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El Medio Ambiente y la reforma de la Constitución

Eduardo Crespo de Nogueira y Greer

Aún están por perfilarse los caminos que pueda tomar la salida de la notable crisis institucional y territorial generada en torno a la cuestión de Cataluña. Sin perjuicio de ello, parece claro que una de las consecuencias o derivadas más relevantes de la situación será el inicio, a no muy largo plazo, de un proceso conducente a la reforma de la Constitución Española de 1978. El sentido y el calado de dicha reforma acabarán dependiendo de factores y pactos que hoy por hoy no pasan del esbozo; y es además previsible que surjan ideas y propuestas desde los más variados ámbitos conceptuales y temáticos, con ánimo legítimo de aprovechar la oportunidad para ver “mejor” reflejadas sus aspiraciones específicas en la norma fundamental.

En este contexto, argumentamos que existe un terreno para el que resulta objetivamente lícito y necesario reclamar cierto protagonismo, aunque haya de ser como subproducto o efecto colateral del asunto central que motivará la reforma, y cualquiera que sea su formulación final. Nos referimos al Medio Ambiente en general, y en particular a sus aspectos territoriales y ecológicos. Dos motivos principales sustentan esta convicción.

Por una parte, y por pura evolución histórica, la relevancia y repercusión de las cuestiones ambientales, tanto locales como globales, ocupan hoy ordenes de magnitud sencillamente impensables cuando se redactó el texto de 1978, que prácticamente no las menciona; y su influencia en la vida de los ciudadanos se ha multiplicado hasta hacer imprescindible su atenta consideración en el ordenamiento jurídico más básico de toda sociedad avanzada.

Por otra parte, la naturaleza esencialmente territorial de la cuestión de encaje múltiple que se pretende solucionar mediante la reforma constitucional hace inevitable tener en cuenta, en dicha reforma, las características, las necesidades y el funcionamiento de la realidad biofísica sobre la que se han de asentar las renovadas relaciones territoriales, si tienen vocación de duraderas. Asegurar la coherencia ecológica y ambiental es una exigencia inherente a cualquier propuesta de relaciones interterritoriales sostenibles.

En su actual redacción, la Constitución de 1978 limita su referencia al Medio Ambiente a lo establecido en el Artículo 45, bajo el doble prisma del derecho de disfrute y el deber de conservación. La alusión más específica aparece en el apartado 2 de dicho artículo, que determina que “los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva”.

Desde los días en que tan escueta y laxa mención se antojaba más que suficiente, han tenido lugar a nivel mundial algunos acontecimientos relevantes en este sentido. Tal vez el más conocido e influyente haya sido la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible, celebrada en Rio de Janeiro en 1992, y sus más destacados frutos para la gobernanza mundial en la materia: los Convenios sobre la Diversidad Biológica, sobre el Cambio Climático, y de Lucha contra la Desertificación. Más recientemente, y a raíz de la convicción generalizada en la Cumbre del Milenio en 2000, de que resulta realmente posible erradicar por completo la pobreza del mundo, las Naciones Unidas establecieron en enero de 2016 los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, con sus correspondientes metas reflejadas en la Agenda 2030, donde el mínimo ético y el progreso viable de la Humanidad, en términos de alimentación, salud, educación, inclusión social, equidad y paz aparecen inequívocamente ligados a logros ambientales concretos y diversos.

En palabras de Antonio Guterres, Secretario General de la ONU: “Sin un medio ambiente saludable, no podremos acabar con la pobreza ni fomentar la prosperidad. Todos tenemos una función en la protección de nuestro único hogar”.

Seguramente no es cuestión de que estos instrumentos globales aparezcan explícitamente mencionados en un futuro texto constitucional (aunque una referencia al Cambio Climático no resultaría demasiado excéntrica) pero parece inexcusable que su espíritu, sus directrices, y su capacidad de dar lugar a sociedades más viables, justas, e integradas en su entorno vital tengan reflejo en un ordenamiento principal que pretende guiar a un Estado de Derecho europeo en el siglo XXI.

Como premisa de partida, no parece descabellado pedir que el Medio Ambiente obtenga por fin la tan largamente demandada condición de “tercer pilar”, esto es, que sea tratado, en pie de igualdad con la Salud y la Educación, como fundamento irrenunciable del progreso de nuestra sociedad. El Artículo 27 de la actual Constitución Española no solo reconoce el derecho universal a la Educación, sino que establece que, bajo ciertos requisitos, los poderes públicos ayudarán a los centros docentes; y fija roles para dichos poderes, para los docentes, y para los padres de alumnos, en el seno de la comunidad educativa.

Por otra parte, la Constitución consagra el derecho a la protección de la Salud, de modo que resulta incluido entre los principios que, según el Artículo 53. 3 “informarán la legislación positiva, la práctica judicial, y la actuación de los poderes públicos”. Parece del todo pertinente que el Medio Ambiente pueda alcanzar un estatus homólogo en una Constitución actualizada; y que dicha Constitución pueda determinar que se fije por ley la presencia de los aspectos y contenidos de Medio Ambiente que deban tenerse en cuenta en los ámbitos de la Educación y la Salud, por ejemplo en lo relativo a la calidad del aire, el agua, y el suelo.

Refiriéndonos ya al reflejo netamente territorial del medio ambiente en la construcción de soluciones integradoras, no podemos ignorar la importancia de la conservación y  restauración de los ecosistemas, y de su pleno funcionamiento, como base de la cohesión territorial.

Intentar articular territorios diversos y asimétricos, sin garantizar la salud ecológica de su base, sus sistemas y conexiones, es receta de fracaso seguro a medio plazo. Insistimos en la cuestión de las conexiones naturales. La conectividad territorial y las “infraestructuras verdes” que en ella operan son elementos imprescindibles de cualquier relación sana y duradera entre territorios, y han de ser tenidas en cuenta para su desarrollo. Por los mismos motivos, la restauración y rehabilitación de ecosistemas degradados debe ser objeto de atención prioritaria.

Todo ello puede y debe verse reflejado, con visión global, en un texto constitucional propio de nuestro tiempo. La cuestión podría formularse, por ejemplo, en términos similares a estos: “Los poderes públicos velarán específicamente por la integridad de los ecosistemas, de su funcionamiento, y de sus interconexiones; procurarán la restauración de los que se hayan degradado, y colaborarán entre sí, y con los actores sociales, en el mantenimiento de un entramado ecológico sano y diverso, evitando su posible menoscabo por motivos competenciales.

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Un planteamiento más avanzado de la implicación ambiental en la reforma de la Constitución podía dar cabida, además, a referencias a muchas otras cuestiones como, por ejemplo: asegurar la consideración del medio ambiente y del cambio climático en los asuntos transfronterizos, las relaciones internacionales y la cooperación al desarrollo; reconocer la excepcional singularidad de determinados espacios y corredores naturales de significación “federal”;  o establecer la consideración jurídica propia de las otras especies animales que comparten el territorio con nosotros, e incluso la de otras realidades naturales, de suerte que la ley no pueda amparar ni enmascarar tratos degradantes, maltratos ni torturas.

Hoy por hoy, mientras en España los animales legalmente se siguen considerando meros objetos, Nueva Zelanda ha otorgado personalidad jurídica a un río amenazado. La próxima reforma de la Constitución Española, impulsada por motivos territoriales, nos brinda la oportunidad de acercarnos un poco a las antípodas. Gracias por aprovecharla. _______________

Eduardo Crespo de Nogueira y Greer es doctor ingeniero de Montes y funcionario del Estado

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