Dieciocho años tenía Federico García Lorca cuando visitó Galicia por primera vez, en octubre de 1916. Iba acompañado de cuatro compañeros de la Universidad de Granada y de su profesor de Teoría de la Literatura y las Artes, Martín Domínguez Berrueta, que había organizado un viaje de estudios realmente merecedor de tal nombre: veinticuatro días por tierras de Castilla, León y Galicia. Lorca era entonces un mal estudiante talentoso y un anotador inédito de impresiones cuya vocación era la música; sin embargo, ya en aquella temprana experiencia su personalidad juglaresca iba a descollar. Viajes de este tipo eran raros a principios de siglo, don Martín tenía contactos importantes –en una excursión anterior a Baeza los chicos conocieron a Machado; en esta, a su paso por Salamanca se habían entrevistado con Unamuno– y en los periódicos de las ciudades visitadas quedaron reseñas del paso de la cuadrilla peripatética: gracias a ellas sabemos del pequeño éxito que acompañó las actuaciones al piano del joven Lorca, en casinos o pequeños salones.
En los cinco días transcurridos en la región atlántica Federico oye hablar gallego y le impresionan el matiz del mar, "verde, muy verde, esmeraldino", o el de los campos, su vigor graduado por la niebla, que hasta ayer creíamos perdurable y hoy sabemos en tránsito, incluso en peligro de muerte. Y, claro, le sugestiona Santiago, "la maravilla churrigueresca de la portada del Obradoiro" y el "hospital grandioso" y, apuntando maneras, tilda de "salivazo de odio" la recién inaugurada estatua de Montero Ríos, de Benlliure, recolocada hoy en lugar más discreto.
Regresará, ya hombre, tres veces más al lar de Rosalía, en 1932, año en el que publica el primero de sus Seis poemas galegos, empeño brillante de injertarse en la tradición de los líricos medievales y renacentistas que versificaban tanto en castellano como en galaico-portugués. La ciudad será teatro o, cuando menos, punteada alusión de tres de esas seis cantigas que hoy figuran en muchas antologías de poesía gallega. En la última, "Danza da lúa en Santiago", Federico hará descender a una luna "coronada de toxos" para que baile encuadrada en la teatral geometría de la Quintana dos Mortos; de manera simétrica, años atrás la había hecho adentrarse en una fragua y danzar, lasciva y solemne, "con su polisón de nardos", ante el niño gitano al que había ido a raptar.
La luna es también la divinidad primitiva cuya luz quebrada ilumina el retablo del Duende, junto a las alegorías de la sangre y la herida, la lucha y el dolor, la sombra y la muerte. De un modo expresivo, su conferencia de 1933 Juego y teoría del duende pretendía dictar "una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida España"; de manera más velada constituirá el despliegue de una teoría sobre el hecho estético, en la que las diferentes artes se interpelan e ilustran, concediéndole un lugar de honor a lo que, en otra ocasión, el autor de Poeta en Nueva York había llamado el "péndulo eterno del arte de España".
Cuando Lorca trenzaba, en el trasatlántico que lo conducía a Buenos Aires, la pleita de su disertación estaba aún muy reciente su último viaje gallego; impensable se nos antoja que se hubiera olvidado de Compostela o de su máxima factura arquitectónica, la catedral. No fue el caso, y estas son las palabras con las que la evocó: "El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope". Frente a Castilla o Andalucía, dominios del duende, o Cataluña, suelo de la musa, Galicia, la "del pan caliente y de la dulcísima vaca", es para el poeta territorio angélico; en cambio, su más importante conjunto escultórico y su imaginero quedarán coronados por el máximo laurel: el del enduendamiento.
Como en otros lugares de esa célebre charla, Lorca yerra en parte del suceso que reproduce, o bien falta al rigor documental. Así, Jorge Manrique no moría a las puertas del castillo de Belmonte, sino del vecino de Garci-Muñoz; ningún "mono parlante" se exhibe en las comedias de Cervantes, mas sí en el Quijote; no fue un ángel, sino el mismo Cristo, el que le habló a Saulo al caer del caballo, pero los nuncios divinos son siempre criaturas angélicas en la Biblia. Etcétera. De idéntico modo, la primera vez que la escultura en piedra ofrece, gracias a la ilusión de la policromía, la sensación de vida o carnosidad en unas mejillas, se extravía en la larga noche de las civilizaciones antiguas, muy lejos de Santiago. Ni siquiera para el caso de la escultura románica será Mateo quien nos brinde el primer modelo. Aún así, al leer la frase que el granadino dedica a esta corte de piedra celestial recibimos de inmediato el impacto de lo tónico y candente. Paralelamente, el poderío de la palabra lorquiana insufla a los viejos granitos y mármoles el aliento que parecían estar aguardando para reanimar su pulpa dormida.
La inexactitud, el vano, la ambigüedad, en absoluto son enemigos de la obra de arte. El error mismo suele ser fuente de fertilidad estética. Incluso un historiador podría certificar tal impresión, sin dejar en ningún instante de abogar por el rigor y el dato. Américo Castro, que dedicó bastantes páginas de España en su historia España en su historiaa la empresa jacobea, fue capaz de apreciar tan fascinante paradoja: nuestra historia, escribió, sería impensable sin el culto dado al apóstol y sin las peregrinaciones a la tierra que él mismo habría cristianizado y a la que regresaba de manera milagrosa, tras ser decapitado en Palestina, "según una tradición que no tendría sentido discutir".
