Mi nombre es Simón

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Ibán García

Yo lo vi todo en aquel día, en los albores de la Natividad de Nuestro Señor. Fue allí, en la misma playa, cuando aquel hombre me contó el relato que os voy a trasladar. En la orilla, derrumbado, exhausto entre la arena y el agua del mar que le volvía a mojar con cada nuevo golpe de las olas, le recogí. Con la noche del Nacimiento ya cayendo apenas llegábamos a vislumbrarlo con nuestras antorchas y nos guiamos más por los débiles gemidos que escuchamos. Tirando de sus hombros acerté a arrastrarlo hacia el hueco resguardado del viento que había encontrado entre las rocas, donde mis ayudantes habían conseguido encender y mantener una pequeña hoguera. Habíamos seguido a esa turba de insensatos aquel día y buscamos algún signo de vida por las playas de alrededor hasta que encontramos a éste. Acurrucado junto al fuego y con la manta que le procuré sobre los hombros, poco a poco fue recobrando un tenue color de vida. Después de comer unos pedazos de pan ya era capaz de poder hablar débilmente. Allí, entre mis brazos, me contó todo aquello de lo que había sido testigo, testimonio que a partir de ahora os trasladaré tal cual lo hizo conmigo. Os ahorraré, eso sí, los titubeos y las digresiones del camino principal del relato, que nada añaden a lo que os quiero contar. Trataré también de evitaros la zafiedad del griego en el que se expresaba, que más se parecía a como deben de hablar las bestias en el idioma de Sócrates, a fe de lo desagradable que era de escuchar. A partir de aquí es él el que habla.

Mi nombre es Simón, tengo 18 años, y cuando vi a Moisés me dedicaba a traer y llevar encomiendas para los comerciantes que venden sus mercancías en la plaza principal de la ciudad. Si mi pequeña ciudad, en las faldas del Monte Ida, era bella y la mejor de Grecia, o por el contrario la peor, poco tengo con qué comparar; apenas había salido de ella en mi vida más que para ir a ver a algún pastor en las colinas más cercanas. Mi vida transcurría como cualquier otra de los que eran como yo antes de mí y de los que vendrán. Nunca tuve formación alguna, más allá de hacer lo que hacía antes que yo mi padre y el padre de mi padre antes de él. La providencia me había sido esquiva y mi esposa solo me había dado dos hijas hasta entonces, dos bocas más que alimentar, y todavía tendrían que pasar algunos años hasta que pudieran servir en alguna parte (o pudiera ser tan afortunado de casarlas). En aquel tiempo, cansado de escaseces y de hacer siempre lo mismo, me estaba planteado servir en los ejércitos del emperador y así poder servirle y con él a Nuestro Señor. Mi vida transcurría como cualquier otra de los que eran como yo antes de mí y de los que vendrán.

Todavía recuerdo la impresión que me causó Moisés cuando, seguido de toda aquella tropa de fieles, entró en la ciudad. Se encaminó hasta la misma plaza del mercado, que acabó de abarrotar con sus seguidores, y se subió a una caja que alguien le había facilitado. Entonces comenzó a hablar y con ello el mundo se paró. Solo se escuchaba su voz y toda la atención se fijaba en su porte majestuoso: su gran altura, su larga barba, el cayado que llevaba en la mano. seguido de toda aquella tropa de fieles, entró en la ciudad.

  • ¡Rebaño de Dios, el tiempo ha llegado! - tronó – Heme aquí entre vosotros y vengo a traeros Verdad y Salvación. Como la zarza ardiente me reveló todo en Egipto, Él me ha despertado aquí, en Creta. Regocijaos y seguidme, porque ya no soy Belisario nunca más, vengo a deciros que me llamo Moisés y que os guiaré a Tierra Santa atravesando el mar. A un golpe de mi báculo las aguas se separarán y caminaréis conmigo hasta Jerusalén. En la Natividad del Señor estaremos en el Gólgota y allí todo será revelado.En la Natividad del Señor estaremos en el Gólgota y allí todo será revelado.

