Decálogo de la auténtica revolucionaria:
- Una revolucionaria no puede tener una pareja estable, ni mucho menos cerrada…
- Una revolucionaria practica sexo libremente, sin complejos[1].
De la famosa revolución sexual de los 60, que Mayo del 68 francés expandió por Europa[2], destacaré un imperativo fundamental que afectó profundamente a las mujeres: ser revolucionaria en la España heredera del 68 francés, la España antifranquista que enterró al dictador en el 75, exigía no ser virgen.
Ser virgen era considerado burgués, reaccionario, capitalista y convencional, y la nueva ideología reivindicaba romper con todo eso y con la familia y practicar el amor libre, separar la sexualidad de las cadenas del afecto, del deseo de intimidad con el otro, de los celos y de la exclusividad sexual.
Las jóvenes y los jóvenes de aquellos años nos sumamos a la revolución con entusiasmo, creyendo que así recuperábamos lo que rezaba el título de un famoso libro que leíamos entonces, Nuestros cuerpos, nuestras vidas. Entendíamos que ser revolucionario era entregarse a un furor sexual que solo más adelante pudimos advertir que trataba de exportar y universalizar el modelo de relación sexual de la masculinidad hegemónica: sexo libre, genital, sin erotismo, seducción ni compromiso. Unas prácticas sexuales que dejaban aparte el más complicado y sutil deseo femenino, que quedó de nuevo negado.
Ya en 1997, Alicia Puleo señaló lo que hoy es una verdad incuestionable: es cierto que la revolución sexual significó el reconocimiento del derecho al placer de las mujeres, pero el carácter androcéntrico de la propuesta, de la nueva “posición de la mujer” que la revolución impuso, volvió a contrariar nuestro deseo. El sensual, en ocasiones pornográfico modelo femenino post-revolución sexual fue también, como el puritano “ángel del hogar”, una proyección del deseo masculino sobre nosotras, un deseo que ignora de nuevo lo que queremos las mujeres. Lo dice abiertamente José María Guelbenzu en El amor verdadero, donde novela la transición y lamenta aquella mezcla de sinceridad y malicia, como la llama, de los hombres de izquierdas de entonces.
“Todos nosotros, los jóvenes contestatarios del franquismo, sosteníamos el principio de las relaciones libres, lo considerábamos una conquista racional. Nunca fue sino una excusa para convencer a las chicas de que se acostasen con nosotros (pág. 307)”.
Mayo del 68 francés dejó pues una estela de sexualidad androcéntrica que llega hasta nuestros días, y las jóvenes de hoy siguen sometiéndose a los imperativos sexuales del mismo imaginario patriarcal de entonces, aceptando la tiranía de aplicaciones como Tinder, y autoimponiéndose un sexo “sin compromiso” ni afecto que niega las diferencias entre hombres y mujeres a la hora de afrontar las relaciones erótico-amorosas. Como señalan Cordelia Fine y Mark A. Elgar[3], el escarceo sexual actual culmina en el varón casi siempre en el orgasmo, mientras que en la mujer el placer sexual resulta menos probable y, a causa del doble rasero que impera aún en nuestra sociedad, estas tienen más probabilidades de que su imagen se resienta, además de correr mayor riesgo físico, comenzando por un embarazo y acabando con la agresión sexual. Todo ello según un amplio estudio sobre las estudiantes estadounidenses.
Mayo francés reconoció el derecho al placer de las mujeres, placer que ahora no está ni siquiera garantizado, pero confundió nuestro deseo –mayormente amoroso, necesitado de la intimidad del encuentro y del afecto para despertarse y satisfacerse–, con un deseo masculino más urgente y genital, desvinculado tradicionalmente del afecto y del vínculo.
Quiero insistir, sin embargo, en que ambas expresiones del deseo son construcciones patriarcales que espero que se modifiquen poco a poco; no en base a esta parodia de igualdad sexual que aquí denuncio, que condena a las mujeres a prescindir de sus necesidades erótico-afectivas, sino en una sociedad igualitaria donde sean estas necesidades de comunicación, cuidado e intimidad, las que contaminen y modifiquen las de los hombres, quienes, necesitándolas tanto como nosotras, las niegan a causa de su castradora educación sentimental.
Sin embargo, queda una cuestión inquietante por resolver: si todo esto es así, ¿por qué las jóvenes liberadas de hoy en día se someten a unas relaciones sexuales que satisfacen ese deseo masculino y no el suyo propio?, ¿por qué no ponen sobre la mesa (sobre la cama) sus propias condiciones como ya hiciera Marcela en el Quijote, rechazando el ancestral derecho del deseo de los hombres a ser correspondido:
“Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama”.
La respuesta tiene que ver de nuevo con Mayo del 68. Como entonces, las mujeres, debido a la plasticidad que caracteriza nuestra socialización, una plasticidad que facilita la adaptación al deseo del otro, vuelven a adaptarse a la ideología sexual dominante para ser “modernas”, “nada puritanas”, para no molestar a los hombres que desean y para ser deseadas por ellos. Y para conseguirlo vuelven a contrariar su deseo tal y como hicieron sus madres al someterse a los imperativos de la famosa liberación sexual.
Para las mujeres, con el ejercicio de la autocontención[4], se trata de proyectar una autoimagen que no rompa la regla implícita de no sentir más de la cuenta y antes de tiempo apego y/o afecto hacia su pareja sexual, evitando así que la otra persona –el hombre, con la fobia afectiva que lo define como tal en la masculinidad hegemónica- se asuste y la abandone. La mujer se hace la fuerte adaptándose a las aspiraciones masculinas. Una contención emocional que sirve para ajustarse a los ritmos del otro, pero que es una auto-coacción a la hora de expresar el conflicto, que implica la negación de sus necesidades y la imposibilidad de mostrar la tristeza o el enfado que aparecen al contrariar sus propias expectativas, que quedan así insatisfechas.
¿Les suena? Sí, la misma “disciplina emocional” de entonces, aunque de signo contrario, transmitida de una generación a otra. Pues la marca patriarcal impresa en nuestro cuerpo, la más poderosa, tiene que ver con esta necesidad de ser amadas que está en el origen de la sumisión y que, antes del 68, obligaba a las mujeres a someterse al ideal del puritano “ángel del hogar”; después del 68 al de ser jóvenes promiscuas y liberadas y, ahora, activas consumidoras de encuentros sexuales cuasi-pornográficos que apenas las satisfacen.
Las jóvenes actuales deberían considerar que la auténtica revolución sexual solo llegará cuando establezcan un diálogo consigo mismas que les permita afirmarse en las condiciones que consideran adecuadas para el encuentro sexual y las capacite para poder decir “NO” cuando estas condiciones no se cumplan. Esta es la revolución pendiente. [1] La primera vez que no te quiero, Lola López Mondéjar, Siruela, 2014.
[2] Quiero advertir que me ciño aquí a las relaciones heterosexuales por motivos de espacio, dejando fuera las relaciones homoeróticas o poliamorosas, que requerirían consideraciones propias.
[3] Fine, Cordelia, Elgar, Mark A. Hombres promiscuos, mujeres castas y otros mitos. Revista Investigación y ciencia, nº 494, noviembre 2017.
[4] Castrillo Bustamante, María Concepción, La incertidumbre amorosa contemporánea. Estrategias de los jóvenes, Política y Sociedad, vol. 53, Núm. 2, (2016): 443-462. https://revistas.ucm.es/index.php/POSO/article/viewFile/49369/48920
Decálogo de la auténtica revolucionaria: