De niños, aprendimos a vocalizar correctamente jugando a los trabalenguas. El reto consistía en repetir esas estrambóticas combinaciones de palabras, a un ritmo cada vez más rápido, hasta que la velocidad de nuestra dicción empujaba a nuestras lenguas a un error tan divertido como inevitable. “El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será”. Hoy nuestras vidas están marcadas por otro trabalenguas: “La realidad está desmaterializada. ¿Quién la materializará? El materializador que la materialice, buen materializador será”. Las nuevas tecnologías de la comunicación nos obligan a recitarlo a una velocidad vertiginosa nunca imaginada. Pero no para que nos riamos de los tropiezos de nuestra lengua y los vocablos, sino para que, absortos en el juego, no seamos conscientes de que en esas frases, aparentemente absurdas, está la clave de los retos que tenemos por delante. El reto, en suma, de la sociedad que queramos ser.
“La realidad está desmaterializada”. A finales de los años 70, Toni Negri nos alertó del origen del fenómeno. Más allá de la simple revuelta estudiantil, la ola revolucionaria del 68 puso de manifiesto la existencia de un espacio clave donde el capitalismo había dejado de ser hegemónico: la fábrica. En ella, la clase trabajadora había consolidado una cultura propia, una escala de valores compartidos, una identidad colectiva, un modelo alternativo de gestión marcado por criterios de economía moral. En definitiva, había transformado la fábrica en un espacio de contrapoder. Por eso, para el capitalismo eran más preocupantes las huelgas de la Renault o las ocupaciones de fábricas en Italia, que el anhelo de los alumnos de la Sorbona por encontrar la playa debajo de los adoquines. Incluso en la España franquista, las clandestinas Comisiones Obreras habían convertido la fábrica en una contrapoder real que ponía en jaque a la dictadura.
Para conjurar aquel peligro, el capitalismo optó por transformarse. Hizo concesiones, sí. Asumió la reivindicación estudiantil de llevar la imaginación al poder y convirtió la “creatividad” en valor social incuestionable. Pero, apoyándose en el capital financiero, donde su control era absoluto, y en las incipientes nuevas tecnologías, fue implacable con los obreros. Nacía así el neoliberalismo con un objetivo claro: acabar con aquel contrapoder, destruir la fábrica. Y no se trataba de una metáfora. Este año se conmemora el 40 aniversario del cierre de Altos Hornos del Mediterráneo en Sagunto, la primera gran “reconversión” industrial en España. Tras doblegar la dura resistencia de los trabajadores, aquellas instalaciones fabriles fueron físicamente dinamitadas. La misma suerte corrieron poco después los espacios fabriles de Avilés, de Vigo, de Cádiz, del margen izquierdo de Bilbao. También los de Detroit, Manchester, la cuenca del Ruhr.
La onda expansiva de aquellas explosiones fue de tal magnitud que acabó llevándose por delante la realidad. Los estragos causados fueron de tal calado que ni siquiera Zygmunt Bauman alcanzó a apreciar toda su magnitud. Porque aquella realidad líquida que denunciaba, permitía al menos un ejercicio de resistencia, agotador, sin duda, pero posible: nadar a contracorriente. Pero ese era un riesgo, por remoto que fuera, que el nuevo capitalismo no estaba dispuesto a asumir. Así su modelo económico “desmaterializado” impuso una nueva realidad igualmente “desmaterializada”. O lo que es lo mismo, una no-realidad. Una realidad vacía donde, aislados y fragmentados, los individuos flotan a la deriva, como esos cosmonautas que tras perder el contacto físico con su nave y cualquier posibilidad de regresar a ella, son arrastrados por la inmensidad de la Nada.
Las consecuencias de aquello fueron demoledoras. Si la definición más básica de “realidad” consiste en reconocer y admitir la existencia de fenómenos que están más allá de nuestra voluntad, la no-realidad elimina este requisito y propicia que solo nuestra voluntad determine lo que es o no “real”. Esta premisa determina hoy el discurso político y mediático, espoleado por la red. No sorprende que los actuales protagonistas mediáticos sean el tertuliano y el influencer. Desaparecido lo “real” como referente, todo es opinable. Más aún, como se repite cínicamente, toda opinión es “democráticamente” respetable: que la esposa del presidente es el corrupto “Begoño”, que España es una dictadura comunista, que Franco trajo la prosperidad y abrió paso a la democracia, que miles de extranjeros acechan para ocupar nuestras casas y violar mujeres, que la tierra es plana. Todo son opiniones “legítimas”; por tanto, todo es “real” para quien así lo piense.
