El dolor y las lágrimas, si pudieran ser llamados aquí,
serían testigos de la violenta y feroz verdad.
José Saramago
Era el 3 de julio de 2006. Recuerdo que yo estaba en Cádiz para participar en unas jornadas sobre historia y ficción, que estaba comiendo al mediodía con el historiador Julio Aróstegui, que sonó el teléfono y mis amigos Antonio Gómez Rufo y Ana D’Atri me preguntaban desde Madrid si sabía lo del accidente del Metro en Valencia. Se lo dije a Julio y nos levantamos a ver las noticias de la televisión. Los vagones de la línea 1 del Metro se habían estrellado en una curva de la estación de Jesús. Todo era aún confuso. Pero las imágenes empezaban a ser devastadoras. Las malas noticias son peores cuando te alcanzan desde lejos. La impotencia se te come. No saber mata más que los desamores trágicos en las canciones mexicanas de José Alfredo Jiménez. Y yo estaba lejos aquel mediodía de verano. Y no sabía nada del accidente.
Poco a poco las informaciones llegaban en toda su plenitud. Bueno, en una aparente plenitud, diría yo. Finalmente, saldrían a relucir las cifras del desastre: 43 personas muertas y 47 heridas. Unas cifras escalofriantes porque las cifras del horror crecen en el interior de la gente como un intranquilo desasosiego, como un bicho que come a todas horas, como un crujido en el corazón parecido a una rama que se troncha en el árbol una noche de tormenta. El dolor, las lágrimas: sí. Pero dónde la violenta y feroz verdad que escribía José Saramago en esa joya literaria que es Las pequeñas memorias.
La verdad siempre es escurridiza cuando se trata de escarbar en las entrañas del poder. Ahí casi nunca hay verdad. Ahí casi siempre hay un grumo ennegrecido que supura mentiras a destajo. Aquel 3 de julio de 2006 gobernaba en la Comunitat Valenciana, desde hacía once años, el Partido Popular. En la Generalitat mandaba a sus anchas el presidente Francisco Camps. En aquellas mismas fechas visitaba la ciudad de València el Papa Benedicto XVI. Una celebración multitudinaria llamada Encuentro Mundial de las Familias. Los medios oficiales de comunicación eran Canal 9 y Ràdio Nou. La noticia exclusiva de esos medios fue la visita del papa. El accidente del Metro iba a parar al rincón de los trastos inservibles. Los rezos de una feligresía entusiasta se levantaban por encima del daño humano, de la chatarra abandonada en los túneles, de la realidad traumática que empezaban a vivir los supervivientes y las familias de todas las víctimas. Nada existía en los noticiarios de Canal 9 y Ràdio Nou que no fuera la visita del Papa. Nada que no fuera esa visita. Nadie que no fuera Benedicto XVI. La iglesia una vez más ajena al dolor de la calle, la fanfarria de las plegarias suplicantes alzadas no sé hacia qué dios en globos de colorines, la desfachatez de un periodismo plegado a las órdenes innobles de un gobierno al que le importaba un pito el accidente esos días, y que le seguiría importando un pito todos los años que se mantuvo en el poder: hasta el 24 de mayo de 2015, cuando el PP perdió las elecciones.
Pronto las familias se reunieron en la Asociación de Víctimas del Metro 3 de julio. Todos los días 3 de cada mes se juntaban en la Plaza de la Virgen, en la ciudad de València. Desplegaban la pancarta con el número de víctimas. Leían un manifiesto. Allí nos concentrábamos un grupo de personas. Muy pocas personas. Algunos días había más gente detrás de la pancarta que delante. Entre esa gente, nunca faltaron representantes de los partidos de izquierda. Hay que decirlo: nunca. La lectura de ese manifiesto exigía sobre todo dos cosas: verdad y justicia. Que se conocieran las causas exactas del accidente, que se hablara de la seguridad o inseguridad de la línea, que se extendiera la investigación a algo más que no fuera la presunta culpabilidad del conductor, fallecido en el descarrilamiento de los vagones. Y que se hiciera justicia, política y penal, en el caso de que esas investigaciones dieran el resultado que cada día se hacía más evidente a los ojos de testimonios y especialistas que no tuvieran que ver con el gobierno del PP: la escasa fiabilidad de las infraestructuras, el escaso rigor en su mantenimiento en mucho tiempo.
