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Lo que pasa en Nicaragua

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Daniel Rodríguez Moya

La Revolución Sandinista, que derrocó a la saga familiar de los Somoza en Nicaragua en julio de 1979, cumplirá el próximo año cuatro décadas. Fue el último sueño revolucionario perdido, la última esperanza que se fue por el sumidero de la historia. Tuvo muchos logros, es cierto, pero hoy la nostalgia de aquellas ilusiones es el mayor de sus fracasos.

No fue fácil construir un país esquilmado por la dictadura en medio de un conflicto disfrazado de guerra civil en plena Guerra Fría. Pero al sandinismo la estocada de muerte no se la dio la CIA. Se la dio la codicia de algunos de sus comandantes, especialmente Daniel Ortega Saavedra. Cuando el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990 frente a la Unión Nacional Opositora de Violeta Chamorro —el mayor logro del Frente Sandinista fue ser capaces de llevar al país a unas elecciones democráticas— se produjo el fenómeno conocido como la piñata. Como si de ese juego infantil se tratase, con la excusa de que el Frente Sandinista de Liberación Nacional no podía quedarse en la oposición sin recursos, altos cuadros de la organización se repartieron propiedades, la mayoría expropiadas.

Ese fue el momento del gran cisma en el FSLN, cuando muchos de sus militantes y líderes vieron con horror el espectáculo y no pudieron soportar éticamente esa enorme traición a los principios. Daniel Ortega se fue afianzando como líder supremo de las cenizas que quedaron del FSLN y fue construyendo una organización en la que los ideales revolucionarios de sus comienzos sólo eran una música, cada vez más desafinada, con las viejas consignas. Pasaron 16 años de gobiernos neoliberales en Nicaragua y Ortega, poco a poco, a través de pactos asombrosos con la oposición, fue ganando fuerza y logró tras facilitar con sus votos la liberación del presidente del Partido Liberal Arnoldo Alemán, condenado a 20 años de cárcel por corrupción, que el porcentaje para ser elegido presidente del país se redujera al 35% que, calculaba, necesitaba para volver al poder. En 2006 se alzó con la presidencia del gobierno. Y gracias a pucherazos electorales denunciados por organismos internacionales lo ha seguido haciendo hasta ahora violando la propia constitución que impide que una misma persona esté al frente del país más de dos mandatos. Lo que estos días estamos viendo en la prensa, las revueltas de miles de nicaragüenses, no es más que el resultado de casi 12 años de deriva autoritaria alimentada por la generosidad del petróleo venezolano, con el que Ortega se ha hecho multimillonario.

No es la bajada de las pensiones lo que ha provocado que los jóvenes salgan a las calles. Eso solamente ha sido la chispa. Es más de una década de un Gobierno que ya ni siquiera se preocupa de maquillar sus formas dictatoriales y antidemocráticas. La mano de Ortega se ha manchado estos días con la sangre de al menos treinta compatriotas, la mayoría estudiantes y algún periodista. La mano de Ortega pero, sobre todo, la ensortijada mano de Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta todopoderosa, un personaje que parece sacado de una novela de realismo mágico con sus amuletos y supersticiones, con sus árboles de la vida metálicos, máquinas de consumir energía eléctrica con los que ha llenado Nicaragua, como si de un extraño sortilegio se tratase para conjurar a quién sabe qué demonios para perpetuarse en el poder.

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Los jóvenes son los que han dicho basta ante la obscena censura en los medios de comunicación que Ortega ha ido comprando, literalmente, en todos estos años y poniendo a su familia al frente. Han dicho basta al enriquecimiento salvaje y corrupto de la familia presidencial mientras que el país sigue siendo el más pobre de América Latina tras Haití y los salarios y las pensiones no llegan ni para asegurarse los frijoles cada día. Han dicho basta a la venta de Nicaragua a un empresario chino para que destruya uno de los ecosistemas más maravillosos del planeta construyendo un canal interoceánico para competir con el de Panamá. Han dicho basta a la ilegalización de los partidos políticos que podían suponer alguna amenaza, como el Movimiento Renovador Sandinista que fundara en 1995 el Premio Cervantes de Literatura Sergio Ramírez. Han dicho basta a la dictadura. Y por eso los están matando.

Hace algunos años mi amigo Antonio Caballos invitó al padre jesuita Fernando Cardenal para que ofreciera una charla en Granada. Cardenal (hermano del poeta Ernesto) lideró en 1980 la Cruzada Nacional de Alfabetización en Nicaragua, un milagro sandinista que supuso reducir el analfabetismo mayoritario a unos porcentajes mínimos. Como tantos otros sandinistas estaba horrorizado con la deriva del FSLN. Tuve la suerte de entrevistarle entonces y me dio un titular maravilloso: “Los jóvenes nicaragüenses volverán a las calles para hacer historia”. Ese titular circuló por las redes y luego se convirtió en un grafiti que se repitió por las calles de Managua. Cuánto siento que Fernando no haya podido ver lo que ahora comienza, lo que él profetizó.

Los nicaragüenses son como sus volcanes. Pasan tranquilos años, décadas, incluso siglos. Pero un día, cuando menos se puede esperar, entran en erupción. Daniel Ortega pide ahora diálogo. Tal vez ha recordado qué pasó hace casi 40 años en Nicaragua. Pero los muertos no pueden dialogar, dicen los jóvenes a los que les han matado a 30 de los suyos. Mucho me temo que está empezando otra revolución. ___________Daniel Rodríguez Moya es periodista, poeta y doctor en Educación con una tesis sobre la revolución sandinista.

La Revolución Sandinista, que derrocó a la saga familiar de los Somoza en Nicaragua en julio de 1979, cumplirá el próximo año cuatro décadas. Fue el último sueño revolucionario perdido, la última esperanza que se fue por el sumidero de la historia. Tuvo muchos logros, es cierto, pero hoy la nostalgia de aquellas ilusiones es el mayor de sus fracasos.

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