En este sentido, reducir controversias como las fake news, los bulos, la postverdad o los “hechos alternativos” a una cuestión de manipulación política o malas prácticas periodísticas, no ayuda a comprender el verdadero alcance del fenómeno. Los códigos deontológicos y las “buenas prácticas” apenas rozan la superficie del problema; como tampoco lo soluciona un uso “responsable” de las redes sociales. Porque la manipulación y la desinformación imperantes, amplificadas hoy por las redes, son la consecuencia, no el origen del problema. Y el problema no es otro que el marco mental propiciado por la construcción social de esa no-realidad desmaterializada surgida del desmaterializado capitalismo neoliberal.
No sorprende que los actuales protagonistas mediáticos sean el tertuliano y el influencer. Desaparecido lo “real” como referente, todo es opinable y “democráticamente” respetable. Por tanto, todo es “real” para quien así lo piense
Esto nos lleva a la segunda frase del trabalenguas, "¿quién la materializará?” Sin duda, ésta es la pregunta crucial, especialmente si le añadimos un interrogante más: ¿cómo? Ambas preguntas interpelan directamente a la izquierda transformadora, y de su respuesta dependerá su futuro, más allá de coyunturas electorales más o menos consoladoras. De hecho, la thatcheriana sentencia del “no hay alternativa” encuentra su solidez no en los fracasos históricos del socialismo (¡como si el capitalismo no acumulara una larga lista de fracasos históricos!), sino en el vacío generado por esta no-realidad. No tanto porque se haya configurado a partir de la derrota de ese sujeto histórico revolucionario (al que viene derrotando desde La Comuna de París), como porque la nueva no-realidad desmaterializada busca erradicar el espacio mismo de la revolución: es difícil transformar la realidad si se es incapaz de creer que la realidad existe.
Volver a materializar la realidad. No es tarea fácil. Negri advirtió hace más de cuarenta años que la desaparición del obrero industrial había propiciado el surgimiento de un nuevo sujeto, el “obrero social”. El capitalismo, para asegurar su supervivencia, sacó la explotación del hostil entorno fabril y la extendió a toda nuestra cotidianidad. Así, hoy, es capaz de extraer plusvalías de nuestro trabajo y de nuestras navegaciones por internet. Se dinamitaron las viejas fábricas para de este modo dar cuerpo a una nueva y desmaterializada “fábrica social”. El desafío de la izquierda política, social y sindical es aprender a construir en la nueva “fábrica social” contrapoderes eficaces como aquellos que un día albergaron las antiguas naves industriales hoy derruidas o transformadas en museos para el olvido.
No sabemos cómo hacerlo, aunque tampoco el antiguo obrero lo sabía. Ya acumulamos, eso sí, alguna experiencia. Sabemos, por ejemplo, que la realidad no se materializará añorando el pasado; ni levantando trincheras en redes sociales como X; ni disgregando nuestras débiles fuerzas. Y tenemos también el consejo de quien, antes que nosotros, se enfrentó con éxito a otra desmaterialización de la realidad, aquella que en el siglo XIX llamaban “idealismo”. “El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica es un problema puramente escolástico”, nos advierte Karl Marx. Para el pensador y revolucionario alemán, “es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento”. Puede que no sea mucho, es verdad; pero al menos es un punto de partida para afrontar nuestro enrevesado trabalenguas.
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José Manuel Rambla es periodista.
De niños, aprendimos a vocalizar correctamente jugando a los trabalenguas. El reto consistía en repetir esas estrambóticas combinaciones de palabras, a un ritmo cada vez más rápido, hasta que la velocidad de nuestra dicción empujaba a nuestras lenguas a un error tan divertido como inevitable. “El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será”. Hoy nuestras vidas están marcadas por otro trabalenguas: “La realidad está desmaterializada. ¿Quién la materializará? El materializador que la materialice, buen materializador será”. Las nuevas tecnologías de la comunicación nos obligan a recitarlo a una velocidad vertiginosa nunca imaginada. Pero no para que nos riamos de los tropiezos de nuestra lengua y los vocablos, sino para que, absortos en el juego, no seamos conscientes de que en esas frases, aparentemente absurdas, está la clave de los retos que tenemos por delante. El reto, en suma, de la sociedad que queramos ser.