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Tíbet: el silencio ante 60 años de exilio y genocidio

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Jose Elías Esteve | Javier de Lucas

El Tíbet, el techo del mundotecho del mundo, es un país que alberga una de las más antiguas culturas que conocemos y cuya historia como pueblo se remonta al siglo VII. En 1907, un Tratado entre China, Rusia y el Reino Unido atribuyó a China la soberanía del Tíbet. En 1911 y hasta 1950, el líder religioso del Tíbet lo declaró país independiente, con un régimen muy próximo a la teocracia, que contó con la firme adhesión del pueblo tibetano. En 1950, el Ejército Popular de Liberación (EPL) chino ocupó el Tíbet, pero mantuvo un gobierno tibetano propio, hasta la rebelión de 10 de marzo de 1959, fecha clave para la historia reciente de este pueblo.

 

Se cumplen hoy 60 años de ese levantamiento nacional del pueblo tibetano frente a las fuerzas de ocupación chinas, que finalizó con una orden del Consejo de Estado Chino que ordenaba la disolución del gobierno tibetano, que había intentado coexistir con la presencia del Ejército de Liberación Popular en el país. Sofocado de modo brutal, el décimocuarto Dalai Lama y buena parte de sus fieles se vieron obligados a partir al exilio. Al pasar la frontera india, emitió la célebre Declaración de Tezpur, en la que acusaba a China de ocupar militarmente el Tíbet. De forma inmediata, el primer ministro de la India, Nehru, no sólo dispuso de todos los medios para acoger a los miles de refugiados tibetanos que escapaban por los altos pasos del Himalaya, sino que permitió el establecimiento en la localidad de Dharamsala, de un Gobierno Tibetano en el Exilio. Mao no perdonaría esta injerencia india en "sus asuntos internos" y, meses después, estallaría una guerra fronteriza entre las dos potencias asiáticas. Desde entonces, ni el Dalai Lama ni los tibetanos huidos han podido regresar a su país y reunirse con sus familias, ni mucho menos ha quedado resuelta la disputa fronteriza chino-india. Es más, esta enemistad a cuenta del Tíbet, años después, provocó que Pekín contribuyera a que Pakistán se convirtiera en una potencia nuclear. Todo lo cual no solo ha enconado más las ya deterioradas relaciones indo-pakistaníes, sino que todo enfrentamiento en Cachemira, como el que se vive estas últimas semanas, hace planear la sombra de la amenaza atómica.

Desde 1959, la única autoridad en el Tíbet pasó a ser la del EPL, con el establecimiento de Comités de Control Militar en todas las ciudades y aldeas. El resultado directo de la represión armada en el distrito central del Tíbet en los primeros meses de la nueva "administración" impuesta por una ley marcial fue la muerte de más de 87.000 tibetanos, según un informe del propio servicio de inteligencia del propio ejército chino. Pero, sobre todo, la represión desatada el 10 de marzo, al margen de transformar la geopolítica regional sembrando una permanente amenaza a la paz y seguridad internacionales, supuso el inicio de uno de los genocidios más olvidados del siglo XX. Bajo la supervisión directa del primer ministro, Zhou Enlai, se consideró que el levantamiento del pueblo tibetano constituía "crímenes monstruosos", que amenazaban la unidad del país y que la tarea prioritaria en esos momentos en Tíbet era la de "limpiarlo de todos los rebeldes", que engañan a la población con supersticiones religiosas. Para tal propósito se creó la Comandancia Militar para el Tíbet que, sólo en tres días, provocó la matanza de diez a quince mil tibetanos en la capital, Lhasa. Ese mismo año la Comisión Internacional de Juristas publicó un informe en el que argumentaba que se estaba cometiendo un genocidio nacional y religioso contra el pueblo tibetano. El problema no pasó desapercibido a la Asamblea General de la ONU, en cuyos debates por vez primera se acusó formalmente a un país de estar cometiendo este crimen. Aquella sesión finalizó con la resolución 1723 (XVI) de 20 de diciembre de 1961, que reconocía el derecho de autodeterminación del pueblo tibetano, el cual continúa siendo papel mojado e ignorado por toda la comunidad internacional.