La multitud se inflamó ante estas palabras. Allí donde miraba veía a algunos llorando, a otros orando de rodillas; otros, en pleno éxtasis, se arañaban a sí mismos o se tiraban del cabello sin parecer ser muy conscientes de lo que hacían. Vi cómo una mujer se abalanzaba a los pies de Moisés y se los cubría de besos, hasta que varias manos la arrancaban de su lado.

  • ¡Judíos y gentiles, seguidme! ¡Como el Mesías redivivo entraré en Jerusalén y ésta será el Reino de los Cielos en la tierra! ¡Seguidme y alcanzaréis La Salvación!

Dicho esto, el profeta se bajó del alto y comenzó a caminar, abriéndose la muchedumbre como el mismo Mar Rojo se abrió ante el otro Moisés en la Huida de Egipto. Yo mismo me vi inflamado en mis entrañas como nunca antes, de tal suerte que solo pude pensar en seguir a quien para mí era la personificación de todos los antiguos profetas y de los nuevos, a aquel que nos llamaba a cristianos y judíos por igual a la purificación y liberación de los Santos Lugares (de quién los habíamos de purificar y liberar es algo que en aquel momento tampoco me planteé). Como quiera que ya no pude pensar en otra cosa, me incorporé a la extraña comitiva, olvidando mujer, hijas y trabajo, solo ya pendiente de la salvación de mi alma.Como quiera que ya no pude pensar en otra cosa, me incorporé a la extraña comitiva, olvidando mujer, hijas y trabajo,

No bien terminó de hablar, Moisés continuó la marcha y todos nosotros tras él, abandonando ya la ciudad rumbo al sur, al mar. Todo lo que hicimos desde entonces fue caminar y pararnos en cada una de las poblaciones, grandes o pequeñas, que nos íbamos encontrando en el camino. En cada una de ellas, Moisés repetía más o menos el mismo parlamento que en mi ciudad, consiguiendo que nuestra masa se fuera engrosando cada vez más, al tiempo que con cada palabra nos volvía a templar los corazones a aquellos que le seguíamos. Ni siquiera recuerdo cuántas lunas caminamos hasta llegar al mar, no sentía cansancio ni hambre, tan solo necesitaba de su voz para que el simple alimento de mi alma fuera combustible suficiente para seguir andando. Éramos una muchedumbre de todo con lo que Nuestro Señor ha querido adornar la Creación: cristianos, judíos, ricos, pobres, hombres y mujeres. Nadie hablaba entre sí, solo rezaban e interpelaban al Mesías por una mirada, por un gesto. Y cuando Moisés hacía un sencillo ademán de disgusto o mostraba su disposición a quedarse solo, como cuando se paraba a dormir en el mismo suelo las escasas horas que lo hacía, enseguida Ni siquiera recuerdo cuántas lunas caminamos hasta llegar al mar,nos separábamos para darle la tranquilidad que requería.

Nunca había visto el mar y me quedé extasiado al divisarlo por primera vez. Según nos acercábamos, me iba dando cuenta de su inconmensurabilidad y de su poder, de la imposibilidad de adivinar su final. Me acerqué al final de un risco y miré hacia abajo. El mar rompía contra el acantilado con furia y el viento cada vez soplaba con más poder. Era espectacular observar cómo se iba enfadando el mar y cómo cada vez las olas eran más altas. Pese a la altura en la que nos encontrábamos, las gotas de cuando en cuando nos salpicaban, arrastradas por el viento. Apenas se divisiva ya el sol, radiante unos minutos antes, entre las nubes que lo tapaban casi por completo. Vi cómo Moisés se encaramaba al promontorio más alto y desde allí nos habló. Un trueno antecedió sus primeras palabras:

  • ¡Contemplad la magnificencia del Señor, es Él quien se nos muestra en todo su esplendor!— gritó, mientras otro trueno adornaba el final de sus primeras palabras y el viento cada vez soplaba con más violencia ¡¡Truena, retumba Señor con todo tu poder!! A continuación este rebaño será testigo de cómo con un golpe de mi cayado todo se calmará y el mar se abrirá para que caminemos en pos de la tierra de Israel. ¡Alabado seas!
  • ¡¡¡¡¡¡ALABADO!!!!! rugió la multitud tras él.

