Let us have peace (“Tengamos paz”)
Epitafio en la tumba de Ulysses S. Grant
Durante la guerra civil norteamericana los dos bandos tenían tan clara su superioridad sobre el enemigo que durante toda la contienda los demócratas mantuvieron la capital en Washington y los esclavistas en Richmond. Apenas 105 millas separaban las dos capitales, vulnerables por lo tanto en función de cualquier contratiempo en el campo de batalla. De hecho, más de una vez los confederales estuvieron a las puertas de Washington, poniendo en peligro la supervivencia de las autoridades federales.
El análisis histórico tiene la ventaja de escribirse a posteriori, con lo cual siempre se ahonda en la argumentación ajustada al resultado. Eso genera una visión "científica" del análisis justificativa e impecable. Todo encaja. Pero no deberíamos hacernos trampas a nosotros mismos. Más de una vez los resultados de una contienda política acaban de una forma, pero podían perfectamente acabar de forma contraria. La guerra de secesión es sin duda la primera guerra (contemporánea) justa, pues Lincoln supo imprimir a una guerra que tenía su base en las contradicciones de los diferentes modelos productivos del Norte y del Sur, un ideal humanista y ético, al sumar la lucha por la libertad y la dignidad de las personas (democracia y derechos humanos); pero esa guerra perfectamente la pudieron perder en diferentes momentos los federales.
Además, la democracia es el mejor sistema político para la armonización de las sociedades, pero un sistema donde las contradicciones se vuelven debilidades en caso de un conflicto contra un adversario que se mueve fuera de las reglas de las mismas.
Durante los primeros años de la contienda al frente de los ejércitos de la Unión estaba George B. McClellan. Sus simpatías por las demandas sureñas y sus posiciones de anteponer una negociación con el Sur —que hubiera mantenido el statu quo vigente— a la victoria alargaron innecesariamente la guerra y pusieron en más de una dificultad a la administración de Lincoln. Tras su relevo, y aun en pleno conflicto, se enfrentó en las presidenciales contra Lincoln en 1864. Nunca se sabrá qué hubiera pasado en caso de que el candidato McClellan hubiera ganado aquellas elecciones, pero podemos imaginarlo.
Casi 80 años después, en Europa, los lideres británicos y franceses pactaban con Hitler y Mussolini la modificación de fronteras en Europa con el “Tratado de Múnich”. La excusa era la misma que habían defendido durante el conflicto americano McClellan y una buena parte de los congresistas: la necesidad de ceder para evitar el conflicto y así alcanzar la paz.
Chamberlain y Daladier, que ya se pusieran de perfil frente a la intervención italiana y alemana en el conflicto español, pensaban que cediendo Los Sudetes al III Reich se saciaba el apetito de Hitler.
Al presidente de Checoslovaquia Edvar Benes, al que ni tan siquiera se le dejó entrar en la reunión en la que troceaban su país, Chamberlain le llego a recriminar su actitud —de dignidad nacional— con la sentencia “los derechos de Checoslovaquia sobre Los Sudetes no pueden poner en peligro la paz”. Menos de un año después, Checoslovaquia era invadida por los ejércitos del III Reich y el mayor holocausto contemporáneo estaba en marcha.
El "pacifista" Chamberlain, no contento, siguió conspirando para llegar a un acuerdo con el totalitarismo alemán, boicoteó el gobierno de Churchill e incluso estuvo a punto de promover una moción de censura contra el primer ministro británico que, en caso de triunfar, nunca sabríamos cómo habría cambiado el curso de la II guerra mundial, pero podemos imaginarlo.
Unos años después, a finales de 1944, cuando la II Guerra Mundial avanzaba hacia su fin, Churchill y Stalin —a espaldas de Roosevelt, ocupado en revalidar su cargo en las elecciones presidenciales americanas— llegaron a un acuerdo, donde se repartieron las áreas de influencia posteriores a la guerra, en el Mediterráneo Oriental y en la región de los Balcanes.
