El debate no son las armas Pilar Velasco

Una de las cosas más sorprendentes de este tiempo no es lo que Trump dice o hace, sino la facilidad y la rapidez con la que estamos descubriendo que se puede derrumbar lo que parecía más sólido; la fragilidad de la democracia, la potencia destructiva de las fuerzas reaccionarias.
Nunca pude leer ni ver el El Cuento de la Criada por la ansiedad que me provocaba. Jamás me pareció una distopía lejana, sino algo posible, que podía ocurrir mucho más rápidamente de lo que pensábamos. Quizá no tanto en algunas de las cuestiones más terroríficas y extravagantes como en su rapidísimo recorte de derechos y libertades para las mujeres. Estoy convencida de que si mañana se produce un brutal recorte de nuestros derechos –algo que nos llevara directamente a una posición de subordinación legal no vivida por la mayoría de nosotras– no pasaría nada, o casi nada. Habría manifestaciones que se irían debilitando debido al uso de la fuerza por parte de la policía. Luego la oposición se iría desinflando. No habría una revuelta popular por los derechos de las mujeres. Los hombres de nuestras vidas no arriesgarían las suyas, ni sus trabajos o su bienestar. Es más, nos dirían que no merece la pena, “total, mujer, ya vendrá el cambio, ten paciencia, quédate en casa, es temporal…” Estoy convencida. No hace falta pensar en Afganistán, o en Irán; los derechos de las mujeres o los de las minorías siempre están amenazados, por más que nos parezcan establecidos. En el EEUU de Trump y Elon Musk ya hay proyectos para dificultar del voto de las mujeres casadas y el proyecto 609 de Montana establece que si una mujer viaja y se sospecha que ha recibido un tratamiento médico que no esté cubierto o permitido en ese estado (aborto, tratamientos reproductivos o anticonceptivos) puede ser investigada de todos los modos posibles (su historial médico, sus datos bancarios, sus movimientos)… y condenada a cinco años de cárcel.
Cuando Trump fue elegido presidente en 2016, la “marcha de las mujeres” celebrada en Washington en enero de 2017 congregó a 700.000 personas que marcharon por los derechos de estas, pero también por los derechos sociales, los derechos LGTBI, la defensa de las políticas contra el cambio climático y por la paz y la solidaridad entre los pueblos. Ahora… nada o poca cosa. Las empresas que se apuntaron al progresismo, al feminismo, a la defensa de la diversidad y lo verde han borrado todo eso en un segundo. Todo se ha derrumbado con una facilidad pasmosa. Estamos en shock al comprobar la rapidez con que un líder político elegido democráticamente puede desmantelar el Estado, poner a su servicio todas las instituciones, cambiar todas las reglas, instaurar la censura y el miedo: desmantelar la democracia, en definitiva.
Si el hundimiento ha sido tan rápido es porque la democracia ya se había convertido en una carcasa semivacía
Quizá porque las historias que hay sobre la caída en el totalitarismo son todas más ruidosas, con ejércitos y gente uniformada, no estábamos preparados para un hundimiento repentino que, lejos de ser estruendoso, parece estar protagonizado por payasos (esto tampoco es nuevo, ¿qué era Hitler sino un payaso?). Pero si el hundimiento ha sido tan rápido es porque la democracia ya se había convertido en una carcasa semivacía. Los gobiernos neoliberales llevan décadas haciendo políticas que rompen el pacto social que es el origen de la democracia. Con esto se han situado contra sus pueblos y han temido más la protesta social que al fascismo. Lejos de defender la democracia, la han ido vaciando. Años de políticas de desmantelamiento de los servicios públicos, de nula reacción contra la criminalización de las protestas, de tibieza en la defensa de la igualdad, de contemplar genocidios sin que nadie mueva un dedo, de gobernantes corruptos, de jueces prevaricadores, lo que han hecho es agotarnos. Durante décadas se ha permitido que el capitalismo fuera royendo desde dentro no sólo las instituciones, también las mentes, la imaginación, la idea de futuro, los valores que pensábamos que compartíamos.
Lo que sostiene la democracia es un relato compartido: confianza en las instituciones, en la ley, en los derechos individuales y colectivos, en la igualdad, en la posibilidad de llevar una vida digna; un relato que deben compartir (y defender) quienes se supone representan a la ciudadanía en todas las instituciones: la clase política, policía, fuerzas armadas, judicatura, funcionariado, los medios de comunicación, etc. Pero los consensos se han roto, no hay relato compartido, sino verdades fragmentadas y mentiras. Si las instituciones no pueden defender la democracia, no pueden defendernos ¿quién lo hace? Sólo podría hacerlo la gente.
De ahí la importancia que tiene para quienes quieren acabar con la democracia e instaurar un capitalismo irrestricto (lo que se pretende finalmente) las llamadas guerras culturales cuyo objetivo no es sino construir una sociedad reaccionaria, fanatizada, nazificada. No es sólo Trump o Musk, son los partidos, las redes, mucha gente dispuesta a esparcir odio. En muy pocos años, como parte de ese hundimiento hemos pasado de sociedades progresistas en lo social a sociedades reaccionarias, atenazadas por el miedo y el odio a las mujeres y a cualquiera diferente. El odio es el combustible necesario para que las sociedades ardan: contra las mujeres, las personas racializadas, los y las migrantes, las minorías; contra nuestros vecinos y vecinas, contra las personas pobres. Un odio que se fomenta en las redes con la desinformación y las mentiras, y que no se está combatiendo adecuadamente.. El odio incluye la desaparición también de las buenas formas, del trato amable, el respeto básico por los demás, todo eso se ha derrumbado con la misma rapidez que la separación de poderes. Cuando gritamos, insultamos, deshumanizamos a los otros/otras; cuando buscamos humillar o utilizamos argumentos falsos para ganar un debate, estamos colaborando al ascenso del nazismo. Cuando nos convertimos en energúmenas que sólo muestran desprecio por los demás, estamos siendo fascistas.
Lo que Trump está mostrando, más allá de que pueda o no pueda finalmente llevar todo ello a cabo, es puro sadismo social. ¿Por qué hay tanta gente dispuesta a comportarse de esa manera? Porque les proporciona placer, cierta sensación de poder; el poder de hacer daño a alguien vulnerable, el poder de ser más, el de sentirse importantes. El sadismo social otorga poder a los débiles que pasan así a estar en el lado poderoso de la ecuación. Y eso es lo que ofrecen los fascistas a quienes les votan y no tienen nada. Se trata de un “que se jodan” universal.
Combatir cualquier forma de odio –y señalarlo como odio– es urgente si queremos combatir el fascismo.
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Beatriz Gimeno es la ex directora del Instituto de las Mujeres.
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