Y es que, de los doce, Ya’akov, hijo de Zebedeo, fue el más proteico y fecundo, y sus metamorfosis las más asombrosas. De las escasas y pobres ropas del pescador a los dorados ropajes del santo. De hermano de Jesús a discípulo suyo, según una antigua tradición que llegó incluso a identificarlo como su gemelo y a desafiar a Roma, que solo tenía a Pedro. Del bastón y el sayal del peregrino a la armadura del guerrero y el acero forjado que da el espaldarazo a príncipes y reyes. De Matamoros a Mataindios e, incluso, tal vez, a Mataprotestantes –en la catedral granadina, Alonso de Mena lo vistió en 1640 con la armadura de los tercios españoles para conmemorar la victoria de Nördlingen, que una coalición hispano-austríaca alcanzó contra suecos y alemanes–. De Mataindios a protector y patrón de los indígenas, tras ser asimilado a una serie de divinidades precolombinas. De la humilde concha de la vieira, modesto trofeo del peregrino, a la roja, adornada cruz, que contiene una espada y confiere nobleza. He ahí algunos de los senderos transitados por aquel predicador judío que, en palabras de Castro, regresó a Galicia "como una verdadera creación, con genialidad y originalidad no menores que las de un gran invento artístico –don Quijote o Hamlet–".
Hoy sabemos que el Pórtico que nos ha recibido durante siglos lucía en su primitivo tornasol capas de lapislázuli y oro, dos materiales muy caros y brillantes que reflejarían con potencia la luz crepuscular hasta casi competir con ella y deslumbrar, literalmente, a los visitantes. El magnífico trabajo de los restauradores que acaba de presentarse al público nos acerca a los diferentes estratos de un periplo fascinante, del que su mismo trabajo es fe: las tres intervenciones de coloreado, una medieval, otra renacentista y la última barroca, los retoques intermedios, las grandes raspaduras del siglo romántico, verdadero responsable de nuestra percepción del mundo antiguo, basada en la decoloración y el gusto por la ruina… Ciertos tonos que Federico García Lorca apreció en 1916 no debieron de alejarse mucho de los que nuestros ojos admirarán a partir de ahora. Las veladuras carmesíes que vio en los rostros eran, quizás, semejantes a las que en el día de hoy se nos desvelan: no inventó, pues, ni exageró, como solía, al invocar al duende que llenaba de sangre las mejillas de los bienaventurados.
Ver másLa familia Franco tiene en su casa de A Coruña dos esculturas del Pórtico de la catedral de Santiago
A solo unos días de su apertura, tres amigos de tres ciudades alejadas del mapamundi tuvimos el privilegio de contemplar la renovada gloria del Pórtico, acompañados amablemente por don Daniel Lorenzo, depósito de conocimiento y entusiasmo y director de la Fundación Catedral. Nos dirigimos también a las salas del museo en las que se encuentra el libro de firmas, expuesto en una vitrina y abierto siempre por la misma página: aquella en la que Federico estampó su rúbrica juvenil. ¿Cuántos prohombres habrán dejado su marca en esas páginas? Importa poco: no es ninguno de ellos, sino un joven andaluz prendado de la lengua de Galicia, de la verdura de sus prados y de su Pórtico, quien nos saluda desde la alegre caligrafía.
Al salir al claustro releímos el párrafo de Juego y teoría del duende que habla de Mateo y sus santos de piedra, y concedimos que parecía escrito para estos días de gozo. La voz de Lorca resonó en la galería, creando un vínculo sensorial y armónico entre el artífice y su cincel, el poeta y su palabra, nosotros y nuestra mirada estática. Al tiempo, abolía lo caduco y vacío en la impostura lineal del tiempo. _________________________
José Javier León es escritor y profesor en la Universidad de Granada
Dieciocho años tenía Federico García Lorca cuando visitó Galicia por primera vez, en octubre de 1916. Iba acompañado de cuatro compañeros de la Universidad de Granada y de su profesor de Teoría de la Literatura y las Artes, Martín Domínguez Berrueta, que había organizado un viaje de estudios realmente merecedor de tal nombre: veinticuatro días por tierras de Castilla, León y Galicia. Lorca era entonces un mal estudiante talentoso y un anotador inédito de impresiones cuya vocación era la música; sin embargo, ya en aquella temprana experiencia su personalidad juglaresca iba a descollar. Viajes de este tipo eran raros a principios de siglo, don Martín tenía contactos importantes –en una excursión anterior a Baeza los chicos conocieron a Machado; en esta, a su paso por Salamanca se habían entrevistado con Unamuno– y en los periódicos de las ciudades visitadas quedaron reseñas del paso de la cuadrilla peripatética: gracias a ellas sabemos del pequeño éxito que acompañó las actuaciones al piano del joven Lorca, en casinos o pequeños salones.