Dicho acuerdo fue una ignominia para los pueblos del Sur de Europa, dejaba claro los intereses expansionistas de Rusia, aseguraba un papel hegemónico de Reino Unido en el nuevo orden internacional y simbolizaba una forma de hacer política marcada por la raposería de líderes carentes de ética —Roosevelt resultó ser el líder más honrado que se embarcó en aquella guerra—, la falta de transparencia y la ausencia de control cívico y democrático.
El acuerdo de la noche del 9 de octubre de 1944 en Moscú, plasmado sobre un trozo de papel que Stalin decidió conservar, fue desmentido por británicos y rusos durante años hasta que en 1972 salió a la luz con la desclasificación de informes reservados británicos.
Putin es lo peor de los dos mundos: la injusticia del capitalismo y el totalitarismo del estalinismo
Un año después la “Conferencia de Yalta” ratificó, con un Roosevelt enfermo, el reparto del mundo por zonas hegemónicas que sirvió para asentar la idea de la soberanía limitada aplicada por Moscú hasta la llegada de Gorvachov.
Putin lleva tiempo intentando reconstruir el mundo salido de la “Conferencia de Yalta”, desaparecido con la caída del muro de Berlín, tal como indica la investigadora Carmen Claudín.
Algunos amigos de la izquierda deberían dejar de ensoñar con el fantasma de la URSS, pues la Rusia actual solo se parece a la URSS en la conculcación de derechos civiles (incluso con la eliminación física de sus opositores). Putin es lo peor de los dos mundos: la injusticia del capitalismo y el totalitarismo del estalinismo.
Para el régimen ruso los enemigos de Rusia o agentes extranjeros van desde una asociación contra la violencia de género hasta un cineclub, pasando por los colectivos LGTBI. En su mundo, re-visitación de Yalta, no es permisible que los ciudadanos ucranianos, búlgaros o bielorrusos puedan elegir libremente a sus gobernantes, si estos no aceptan estar bajo la influencia neocolonial del antiguo imperio. En 20 años Putin ha masacrado Chechenia, invadido Georgia (creando países —Abjasia y Osetia del Sur— solamente reconocidos por Rusia) y Bielorrusia manteniendo gobiernos títeres y ha participado para mantener a Al-Ásad en Siria, convirtiendo un inicial conflicto civil en uno armado.
La gente de paz en general, y los pacifistas en particular, deberían recordar que la paz es la meta y que el pacifismo no es un fin en sí mismo, sino una estrategia y un compromiso ético, vacío de contenido si se desliga de los ideales de libertad y justicia, de democracia y derechos humanos.
Cualquier iniciativa que persiga reconducir la actual situación prebélica hacia la paz siempre será deseable, pero el anhelo pacifista no puede aceptar la modificación de las actuales fronteras nacionales sin contar con las autoridades y el pueblo concernido, a costa de calmar las pretensiones hegemónicas de una gran potencia con régimen totalitario, tal como hicieron en su día Chamberlain o Daladier para saciar el apetito de Hitler (“Tratado de Múnich”). Mucho menos aceptar una nueva partición de áreas de influencia mundiales y recuperar la idea, ya abandonada, de la soberanía limitada de terceros países (“Conferencia de Yalta”).
No debemos olvidar las enseñanzas históricas que nos advierten de que al arrodillarte frente al tirano no aseguras la paz sino la expansión de su "constructo" totalitario.
Las democracias tienen ante sí múltiples peligros, algunos fruto de su incapacidad de integración de nuevos sectores y demandas interiores, y algunos exteriores del surgimiento de los nuevos totalitarismos tecnológicos; pero los demócratas no deben perder la perspectiva de que su modelo es vulnerable en caso de conflicto, pues sus reglas de juego permiten al enemigo la intervención política, mientras que en el otro lado de la trinchera se produce, ahí sí, una eliminación sistemática del adversario.
En un mundo cada vez más complejo, lo primero que deben hacer pacifistas y demócratas es saber en qué lado de la trinchera se está. Muchas veces la sensación es que la mayoría de los sectores progresistas no saben bien cuál es su lugar.
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Xoán Hermida es historiador y doctor en gestión pública. Analista político, director del Foro OBenComún
Let us have peace (“Tengamos paz”)