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"Dejad que ellos [los diputados] hagan las leyes. Yo haré el reglamento".
(D. Álvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones).
Algunos sectores se siguen preguntando hoy si sería necesaria y posible una nueva ley sanitaria.
Sin embargo, con una ley general de sanidad, la ley general de salud pública, las leyes de cohesión y autonomía del paciente, la de prevención de riesgos laborales, la ley del medicamento y las leyes de las comunidades y una vez asumida y consolidada la competencia de gestión en sanidad, no parecía que el problema fuese pues la falta de marco legal. Si acaso de algún desarrollo concreto, en particular de la ley de salud pública, primero elaborada y aprobada con décadas de retraso y luego sistemáticamente bloqueada por los últimos gobiernos de la derecha, pero sobre todo se trataba de la inercia hospitalocéntrica frente al papel central de la atención primaria y la salud mental comunitaria y por tanto de la necesidad de cambios de orientación del conjunto del sistema desde la atención reparadora a patologías agudas hacia la prevención, la promoción de salud, la atención a crónicos y los cuidados sociosanitarios.
Por otra parte, esta medicina predominantemente hospitalaria de las máquinas caminaba ya desde hace tiempo hacia la medicina digital y de los códigos, poniendo en solfa el modelo tradicional de atención personal y comunitaria, cosa que se ha visto muy acelerada ahora, con motivo de la pandemia del covid-19, con la atención telefónica, la telemedicina e incluso más recientemente con la nueva oferta de seguros privados de este modelo de atención.
También se notaba la insuficiencia crónica de recursos humanos y presupuestarios, así como la ausencia de una cogobernanza compartida y el desarrollo consiguiente de sus instituciones en materias tan esenciales como la planificación sanitaria, la salud pública, la formación y la investigación, las tecnologías o la evaluación sanitaria. Desde el Consejo Interterritorial del SNS al Comité de salud pública, previsto y pendiente de desarrollo en la ley del mismo nombre, a la agencia de calidad del modelo NICE británico, tantas veces planteada y al propio instituto Carlos III.
A pesar de todo, es verdad que ya entonces había propuestas de nuevas leyes generales de sanidad desde diversos ámbitos al objeto de dar una respuesta global a todos estos interrogantes. Tanto de aquellos que consideraron precipitada y sin preparación y organización previa la asunción de la sanidad por parte de las autonomías, como de quienes desde partidos nacionalistas de estas mismas comunidades y desde alguna formación política de corte confederal, que consideraban anacrónica la propia existencia del ministerio como tal, si acaso como una Secretaría de Estado, hasta los que reconociendo la modernidad en su momento de la ley Lluch, pensaban que más de treinta años de vigencia justificaban su renovación. Lo que no ha quedado claro, ni antes ni ahora, es la mayoría parlamentaria y también territorial que respaldaría tal reforma y su hipotética orientación. Sobre todo teniendo en cuenta la devaluación, cuando no la abierta hostilidad, al modelo público de sistema estatal, desarrollado por las derechas, tanto españolas como nacionalistas e independentistas en su propio ámbito de competencias.
Pero en esto llegó la pandemia, y pasamos de aplicar inicialmente una ley de medidas especiales en materia de salud pública desgajada de la ley de sanidad de 1986, a la imediata declaración forzada del estado de alarma para dar cobertura legal a la restricción de la movilidad en el confinamiento y luego, ya con la nueva normalidad, a utilizar la ley de cohesión y calidad para aprobar los sucesivos paquetes de actuaciones coordinadas, el más reciente, la estrategia nacional para el covid-19 frente a la actual segunda ola. Sin embargo, no por ello, la oposición de la derecha, y diversos sectores mediáticos y de expertos, ha dejado de echar en falta de una más específica ley de pandemias, todo ello para eludir el tabú en que han convertido para la derecha la declaración de estado de alarma. Un plan B recientemente frustrado por carencias tan importantes como su más que dudosa constitucionalidad y la de una mayoría parlamentaria que la respaldara.