Tras esto el profeta se irguió mirando al mar, levantó su báculo con ambas manos y lo dejó caer con fuerza sobre la roca.

  • ¡Que el mar se abra! ordenó.

Nada ocurrió, si acaso el aullar del viento se hizo más fuerte mientras Moisés permanecía, estatuario, en la misma pose que en la que se había quedado al ordenar al agua abrir camino. El tiempo iba pasando, y el silencio en el que todos esperábamos alguna novedad se hacía ya incómodo. Comenzaron a escucharse murmullos; no bien empezaron, el Profeta se dio la vuelta hacia nosotros y con cara desencajada nos gritó:

  • ¡Callad impíos, debo hablar con Dios y saber lo que sucede! 

Sonó otro trueno y nuestro guía se arrodilló, mirando otra vez al mar, agarrándose la cabeza con las manos y haciendo de sí un ovillo. Comenzamos a oírle musitar una extraña salmodia.

Estuvo así durante algunos minutos y nosotros callados mientras lo hacía. Por fin se levantó y nos habló de nuevo:

  • El Señor no está seguro de vuestra fe. Debemos mostrarle que creemos en Él y que nuestra fe es más fuerte que nuestro miedo. Voy a bajar de aquí, me voy a dirigir a ese promontorio y desde allí saltaré. Los que estéis seguros de vuestra fe me seguiréis y si esta es suficientemente pura a los ojos de Él, un ejército de ángeles hará segura nuestra caída, depositándonos en el camino que se abrirá entre las aguas. ¿Tenéis verdadera fe en mí y en Él? – preguntó, señalándonos con el brazo y su dedo índice extendidos.
  • ¡¡¡TENGO FE!!!!! – acerté a unir mi voz a los cientos, los miles, que respondían afirmativamente a Moisés.

Cumpliendo lo dicho y caminando despacio, Moisés se dirigió al lugar señalado.

  • ¡Alabado sea! - dijo, y saltó.

Sus seguidores nos atropellamos unos a otros para llegar antes al acantilado. El aullar del viento prácticamente ahogaba los gritos de los saltadores cuando se precipitaban al vacío, unos encomendándose al altísimo y otros de puro pánico. Cuando al fin llegué al risco, haciéndome hueco a empellones entre la muchedumbre, tuve un momento de vacilación y miré por unos segundos hacia lo que veía debajo. viento prácticamente ahogaba los gritos de los saltadores

Un vacío de muchos metros separaba la superficie en la que me hallaba del mar. Éste, lejos de haberse abierto de ninguna manera, golpeaba embravecido los acantilados y engullía a cada uno de los que se iban sumergiendo en él. Algunos de los saltadores se precipitaban directamente hacia los salientes de las rocas para, rebotando, caer igualmente al agua. No puede reflexionar mucho más sobre lo que veía porque al punto una mujer se precipitó sobre mí y ambos caímos al mar. Volver hacia atrás ya no era una opción, la superior voluntad del rebaño había tomado una decisión y ningún becerro se iba a escapar de la líquida ara sacrificial.engullía a cada uno de los que se iban sumergiendo en élla superior voluntad del rebaño había tomado una decisión y ningún becerro se iba a escapar

Me sumergí en las oscuras aguas y mi voluntad no hizo amago de luchar por la vida, el mar era tan nuevo para mí que ni siquiera hubiera sabido qué más hacer que dejarme ir. Abrí los ojos y vi algunos pataleando, otros simplemente hundiéndose y ni rastro de ese camino que directamente llevaba a Jerusalén. Simplemente me seguí hundiendo y traté de no abrir la boca para no tragar agua.ni rastro de ese camino que directamente llevaba a Jerusalén.

Un fuerte fogonazo, que me cegó, lo cambió todo. Al volver a abrir los ojos se me mostró una escena, que yo no acierto a comprender. Ya no había mar, ya no había yo, solo aquella revelación que describiré.

