Y después de 40 años, los españoles volvieron a votar

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Julián Casanova | Carlos Gil Andrés

El 15 de junio de 1977, dieciocho millones y medio de españoles y españolas mayores de 21 años, el 78,7% del censo, acudieron a votar en libertad. Muy pocos recordaban haberlo hecho antes. Habían pasado más de cuarenta años desde las últimas elecciones generales de la Segunda República, las de febrero de 1936.

De la treintena de partidos políticos que en 1936 habían obtenido escaños sólo cuatro estarían representados en las Cortes de 1977: PSOE, PCE, PNV y Esquerra Republicana. Algunos autores han relacionado el apoyo obtenido por el PSOE en 1977 con las zonas donde triunfó el Frente Popular en 1936 y el dominio electoral de la UCD de Suárez con las regiones de mayor implantación de la CEDA. De todas formas, no hay que llevar mucho más lejos las comparaciones. La sociedad española de 1977 tenía muy poco que ver con la que existía en las vísperas de la guerra civil, aunque la memoria traumática de aquel conflicto no dejó nunca de estar presente en los años de la transición. En todo caso, vale la pena detenerse un momento en el análisis de los resultados electorales de 1977 porque a partir de ellos comenzó a configurarse el sistema de partidos de la democracia española y porque los parlamentarios elegidos ese día, aunque no estaba escrito de antemano, fueron los encargados de debatir y redactar una nueva Constitución para España.

El triunfo en porcentaje de votos, 34,4%, y en número de escaños, 165, correspondió a la Unión de Centro Democrático (UCD), presidida por Adolfo Suárez. En realidad era un “partido-archipiélago” constituido cinco semanas antes de las elecciones por quince organizaciones diferentes que, entre todas, no pasaban de los dos millares de afiliados, y por políticos de origen muy distinto. Casi la mitad de los candidatos presentados, denominados “independientes”, llegaban de los sectores moderados del franquismo, del Partido Popular creado por José María de Areilza y Cabanillas y de otros grupos menores como los demócrata-cristianos aglutinados en torno a Álvarez de Miranda, los liberales de Ignacio Camuñas y Joaquín Garrigues o los socialdemócratas que seguían a Fernández Ordóñez.

Los votos de la UCD procedían sobre todo de las zonas rurales y de las clases medias urbanas, del espacio que podía estar representado por el “franquismo sociológico”. Suárez contó con el dominio de Televisión Española, que tan bien conocía, y con el control de los gobiernos civiles, las diputaciones y los ayuntamientos. Pero no hay que negar que era el político mejor valorado en todas las encuestas de opinión pública, que muchos le consideraban el hombre del Rey y que le avalaba, en su deseo de ocupar el centro político, la trayectoria reformista y moderada de su Gobierno.

En segundo lugar quedó el PSOE, con el 29,3% de los votos y 119 diputados. En diciembre de 1976, cuando celebró su XXVII Congreso, era un partido que no llegaba a los diez mil militantes, que no podía presumir de haber estado en la primera fila de la lucha antifranquista y que mantenía un programa marxista, anticapitalista y republicano. Sin embargo, por encima de las expresiones más o menos dogmáticas y radicales, la actuación práctica de sus dirigentes, en especial de Felipe González, tuvo la habilidad y flexibilidad necesarias para adaptarse a las iniciativas reformistas del Gobierno, obtener respaldo internacional, absorber a otros grupos socialistas y conseguir el apoyo de la mayor parte de los electores de los núcleos urbanos e industriales que identificaban sus siglas con la apuesta por la libertad y las transformaciones sociales.

A la izquierda del PSOE, el PCE obtuvo el 9,3% de los votos y 19 escaños, unos pobres resultados si se tienen en cuenta sus expectativas de partida, con una clara hegemonía en el mundo sindical y universitario, y que habrían sido mucho peores todavía de no ser por la sólida implantación del PSUC en Cataluña. Frente a la imagen renovadora que ofrecían los jóvenes dirigentes socialistas, sin vinculación con la generación de la guerra civil, la veterana dirección comunista parecía anclada en el pasado, sin un programa realista basado en los problemas generales de la sociedad, cada vez más alejada de las preocupaciones y los intereses de sus bases sociales, de los militantes de calle.

A la derecha de la UCD quedaba Alianza Popular, el partido fundado por Fraga para agrupar a las figuras más caracterizadas del régimen franquista. AP consiguió el 8,8% de los sufragios y 16 diputados. De ellos, 13 habían sido ministros de Franco. El propio Arias Navarro fue presentado como candidato al Senado por Madrid. Era la imagen del pasado, que conjugaba mal con las expectativas democráticas despertadas durante la campaña electoral, un lastre demasiado pesado para que el talante temperamental de Fraga pudiera competir con la imagen moderna y abierta que ofrecía Suárez.

