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La suma de incidencias preocupa. Acabamos de presenciar un nuevo desencuentro institucional. Esta vez, entre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Congreso de los Diputados. La causa es conocida: la petición reiterada del CGPJ al Congreso para que cumpla con algo a lo que éste no está jurídicamente obligado: solicitarle informe antes de tramitar una iniciativa parlamentaria de reforma la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). La primera vez podía entenderse como la expresión velada y hasta comprensible de cierto malestar. La segunda, constituye una inquietante desatención al Congreso y a los ciudadanos a los que representa. En el plano institucional, el roce no siempre hace el cariño.
No exagero. Un proyecto de ley de reforma de la LOPJ obliga al Gobierno a recabar el informe del CGPJ para que, una vez remitido por conducto de su Presidente (y no de cualquier otro modo), sea, en su caso, considerado por los miembros de las Cortes Generales en su tramitación. Pero, en democracia, no puede imponerse a los representantes del pueblo lo que deben o no deben valorar en el proceso de elaboración de una ley. Tan razonable es exigírselo al Gobierno, como irrazonable demandárselo al Congreso. Sin libertad del legislador no hay estado de derecho. Por eso, la obligación del Gobierno nace para salvaguardar un derecho de las Cortes y no para satisfacer un interés del CGPJ.
Con la excepción de Italia, Portugal y España, el resto de los países democráticos carecen de una institución equiparable al CGPJ y, sin embargo, no por ello los jueces del Reino Unido, Francia, Alemania, los Estados Unidos, Holanda, Suecia o Canadá son menos independientes que los españoles o los italianos. El CGPJ es una figura prescindible en un estado de derecho (STC 108/1986, fj. 7º) y de difícil encaje institucional porque, sin ser poder judicial, habla como si lo fuese. La confusión que genera su sola existencia es su principal enemigo. Con todo, puede desempeñar una estimable función de garante adicional: arropar a quienes ejercen la jurisdicción frente a eventuales presiones externas procedentes de la política, de los medios de comunicación e, incluso, de la ciudanía.
Ahora bien, esa función no es conmutativa. El CGPJ no está constitucionalmente autorizado para interferir en la libertad del legislador, ni para decirle a las Cortes cómo ha de ser la Ley Orgánica del Poder Judicial. Cuando lo hace o parece hacerlo, no sólo erosiona con su roce el estado de derecho, sino que separa la tierra que sustenta sus pies. Quien, a sabiendas de que carece de base legal, hace ademanes de exigencia al órgano de representación del pueblo, pierde la credibilidad necesaria para después defender a los jueces frente a injerencias ajenas. Degasta su ya débil razón de ser.
Ver másDefensa del Parlamento frente al populismo
A mi juicio, sería institucionalmente conveniente que la ley contemplara que toda iniciativa de reforma de la LOPJ, con independencia de su origen (gubernamental o parlamentario), fuera previamente informada por el CGPJ. Tan conveniente como que un CGPJ en funciones actúe en coherencia con esa situación y se abstenga de adoptar determinadas decisiones. Pero, más allá de esa apreciación subjetiva, importa no olvidar que, con arreglo a nuestra Constitución, solo el Parlamento puede convertir lo conveniente en una obligación legal. A eso se le llama democracia.
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Francisco Caamaño es Catedrático de Derecho Constitucional y Exministro de Justicia.
La suma de incidencias preocupa. Acabamos de presenciar un nuevo desencuentro institucional. Esta vez, entre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Congreso de los Diputados. La causa es conocida: la petición reiterada del CGPJ al Congreso para que cumpla con algo a lo que éste no está jurídicamente obligado: solicitarle informe antes de tramitar una iniciativa parlamentaria de reforma la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). La primera vez podía entenderse como la expresión velada y hasta comprensible de cierto malestar. La segunda, constituye una inquietante desatención al Congreso y a los ciudadanos a los que representa. En el plano institucional, el roce no siempre hace el cariño.
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