Pues bien, hoy, en este 60 aniversario de la masacre, por si alguien albergaba dudas, se ha publicado un informe de Freedom House que sitúa al Tíbet como el "territorio menos libre" entre 195 países examinados, sólo por delante de Siria, con una puntación de 1 sobre 100. La última medida, la nueva "muralla china", es la prohibición de entrada al Tíbet para cualquier turista o periodista durante los meses de febrero y marzo.

Pese a la incesante propaganda del régimen de Pekín, lo cierto es que éste no puede acreditar los supuestos "avances sin precedentes" que han beneficiado al pueblo tibetano en este ya largo medio siglo. En efecto, desde hace décadas, otra realidad se sobrepone a la oficial con tanta resistencia e intensidad que debe silenciarse o, llegado el caso, reprimirse. Cada 10 de marzo los miembros del Politburó en Pekín temen que el pueblo tibetano vuelva a reivindicar los derechos que les son propios, como se manifestó de forma notable en el 2008.

Pero, claro está, la China maoísta a las puertas de su Revolución Cultural no es la China actual, en la que convive formalmente la ideología y el gobierno único del Partido Comunista con un sistema capitalista salvaje que interesa mantener y alimentar a los Estados occidentales y sobre todo a sus grandes corporaciones. Hoy, los postulados de la real-politik parecen imponer inexorables consecuencias que conducen al olvido de lo que tiene todos los elementos para ser considerada una causa justa.

En efecto, ese pragmatismo explica el crucial giro diplomático emprendido por el gobierno español de Rajoy que, en línea con lo ya adelantado por el Gobierno de Zapatero respecto a Israel, reformó la jurisdicción universal para archivar el caso del genocidio del pueblo tibetano ante las exigencias diplomáticas de Pekín. El Gobierno socialista del presidente Sánchez, con la firme decisión de la ministra de Justicia, pretendió recuperar esa jurisdicción universal pero finalmente volvió a imponerse la real-politik a través de la Asesoría Jurídica del ministerio de Asuntos Exteriores, que se opuso a recuperar esa misma justicia universal mientras desplegaba la alfombra roja en el Palacio Real al presidente Xi Jinping. Para cerrar el círculo, esta misma semana el Tribunal Constitucional ha acabado de sepultar la esperanza de justicia, denegando el amparo a las víctimas tibetanas y sellando así el círculo de la impunidad. Una vez más, las vías pacíficas ajustadas al Derecho Internacional y a los Derechos Humanos han perdido una nueva partida ante la cada vez más indiscutible hegemonía de los mercados.

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Y, sin embargo, la lucha por los derechos debe continuar: así lo manifestarán las protestas pacíficas del 10 de marzo que se despliegan en ciudades de todo el planeta. No olvidemos esta causa que arrastra masivas violaciones de derechos humanos y la imposición de genocidio y exilio. Ciertamente, como lo muestra la del pueblo palestino, no es el único ejemplo, pero sí parece el más olvidado. Free Tibet!

  * Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía política y Director del Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València, del que es fundador.

* Jose Elías Esteve es profesor titular de Derecho Internacional y autor del libro El Tíbet: la frustración de un Estado.

El Tíbet, el techo del mundotecho del mundo, es un país que alberga una de las más antiguas culturas que conocemos y cuya historia como pueblo se remonta al siglo VII. En 1907, un Tratado entre China, Rusia y el Reino Unido atribuyó a China la soberanía del Tíbet. En 1911 y hasta 1950, el líder religioso del Tíbet lo declaró país independiente, con un régimen muy próximo a la teocracia, que contó con la firme adhesión del pueblo tibetano. En 1950, el Ejército Popular de Liberación (EPL) chino ocupó el Tíbet, pero mantuvo un gobierno tibetano propio, hasta la rebelión de 10 de marzo de 1959, fecha clave para la historia reciente de este pueblo.

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