Las elecciones barrieron al resto de las siglas políticas, la famosa sopa de letras, con la salvedad de los nacionalistas catalanes y vascos. El Pacte Democràtic per Catalunya de Jordi Puyol consiguió el 2,8% de los votos y 11 diputados y el PNV alcanzó el 1,7% de los votos y 8 diputados. El problema más importante para el Gobierno iba a ser la situación del País Vasco. En Cataluña, aunque la UCD era sólo la cuarta fuerza política, podía pensar en futuros acuerdos con sectores moderados amplios como los que representaba Pujol y con una figura como Josep Tarradellas, que tenía en sus manos la legitimidad histórica de la presidencia de la Generalitat en el exilio. Sin embargo, en el País Vasco la UCD no pudo presentar una candidatura en Guipúzcoa, y pagaba el error político de Suárez de no haber querido legalizar la ikurriña ni restituir los conciertos forales de Vizcaya y Guipúzcoa. El único problema no era el terrorismo de ETA, que cometió 28 asesinatos a lo largo de 1977. El Gobierno de Suárez perdió la iniciativa en un escenario de movilizaciones sociales permanentes, reivindicaciones laborales, demandas de amnistía y autonomía y episodios de brutalidad de las fuerzas del orden, y ya no volvería a recuperarla.

La notable presencia en las Cortes de los partidos nacionalistas se debió en parte al sistema electoral, que sobrerepresentaba a los votos concentrados en una misma circunscripción. Pero los partidos más beneficiados fueron, sin duda, la UCD y el PSOE, que con el 63% de los votos populares acumularon el 86% de los escaños, una acusada desviación debida a los severos mecanismos de corrección del criterio de proporcionalidad. Una parte muy importante del apoyo social obtenido por el resto de partidos de ámbito nacional que consiguieron escaños, el PCE, AP y el PSP, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, quedó sin representación por no obtener el porcentaje provincial necesario.

Los diputados asignados a cada circunscripción privilegiaban el voto de las provincias pequeñas –para ser diputado en Barcelona o en Madrid había que tener cien mil votos más que en Soria, por ejemplo– y el sistema de recuento D’Hont favorecía la formación de mayorías. Las medidas electorales adoptadas entonces con carácter provisional tomaron cuerpo y se asentaron como normas inamovibles que ayudaban claramente a los grandes partidos, bien estructurados y financiados y disciplinados en torno a las listas cerradas. Un modelo que algunos han llamado “bipartidismo imperfecto” y otros han definido como sistema “polarizado y plural” o “multipartidista de tendencia bipolar”.

En todo caso, en el verano de 1977 la UCD quedó lejos de la mayoría absoluta y el nuevo gabinete de Suárez, formado por los principales barones de la coalición electoral, tuvo que gobernar en minoría, lo que le obligó a buscar alianzas puntuales y a negociar un amplio consenso ante los grandes problemas y retos pendientes: elaborar una ley general de amnistía, encauzar las demandas de autonomía de las diferentes regiones y nacionalidades, atajar la crisis económica y elaborar una Constitución.

No había ningún guión escrito, ningún camino fijado de antemano, pero esas primeras elecciones generales significaban un paso ineludible para que una dictadura de cuatro décadas se convirtiera de manera pacífica en una democracia. Habían pasado casi dos años entre la muerte de Franco y las elecciones generales de junio de 1977,  un período en el que las elites políticas procedentes de la dictadura llevaron adelante una reforma legal de las instituciones de la dictadura, empujadas desde abajo por las fuerzas de la oposición democrática y por una amplia movilización social de muy diverso signo.

De la Segunda República, derribada por las armas en una guerra civil, sepultada por la represión franquista, ya no quedaban ni los símbolos. Unos días después de esas elecciones, el 21 de junio, el último Gobierno de la República en el exilio, que ya nadie recordaba, decidió su disolución. ___________________

Julián Casanova y Carlos Gil Andrés son autores de Historia de España en el siglo XX  (Editorial Ariel).

El 15 de junio de 1977, dieciocho millones y medio de españoles y españolas mayores de 21 años, el 78,7% del censo, acudieron a votar en libertad. Muy pocos recordaban haberlo hecho antes. Habían pasado más de cuarenta años desde las últimas elecciones generales de la Segunda República, las de febrero de 1936.

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