Todo se fraguó como una gran estafa democrática. El PP contrató a una empresa que aleccionó a los testigos que habrían de comparecer en la Comisión de Investigación montada en las Cortes Valencianas. Un paripé. Una muestra más del desprecio de ese partido por las reglas democráticas. Y había una tercera exigencia cada día 3 de todos los meses en la concentración delante de la Catedral: que Francisco Camps recibiera a la Asociación de Víctimas, que entendiera su dolor, que dijera, aunque fuera con la boca pequeña y retorcida, que sentía el sufrimiento de esas familias, unas familias que en un minuto habían visto cómo la vida se les convertía en una soledad infinita, en un puñado de recuerdos hermosos, en una fotografía que iba a ser, a partir de entonces, la huella indeleble de una memoria triste pero a la vez cabezonamente insobornable.
Nunca salió del presidente Camps una palabra de apoyo. Nunca. Él tenía bastante con sus rezos de fanática beatería, con el aplauso inagotable de los suyos, con las palabras de su amiguito del alma Álvaro Pérez, El bigotes, unas palabras que le regalaban los oídos y algunos objetos de lujo en las noches familiares, que llenaban a la vez los bolsillos de la Gürtel en el caso de corrupción más grande que ha deparado la política española de casi todos los tiempos. Una corrupción que, dicho sea de paso, alcanza también a la organización de la visita del Papa en aquellos días del accidente del Metro. Aquella visita fue un negocio terrenal para los de siempre. El montaje de aquel acontecimiento supuso una ganancia millonaria para las empresas afines al Partido Popular y para el propio partido en lo que se refería a su financiación más que irregular.
Costó el montaje audiovisual del acontecimiento la friolera de siete millones y medio de euros. Ahora mismo hay varios investigados del PP, entre ellos el mismísimo Camps y su colega de rezos marianos Juan Cotino. Entre el cielo y la tierra, prefieren esos tipos las bondades de la tierra. Y luego esos mismos individuos nos dan lecciones de moral, reparten los papeles de buenos y malos en la película del vivir, nos dicen que la única verdad que existe de verdad es la suya. Y se quedan tan anchos, tan pagados de sí mismos, tan a gusto con ese cinismo que se ha convertido en su imagen de marca más definitiva, más exclusiva incluso que los bolsos de Louis Vuitton que tanto le gustaban a su compañera, luego repudiada por ellos mismos, Rita Barberá.
Un 28 de abril de 2013, el programa televisivo Salvados, de Jordi Évole en La Sexta, habló del accidente del Metro. Habían pasado muchos años desde aquel 3 de julio de 2006. Demasiados años. El mismo Évole asumió esa falta de empatía con acontecimientos que suceden fuera de los centros en los que se fabrica la jerarquía de todas las noticias. Desde aquel día, la asistencia a las concentraciones de la Plaza de la Virgen pasó de doscientas a cinco mil personas. Y así seguiría siendo hasta que en 2015, después de la victoria de la izquierda en las elecciones autonómicas y municipales, la Asociación de Víctimas del Metro 3 de Julio decidió pasar a la reserva y dejar su herencia de dignidad y compromiso en manos de esa victoria y de la responsabilidad política asumida en los años reivindicativos. Habían sido nueve años de incansable homenaje al recuerdo del daño interminable. Habían sido nueve años de desplegar la pancarta para dejar bien claro que la historia ha de tener una verdad y una justicia digna que la defiendan. Habían sido, en definitiva, nueve años de convertirse mes a mes en un ejemplo de vida, tan distinto a ese otro ejemplo de la marrullería y la violencia obscena que esconden las mentiras.
Han pasado trece años desde aquel aciago 3 de julio de 2006. La justicia ha sentado en el banquillo a algunos directivos y técnicos involucrados en el accidente. A ver cómo queda finalmente ese larguísimo proceso de impunidades y cinismos a destajo. Pero pase lo que pase en ese proceso interminable, el dolor y las lágrimas –como escribía Saramago– siguen siendo testigos de la violenta y feroz verdad, de esa verdad que unos políticos corruptos, unos empresarios sin escrúpulos y unos periodistas sin honor trituraron sin contemplaciones para burlarse, a carcajada limpia, de esa tristeza que nunca va a desaparecer de las casas familiares en las horas más nobles del recuerdo.
El dolor y las lágrimas, si pudieran ser llamados aquí,