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Salvemos, otra vez, Doñana

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Nacho Molina

El 18 de marzo de 1990 miles de andaluzas y andaluces participamos de la Marcha por Doñana con una pancarta en cabecera que decía “Salvemos Doñana”, convocada por las organizaciones ecologistas para denunciar el macroproyecto urbanístico —Costa Doñana— que pretendía arrasar el inmenso parque dunar en la costa de nuestra joya ambiental. Y no era para menos, la propuesta incluía edificar y urbanizar para 32.000 plazas turísticas; entre hoteles y urbanizaciones, campos de golf, deportes acuáticos… una superficie de 2.850.000 m2 a pie de playa.

Su declaración como Parque nacional, con las medidas de protección que eso implica, así como las exigencias que desde la UNESCO, UICM y RAMSAR nos conminan a no poner en peligro la existencia de ese tesoro ecológico que durante miles de años ha sobrevivido pacíficamente, se vienen incumpliendo reiteradamente. Recién está (2021) la Sentencia del TJUE que ha condenado a este país por las “extracciones desmesuradas de agua subterránea” para destinarlas a los plásticos de los frutos rojos.

En aquel marzo de 1990 más de tres millones de andaluzas y andaluces, de hoy, aún no habían nacido.

Aquella batalla política y social contra ese atentado se ganó por la presión popular. Pero no ha sido el único envite que ha soportado Doñana. Desde las amenazas constantes de la carretera Cádiz-Huelva por la costa, las perforaciones e inyecciones de gas en depósitos subterráneos, el fracking, el intento recurrente del dragado del Guadalquivir —lo que provocaría la salinización de la marisma, un desastre total— y como no teníamos bastante, los mil pozos ilegales que la perforan para llevarse el agua del acuífero a la fresa, a pesar de la evidencia cierta de la desecación paulatina de la marisma,  y que van a ser amnistiados gracias a la propuesta de ley que va a regularizar de un plumazo todas esas hectáreas ilegales que se han ido surtiendo de los robos de agua con total impunidad. Made in PP/CS/VOX… ¿PSOE?.

El águila real, el lince ibérico, y cientos de especies protegidas más, no entienden de política. Entienden de naturaleza, supervivencia y hábitat. Si nos cargamos eso, se extinguirán

No, no fue Costa Doñana la única amenaza, ni la primera. También hubo un antes, no mucho antes, pero antes, y lo cuenta divinamente Jorge Molina en su libro “Doñana: todo era nuevo y salvaje” cuando retrata los tiempos de aquel territorio, en los cuarenta, duro, apenas poblado, y cómo logró salvarse, in extremis, de la voracidad del arroz y el eucalipto a manos, ora de valencianos, ora de andaluces, que solo veían a corto plazo.

En 1940 más de ocho millones de andaluzas y andaluces, de hoy, aún no habían nacido.

Doñana lleva ahí miles de años, y desde que estamos cercándola los homínidos, en apenas unas décadas, tres o cuatro generaciones, está en peligro. El águila real, el lince ibérico, y cientos de especies protegidas más, no entienden de política. Entienden de naturaleza, supervivencia y hábitat. Si nos cargamos eso, se extinguirán. 

Durante miles de años los seres vivos han respetado, convivido y cuidado Doñana. Hasta que hace ochenta años empezaron los hombres a no respetarla. Todos esos que están alardeando en redes de que “hay agua de sobra”, “tenemos derecho a trabajar”, “nos quieren arruinar” y que se hacen videos con banderitas de España, son parte de esas generaciones, tres o cuatro, que no son capaces de ver más allá del cristal de su 4x4. No perciben nada más que su cuenta corriente, incapaces de entender del frágil equilibrio de marisma, duna, pinar y playa, y de todo lo que sobrevive ahí dentro. Más de los de la mirada corta, muy corta.

A nosotros y nosotras también nos ha tocado vivirlo, y no podemos dar la espalda a Doñana. Mi compañera Teresa Rodríguez encabeza la delegación que enviaremos a Bruselas en los próximos días a mantener un encuentro con el Parlamento Europeo y poner en conocimiento de la UE la enésima agresión que pone en peligro nuestra tierra; y no cualquier trozo precisamente.

Cuando acabó la manifestación de 1990, y se apaciguaron los ánimos con los 300 parroquianos que se habían apostado a la entrada de Matalascañas para increparnos, compartimos un rato de playa, bocadillos y café. Y durante un par de horas tuve la ocasión de conocer y charlar con Ian Gibson, que había leído el manifiesto de la Marcha, mientras hacíamos tiempo antes de su partida para Sevilla a coger el tren. Yo, un joven mozo idealista, él un hispanista irlandés ya consagrado y enamorado de esta tierra y profundo conocedor de nuestra idiosincrasia; entonces, en medio de ese café, y mirando para el sitio desde donde nos habían apedreado el centenar de almonteños, nos dijo algo que me quedó para siempre:

—¿Saben Vds. por qué esta gente defiende el proyecto de urbanizar?  Y sin esperar respuesta continuó: porque no conocen Doñana. Ahí solo entran la Guardia Civil y el presidente del gobierno cuando viene de vacaciones. Si la gente de Almonte, de Moguer, de Palos, sus niñas y niños, sus gentes, conociesen el parque, serían los primeros en defenderla. De momento solo es el sitio de vacaciones de Felipe González.

Salvemos, otra vez, Doñana.

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Nacho Molina es diputado de Adelante Andalucía en el Parlamento andaluz

El 18 de marzo de 1990 miles de andaluzas y andaluces participamos de la Marcha por Doñana con una pancarta en cabecera que decía “Salvemos Doñana”, convocada por las organizaciones ecologistas para denunciar el macroproyecto urbanístico —Costa Doñana— que pretendía arrasar el inmenso parque dunar en la costa de nuestra joya ambiental. Y no era para menos, la propuesta incluía edificar y urbanizar para 32.000 plazas turísticas; entre hoteles y urbanizaciones, campos de golf, deportes acuáticos… una superficie de 2.850.000 m2 a pie de playa.

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