La esfinge del Congreso

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Toño Benavides

La señora Ana Pastor Julián, que tiene el porte severo de aquella directora de colegio que te ponía de rodillas contra la pared por tirarte un pedo en clase, no necesitaba decir una palabra más alta que otra para hacerse respetar desde la presidencia del Congreso de los Diputados, con ese perfil austero de esfinge inapelable con que dominaba el hemiciclo. Y no porque blandiera el mazo como un arma arrojadiza (que no lo hacía) sino porque combinaba el halo de autoridad estatuaria de un busto de Julio Cesar con un aura de monja laica, tan resuelta como acogedora, que ablandaba el carácter de los más agresivos. Había dos cosas en las que coincidía casi todo el parlamento: Una es que el día sucede a la noche y viceversa. La otra era un extraño y balsámico acuerdo sobre la ecuanimidad, la moderación y la capacidad conciliadora de Ana Pastor.

También hay que decir que, salvo en algún caso puntual, el tono de la oposición política de aquellos días, con el PP en el gobierno, nada tiene que ver con la estrategia de la crispación que lleva a cabo la oposición de ahora, pero tampoco vamos a quitarle méritos.

Parecía que llevaba esa medalla, en la solapa Chanel, con el orgullo de quien podía demostrar la eficacia de actuar en política con un tono totalmente contrario al de la cúpula dirigente de su formación; pero el divorcio entre la razón y las ingratas labores de fontanería partidista, en su cargo actual, la ha llevado al empleo de las tácticas flatulentas, basadas en el exabrupto, el bulo y la provocación, propias de la ultraderecha, que han adoptado tan alegremente sus compañeros más bisoños del pelotón suicida.

En fin, hay que asumir las contradicciones y tirar adelante, pero sorprende la facilidad con que una buena señora de las que saben, desde la cuna, para qué sirve cada cubierto de una mesa palaciega, abandona las buenas maneras para engullir a dos manos con ansia de gorrino. Quizá una sorda y lejana conciencia de la debilidad del discurso propio es lo que a veces nos ciega lo suficiente como para defenderlo a martillazos.

Las recientes intervenciones contra el Gobierno por parte de María Adelaida Pedrosa, Andrea Levy, Cuca Gamarra o Ana Camins dan que pensar. El machismo que se empeñan en atribuirle a Pablo Iglesias se ha convertido en el reproche favorito de algunas de esas mujeres a las que les escuecen los avances del feminismo, porque la arcaica raíz católica del conservadurismo español las deja constantemente en evidencia. Mención aparte merece Isabel Díaz Ayuso, pero la conducta de la presidenta de la Comunidad de Madrid parece, más bien, un caso para los expertos en la vida extraterrestre del programa de Iker Jiménez.

Qué queréis que os diga, a la cabeza de esa comitiva de furibundas majorettes sólo me falta el ectoplasma de Phyllis Schlafly, con la rebequita sobre los hombros, reivindicando el orgullo doméstico de la repostería casera frente al derecho al aborto, la equiparación salarial o la protección contra la violencia machista. Véase, al respecto, la altamente recomendable serie de HBO Mrs. America.

Quizá se deba, en gran parte, a una consigna de partido para dar caña y ocupar el espacio mediático, aun a costa de hacer el ridículo, en la mejor tradición de la propaganda goebbeliana. Quizá, en algún caso, los excesos verbales que hemos escuchado provengan de alguna patología sin diagnosticar que podría paliarse muy fácilmente con una pastilla de litio, no lo sé; pero sospecho que la razón de todo este gallinero alborotado es que hay un límite para el tiempo que un neoliberal puede estar lejos del dinero público sin enloquecer.

En el transcurso de la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados del pasado ocho de Octubre, Ana Pastor le dirigía una reprimenda parlamentaria de alto octanaje punitivo al ministro de Sanidad, como si Salvador Illa fuera el escolar gamberro que acaba de sonarse los mocos con la hoja del examen y se pasara el resto del tiempo rascándose el escroto en el pupitre.

No es que una representante de la oposición no deba empeñarse a fondo en las labores propias de su cargo; es el tono empleado, teniendo en cuenta a quién va dirigido, lo que delata la impostura del discurso. Ya ves, el ministro Illa, que es un niño aplicado y con gafas de los que pasan los deberes a limpio, cuando además la que está armando bulla en clase es Isabel, que es la niña que se sienta a su derecha y suspende todas las asignaturas excepto religión.

Ana Pastor ha disuelto su argumentación flemática y razonable en el barro del trumpismo. Y esa media sonrisa que antes era condescendiente pero expresaba duda e invitaba al diálogo, ahora se le escapa sin querer, como pidiendo perdón por la invectiva y muestra ese pelín de mala conciencia de quien sabe muy bien que, si las palabras son los pensamientos que fluyen del cerebro a las cuerdas vocales, cuando bajan por las tripas hacia el esfinter, esas expansiones del espíritu se llaman de otra manera y el ruido es diferente.

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En resumen: todos los niños del colegio se han dado cuenta de que, esta vez, el pedo se lo ha tirado la directora.

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Toño Benavides es ilustrador y poeta.

La señora Ana Pastor Julián, que tiene el porte severo de aquella directora de colegio que te ponía de rodillas contra la pared por tirarte un pedo en clase, no necesitaba decir una palabra más alta que otra para hacerse respetar desde la presidencia del Congreso de los Diputados, con ese perfil austero de esfinge inapelable con que dominaba el hemiciclo. Y no porque blandiera el mazo como un arma arrojadiza (que no lo hacía) sino porque combinaba el halo de autoridad estatuaria de un busto de Julio Cesar con un aura de monja laica, tan resuelta como acogedora, que ablandaba el carácter de los más agresivos. Había dos cosas en las que coincidía casi todo el parlamento: Una es que el día sucede a la noche y viceversa. La otra era un extraño y balsámico acuerdo sobre la ecuanimidad, la moderación y la capacidad conciliadora de Ana Pastor.

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