Vi cómo montones de hombres y mujeres con extraños ropajes, se movían por un enorme lugar, lleno de luces. Algunos de ellos llevaban las mismas ropas, hombres y mujeres (¡algunas de ellas pantalones!) y actuaban como mercaderes, vendiendo inidentificables mercancías y envolviéndolas en papel de múltiples colores. Sonaba en mi cabeza un enorme ruido de muchas personas hablando a la vez y, por encima de todo, una canción ensordecedora que repetía la palabra “Navidad” sin cesar. Hice por cerrar los ojos ante tamaño portento visual, sin duda una añagaza del diablo que me trataba de confundir los sentidos ante mi tránsito de la vida a la muerte. una canción ensordecedora que repetía la palabra “Navidad” sin cesar.

Otro fogonazo y ya no recuerdo nada más hasta hallarme en la arena, salpicado una y otra vez por las olas. Mis fuerzas me habían abandonado e, incapaz de articular palabra, ya no pude hacer otra cosa que gemir esperando esta vez sí el final. Hasta que usted me encontró.

Aquel pobre diablo, no bien acabó de contarme su historia expiró en mis brazos. Aquel extremo no me hizo sino comprender que su divino destino había sido cumplido al punto.

Yo, Simón de Constantinopla, doy fe de que todo lo que relato es tan cierto como que el agua nos moja o que la Tierra es el centro del Universo; tan cierto como mi inmensa fe en Nuestro Señor, la misma que percibí en aquel que me contó toda esa increíble historia. No hay prueba más concluyente que un testimonio que se exhorta desde el fondo del alma, ni prueba que pueda controvertir el testimonio de la revelación. Es desde este convencimiento, que supera cualquier atisbo de incredulidad, que me decido a contar lo que SÉ QUE PASÓ, por inexplicable que sea y por más que no pueda entender cuál es su significado.

Demasiado tiempo he callado y ahora, terminando el invierno de mi vida, me decido a hablar. No necesitaré yo introducir mis dedos entre las llagas del Salvador, porque si hasta ahora no me decidí a dejar testimonio de todo aquello fue por miedo, miedo por la burla que de mí se hará, y ello ha ido acumulando vergüenza sobre mis hombros hasta hacerme la carga demasiado pesada. Como miembro de la misma Iglesia que exigió el sacrificio terrible de Pedro, Bartolomé o Sebastián, pequeña carga es que mi nombre sea pronunciado con chanza por las generaciones que vengan, o ser considerado un loco. Que de venerado doctor me convierta en un charlatán, dependerá también de la fuerza de la fe de quienes me lean en el porvenir; y a ellos les digo que aquel que la tenga más firme, no acertará sino a igualar la fuerza de mi propia creencia en La Verdad.

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Ibán García es eurodiputado socialista.

Yo lo vi todo en aquel día, en los albores de la Natividad de Nuestro Señor. Fue allí, en la misma playa, cuando aquel hombre me contó el relato que os voy a trasladar. En la orilla, derrumbado, exhausto entre la arena y el agua del mar que le volvía a mojar con cada nuevo golpe de las olas, le recogí. Con la noche del Nacimiento ya cayendo apenas llegábamos a vislumbrarlo con nuestras antorchas y nos guiamos más por los débiles gemidos que escuchamos. Tirando de sus hombros acerté a arrastrarlo hacia el hueco resguardado del viento que había encontrado entre las rocas, donde mis ayudantes habían conseguido encender y mantener una pequeña hoguera. Habíamos seguido a esa turba de insensatos aquel día y buscamos algún signo de vida por las playas de alrededor hasta que encontramos a éste. Acurrucado junto al fuego y con la manta que le procuré sobre los hombros, poco a poco fue recobrando un tenue color de vida. Después de comer unos pedazos de pan ya era capaz de poder hablar débilmente. Allí, entre mis brazos, me contó todo aquello de lo que había sido testigo, testimonio que a partir de ahora os trasladaré tal cual lo hizo conmigo. Os ahorraré, eso sí, los titubeos y las digresiones del camino principal del relato, que nada añaden a lo que os quiero contar. Trataré también de evitaros la zafiedad del griego en el que se expresaba, que más se parecía a como deben de hablar las bestias en el idioma de Sócrates, a fe de lo desagradable que era de escuchar. A partir de aquí es él el que habla.

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