Lo que sí se ha notado en esta pandemia ha sido la debilidad del actual Ministerio de Sanidad para asumir primero el liderazgo de la crisis, y en particular el llamado mando único, y la posterior dificultad de coordinación y cogobernanza ante la oposición política desde los gobiernos de las comunidades de distinto signo político. No solo por la compleja adopción de las decisiones del Consejo interterritorial o de la Conferencia de Presidentes, sino sobre todo –otra vez– por el antagonismo y la polarización política, que lejos de la colaboración ha provocado una continua cacofonía, con la consiguiente incertidumbre y desconfianza tanto de sanitarios como en general entre los ciudadanos. Un problema general nacido de la deslegitimación del resultado electoral, que se ha convertido con Trump en la marca de Caín del populismo de la extrema derecha.
También hemos ido sufriendo lo que podríamos denominar las lecciones de la pandemia. Lecciones que la oposición conservadora ha simplificado, con lugares comunes contradictorios entre sí como tan pronto la falta de previsión y la tardanza como luego la precipitación, y más adelante desde el mando único y el autoritarismo a la dejación de funciones del gobierno en las comunidades. Todo para evadirse de su responsabilidad con la realidad de una salud pública frágil y relegada a los márgenes de la política sanitaria y del conjunto del sistema sanitario. Así, se ha puesto en evidencia la red estatal de vigilancia epidemiológica, cuya modernización ha resultado fallida en 2018, el sistema de información, a pesar de los avances en los indicadores europeos, así como la debilidad de la propia comisión y las direcciones de salud pública central y autonómicas. Así, en la práctica, solo ha quedado la comisión de alertas y emergencias sanitarias y las direcciones de las autonomías y sus respectivos y magros equipos a cargo de una pandemia sin precedentes en el último siglo. Más que falta de músculo, la salud pública española carecía de red vascular y sistema nervioso, pero sobre todo no ha formado parte del cerebro de la sanidad española. La inteligencia sanitaria por excelencia, como es la salud pública, prácticamente no ha existido, ni hoy por hoy existe para nuestro Sistema Nacional de Salud.
El desarrollo reglamentario de la ley general de salud pública ha tenido que esperar casi una década para ponerse en marcha en plena pandemia con las recientes recomendaciones del dictamen de reconstrucción y su último decreto de reorganización del mes de agosto en el que se ha elevado el rango de la salud pública y donde se prevé la puesta en marcha del desarrollo reglamentario de diversos aspectos de la ley general de salud pública, así como de la digitalización.
Sin embargo, nos quedaríamos solo a medio camino si al comité, al consejo y a las estrategias de salud pública; si a los estudios y la evaluación de impacto en salud no lográsemos trascender la elaboración de informes técnicos de indudable solvencia, como también ocurre en otras agencias de salud pública como el ECDC europeo, y que por ello, a pesar de la pandemia, no obtiene más que un débil compromiso presupuestario y de personal adicionales, contenidos bajo el título exagerado de Unión Sanitaria, para asimilarlo a la unión bancaria.
Es necesario que la inteligencia que supone la salud pública esté presente en la sala de máquinas y en la dirección del Sistema Nacional de Salud. Por otra parte, es imprescindible que el salto cualitativo como servicio de inteligencia vaya acompañado de capacidades y recursos, en la línea, aunque salvando las lógicas distancias, de los del CDC estadounidense, aunque con la indudable ventaja que supone nuestra sanidad pública.
Pero lo cierto es que para responder a retos globales como lo está siendo esta pandemia, necesitamos además la cogobernanza efectiva del sistema sanitario y unos presupuestos estatales al nivel de las amenazas de una sindemia de enfermedades crónicas y de desigualdad que la pandemia del covid-19 ha puesto en evidencia y potenciado. Hoy tan solo suponen una parte ridícula del conjunto del presupuesto y que sin embargo en buena parte están destinados a la asistencia privada de las mutuas sanitarias. Toda una paradoja. En paralelo también al fortalecimiento de la autonomía, el presupuesto y el carácter ejecutivo de la OMS.
Todo esto no obsta para que la evaluación final de esta trágica pandemia pueda hacer necesario en el futuro contar con nuevas leyes, aunque hoy lo prioritario sea el desarrollo reglamentario de las vigentes en un nuevo clima político de colaboración entre administraciones, y si me apuran, entre Estados dentro de la UE y a nivel global.
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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa
"Dejad que ellos [los diputados] hagan las leyes. Yo haré el reglamento".
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