brújula existencial hallaba fácilmente el norte. Curiosamente, los mismos que critican el relativismo cultural reformista, sin haber leído una línea de alguien tan poco sospechoso como Gramsci, no dudan en renunciar a la ardua tarea marxista de analizar el conflicto social para acomodarse a interpretar el mundo en términos geoestratégicos, más sencillos de digerir aunque sea recurriendo a siniestras conspiraciones internacionales.
No importa que Miguel Díaz-Canel afirme que hay cubanos buenos y malos cubanos con la misma convicción con que Pablo Casado asegura que hay españoles malos y buenos españoles. No importa que desde el gobierno cubano se lancen llamamientos al “combate” frente a un conflicto social con igual determinación con que no hace mucho, por estas tierras, la ultraderecha jaleaba el “a por ellos”. Todas estas incongruencias se convierten en nimiedades cuando todo cobra sentido si podemos verlo como una gran operación de la CIA. Qué más explicaciones son necesarias.
Más aún: qué más pruebas queremos si ahí está el criminal embargo del imperialismo norteamericano. Para qué buscar nada más. Si lo denuncias, si pides su levantamiento, pero al mismo tiempo reclamas mirar un poco más allá, eso solo demuestra que el imperialismo es cada vez más sibilino eligiendo a sus esbirros. Por eso carece de sentido preguntarse qué ha hecho el régimen, más allá de las soflamas, para cubrir las necesidades de los ciudadanos y para canalizar colectiva y constructivamente las contradicciones que cualquier sociedad, incluida la pretendidamente socialista, tiene y tendrá. Las paradojas se desbordan: en España es una locura, lo estamos viendo, que su economía dependa del turismo, en Cuba es una herramienta transformadora que solo el embargo impide desarrollar en su plenitud; la isla dejó de ser el burdel de Estados Unidos, hoy los jóvenes cubanos y cubanas comparten con los visitantes la libertad sexual que les otorgó la revolución; miles de cubanos han abandonado la isla ante las dificultades cotidianas, los apagones, las carencias, el control social… un fallo del sistema que, sin embargo, resulta imprescindible para sobrevivir el día a día de los que se quedan. Paradojas.
Mientras las casas cubanas se deterioran día a día, un informe elaborado el pasado mayo desde el Centro de Estudios de la Economía Cubana, dependiente de la Universidad de La Habana, destacaba que el 46% de la inversión en la isla durante 2020 se destinó a proyectos inmobiliarios, mayoritariamente del sector turístico. Por cierto, para la construcción de sus emblemáticos nuevos hoteles de lujo se ha recurrido a la contratación de trabajadores indios, debido a su mayor cualificación, según admitía el periódico Juventud Rebelde. Treinta años después de apostar estratégicamente por el turismo, Cuba sigue sin tener obreros cualificados para construir hoteles. Los indios, además, son más productivos, según el diario. Que cobran diez veces más que un cubano, no se incluye en la información del diario.
El sector turístico acaparando el grueso de la inversión de la isla. Y detrás, directamente o con acuerdos con empresas capitalistas extranjeras, el grupo Gaesa, un consorcio empresarial vinculado al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias al frente del cual está el general de brigada Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, ex yerno de Raúl Castro. El pasado abril, en el VIII Congreso del PCC, López-Calleja se integró en la cúpula del partido como miembro del Buró Político. Peculiar versión caribeña de las puertas giratorias que tan bien conocemos por aquí: del gigante empresarial al comité central. Claro que en Cuba no existen lobbys capitalistas…
El informe redactado desde el Centro de Estudios de la Economía Cubana, por supuesto, también habla del embargo y su impacto en la isla. Pero no por ello deja de destacar que, “frente a las sanciones de Estados Unidos, solo se escuchan recriminaciones. Ninguna idea nueva para mitigar sus efectos”. En este sentido, el estudio se muestra tajante al señalar que “el gobierno cubano está cosechando ahora los resultados de decisiones desacertadas en el pasado”. La lista de problemas pendientes de abordar es larga: pasividad ante la pérdida de competitividad externa, fiasco en la improvisada reforma monetaria que ha disparado la inflación y empeorado las condiciones de vida, previsiones de crecimiento económico fantasiosas, ausencia de planes para diversificar el tejido productivo... Pero, sobre todo, el estudio señala con valentía que la clave del problema está en la desconexión del gobierno cubano de la realidad compleja y contradictoria que vive la isla: “Se trata de manejar el conflicto, en lugar de eludirlo. El sistema político cubano parece especialmente poco preparado para resolver ese desafío. Y la capacidad institucional para lidiar con una realidad tan compleja se observa muy disminuida”, concluía premonitoriamente.
El augurio parece confirmarse tras las protestas del pasado 11 de julio, que se saldaron con un muerto y cientos de detenidos. Su irrupción ha conmocionado tanto a los cubanos, de dentro y de fuera de la isla, que hasta Díaz-Canel se ha visto obligado a reconocer que entre los manifestantes había “personas legítimamente insatisfechas”, aunque, eso sí, para añadir de inmediato que "se confundían”. Si frustrante es la autocrítica, tanto o más decepcionante es la respuesta: permitir a los viajeros que lleguen a Cuba que traigan medicamentos y comida en sus maletas, todo un ejemplo de planificación socialista…
Sin embargo, nada de esto importa entre los habitantes de la nostalgia. Nada de ello hace tambalear su firmeza revolucionaria mientras tararean canciones de Carlos Puebla y Silvio Rodríguez tomando un mojito. Es la seguridad que da sustituir el conflicto social, la lucha de clases, por la geoestrategia. Qué importan los pueblos y sus gentes, sus aspiraciones y sufrimientos, si tenemos las claves para interpretar las cábalas del tablero internacional: en Cuba, en Siria, en Nicaragua, en Venezuela o en Moscú. Lo contrario sería asumir la opción de atreverse a decir “lo llaman socialismo y no lo es” al igual que no dudamos en gritar aquí “lo llaman democracia y no lo es”. Claro que, para ello, habría que sustituir la reaccionaria nostalgia por una melancolía revolucionaria capaz de enfrentarse a nuestros fracasos sin idealizar tiempos pasados sino construyendo proyectos de futuro con la esperanza de recordar lo que pudo ser y no fue.
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Pero no, es mejor dejarle las críticas a Cuba a Casado y Abascal, para que proyecten su indignación “democrática” en el Caribe mientras aquí rechazan condenar el franquismo. Para qué cuestionarse nada si todo es tan sencillo con las certezas de la nostalgia y se está tan confortablemente en la sala de los revolucionarios. Qué importa que mientras tanto Jeff Bezos, Elon Musk, Bill Gates, Mark Zuckerberg, Warren Buffett o los consejeros del Ibex-35 nos miren con condescendencia y aburrimiento mientras murmuran entre ellos: “Bueno, mientras hagan la revolución ahí…”.
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José Manuel Rambla es periodista.
Se cuenta que cuando Franco inauguró en octubre de 1951 la I Bienal de Arte Hispanoamericano, al llegar a la sección donde artistas como Antoni Tàpies, Manuel Mampaso o Manolo Miralles hacían irrumpir la abstracción en el panorama artístico español, alguien se acercó al dictador para susurrarle al oído: “Excelencia, esta es la sala de los revolucionarios”. Más preocupado por la huelga de los tranvías, la primera protesta obrera durante el franquismo que había estallado solo unos meses antes en Barcelona, el caudillo por la gracia de dios echó un vistazo a los, para él, incomprensibles lienzos expuestos en la sala y, fiel a su tiránico pragmatismo, comentó: “Bueno, mientras hagan la revolución ahí…”.
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