El debate sobre la amnistía nos viene ofreciendo afirmaciones singularmente impactantes para un constitucionalista de profesión acuñadas por reputados y admirados maestros iuspublicistas. De entre ellas, sirva la siguiente como ejemplo: “Las actuales Cortes Generales carecen de legitimidad para promulgar una amnistía política: a espaldas del pueblo”, sin ocupar un lugar de excepción en la pasada campaña electoral ni aparecer en la letra del programa electoral (Cruz Villalón, Constitución menguante).
Sobre la irrelevancia jurídica de los compromisos incluidos en los programas electorales en las democracias contemporáneas –cada vez más personalistas y plebiscitarias que programáticas– resulta inevitable recordar la desestimada demanda interpuesta en 1986 por Lluis Llach contra Felipe González (paradojas del destino…) por incumplir su promesa electoral de retirada de la OTAN. Difícil imaginar a lo largo de nuestra reciente historia política un compromiso electoral desatendido con mayor trascendencia e impacto social que el ejemplificado por la campaña “OTAN, de entrada, NO”. El PSOE cambió de posición, la ciudadanía le respaldó en referéndum y en 1986 renovó su mayoría absoluta. Casi cuatro décadas después nadie duda del acierto.
Existen otras muchas decisiones políticas trascendentales para nuestra sociedad que se apartaron de compromisos electorales explícitos (incrementos masivos de impuestos) o no protagonizaron ni campañas ni programas electorales previos sin que nadie cuestionara jamás su legitimidad. Sirva, por todas, la mención a las negociaciones para el fin de ETA de Gobiernos del PSOE y del PP. La legitimidad del Parlamento no descansa en un deseable debate electoral previo de sus actos sino en la culminación exitosa del iter parlamentario conforme a reglas y procedimientos. Toda ley que recorre y culmina el procedimiento legislativo goza de legitimidad democrática inapelable.
El juicio de constitucionalidad adquiere otro alcance y significado. Los actos del Poder Legislativo (¨la ley”) gozan de presunción de constitucionalidad salvo transgresión manifiesta de la Norma normarum. Esta presunción de constitucionalidad no solo significa que la ley es legítima en tanto no se pruebe lo contrario sino que, para quebrar dicha presunción, resulta indispensable probar “una clara e inequívoca colisión con la norma constitucional” (De Otto). En caso contrario, “in dubio pro legislatore", que no es sólo una exigencia de la técnica jurídica, sino también y sobre todo, una consecuencia del principio democrático” (Aragón). Así lo ha confirmado el Tribunal Constitucional a lo largo de toda nuestra historia: El legislador crea Derecho con libertad dentro del marco que la Constitución ofrece sin que quepa constreñir su libertad de disposición allí donde la Constitución no lo haga de manera inequívoca (STC 12/2021, de 13 de mayo). En definitiva, si así lo dice el TC, así lo dicta la Constitución. La ley democrática es la expresión de la voluntad popular y el poder legislativo no está bajo sospecha sino que se presume la constitucionalidad de sus actos.
Interpretar cuál es la amplitud del marco constitucional en que puede desenvolverse el legislador democrático constituye la clave para evitar la colisión entre el principio democrático y el de constitucionalidad. Fijar los límites constitucionales del legislador democrático constituye un reto mayúsculo y un problema casi irresoluble salvo cuando resulta expresa, explícita y manifiesta la vulneración constitucional. Mas allá de este restringido ámbito, ampliar la tacha de inconstitucionalidad resulta perturbador pues requiere recurrir a una hermenéutica constitucional sistemática sustentada en genéricos principios y valores cuya laxitud ampara lecturas tan vastas como angostas en función del sesgo valorativo del intérprete.
La ley democrática es la expresión de la voluntad popular y el poder legislativo no está bajo sospecha sino que se presume la constitucionalidad de sus actos
Frente a la maximización kelseniana del principio democrático (“todo lo no prohibido explícitamente está permitido”) los adoradores de la Constitución totémica practican un constitucionalismo excluyente, ajeno a su esencialidad integradora, amparando la sospecha sobre el legislador democrático y fijándole un muy exiguo perímetro. De ello, tuvimos un ejemplo inédito y sorprendente cuando el pasado año el Tribunal Constitucional decidió (6 a 5) suspender cautelarmente la tramitación en el Senado de sendas enmiendas a una proposición de ley que reformaba el sistema de elección de magistrados constitucionales (ATC 177/2022, de 19 de diciembre). El principio democrático en choque frontal con la legalidad constitucional. He aquí el quid de la cuestión.
Frente a la legión de constitucionalistas de salón que proclaman la inconstitucionalidad, incluso preventiva, de actos legislativos, los límites constitucionales del legislador los fija una jurisdicción constitucional a la que, sin duda, acechan peligros y retos de los que nos viene advirtiendo el maestro López Guerra, pero cuyas decisiones (la anterior y las que estén por venir, nos gusten más o menos, las compartamos o no) cierran el círculo de constitucionalidad. Aceptarlo es acatar la Constitución.
Durante casi cuatro décadas, la arquitectura constitucional se ajustó como un guante al sistema bipartidista imperfecto y a las amplias mayorías parlamentarias que lo acompañaban. Me atrevo a afirmar que la hermenéutica constitucional también sirvió a este fin. El intérprete constitucional –y la doctrina académica– contribuyeron a engrasar esa maquinaria confiando en un legislador bipartidista que se desenvolvía con soltura en los márgenes constitucionales establecidos. Pero esta realidad cambió en 2015. El parlamento multipartidista ha puesto de relevancia las debilidades de nuestra arquitectura constitucional evidenciándose la imperiosa necesidad de que la interpretación constitucional contribuya a la funcionalidad de este nuevo pluralismo institucional dando una respuesta respetuosa al principio democrático. Las costuras del marco constitucional lo permiten.
Casi medio siglo después de alumbrarse el régimen constitucional de 1978 y vista la incapacidad para actualizar sus hechuras mediante la reforma del Texto Fundamental, a la permanente mirada nostálgica hacia el virtuoso legislador bipartidista que no volverá no cabe oponer la Constitución como restrictiva y amenazante arma arrojadiza cernida sobre un legislador multipartidista llamado a quedarse. En la Constitución cabe tanto el legislador bipartidista como el multipartidista. No otra puede ser, hoy, una lectura constitucional adecuada y conforme con el principio democrático y todos debemos contribuir a hacerla posible. Nunca se olvide que la Constitución, lejos de ser un asfixiante corsé de la diversidad ideológica, constituye, ante todo, un marco de convivencia en libertad y pluralismo.
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Artemi Rallo Lombarte es catedrático de Derecho Constitucional y diputado.
El debate sobre la amnistía nos viene ofreciendo afirmaciones singularmente impactantes para un constitucionalista de profesión acuñadas por reputados y admirados maestros iuspublicistas. De entre ellas, sirva la siguiente como ejemplo: “Las actuales Cortes Generales carecen de legitimidad para promulgar una amnistía política: a espaldas del pueblo”, sin ocupar un lugar de excepción en la pasada campaña electoral ni aparecer en la letra del programa electoral (Cruz Villalón, Constitución menguante).