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Verdugos e impunidades: contra la tortura ayer y hoy

Fotografía de archivo (20/11/1981), del expolicía de la Brigada Político Social del franquismo Antonio Fernández Pacheco, Billy el Niño.

Javier Tébar Hurtado

Este jueves se conoció la noticia del fallecimiento de Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño por su pasado profesional como miembro de la policía franquista. Me parece un error presentarlo como “el monstruo muerto”. Este individuo podría considerarse, en todo caso, uno de entre los verdugos impunes con los que comparte protagonismo. Es cierto que el personaje es particularmente recordado por los miembros de la resistencia ordinaria frente a la dictadura del general Franco, por cuanto mostró extraordinaria saña y sadismo en vulnerar los derechos humanos y combatir los valores democráticos para defender la pervivencia del Régimen.

“¿Describir lo que me hicieron y dijeron? Sería imposible, eso no se puede comunicar, no se puede transmitir lo que era... Yo sentía que me volvía loca y deseaba morir, se lo decía a gritos, que me mataran de una vez, pero que acabaran” (María del Pilar, trabajadora y estudiante).

“Las uñas me las arrancaron (...) Te daban en las manos. Las manos estaban hinchadas. Los pies hinchados. ¡Y así, horas! Toda la noche, prácticamente. La cabeza sobre la pared, el cuerpo retirado un poco para que te apoyes y las esposas atrás. ¡Y venga! ¡Y venga! ¡Y venga! Y esa era la tortura” (Francisco, obrero de la construcción y militante de CCOO).

“Em deien que anirien a buscar als meus pares. Sabien que el meu pare havia estat del POUM, que havia anat a la guerra a defensar la República, que havia sigut voluntari. Coneixien tota la meva vida […] Les tortures psicològiques a vegades em feien més mal que quan em picaven” (Maria Teresa, trabajadora).

“Me impresionaba mucho el oír cómo torturaban a otros compañeros, sobre todo en Barcelona, los gritos, los golpes… También me daba nauseas lo que decían sobre el sexo, que me meterían una pistola por el coño, que me darían patadas, para inutilizarme como mujer; ver la forma tan baja de interrogar... Durante más de un mes no pude dormir recordando aquella situación” (Trinidad, trabajadora).

Estos son algunos de los testimonios recogidos en la exposición Esto fue lo que me pasó/Això em va passar, acogida el otoño de 2016 por El Born, Centre de Cultura i Memòria de Barcelona, de la que fui comisario junto con César Lorenzo y Jordi Mir. Habían pasado casi cuatro décadas del final de la dictadura y era la primera exposición histórica que abordaba este asunto. Argumentábamos que el franquismo siempre equiparó el orden público y la defensa del orden político-social con la represión. La violencia política organizada por el Estado fue un fenómeno estructural. Formaba parte de su propia naturaleza desde sus orígenes en la Guerra Civil y perduró durante la etapa final, incluso durante los años de la transición a la democracia en España.

La práctica de la tortura, que fue una expresión más de esa violencia, nunca fue legal, pero tampoco existió un marco de garantías que permitiera su investigación y su prevención. Los funcionarios policiales, en particular los miembros de las Brigadas Regionales de Información policial, configurada como la policía política de la dictadura, hicieron un uso sistemático e impune de las torturas contra los miembros de la oposición política y sindical. Estas actuaciones fueron llevadas a cabo bajo la cobertura del orden gubernativo provincial y regional. La violencia policial y las torturas fueron un componente sistémico de la dictadura. Es erróneo históricamente delimitarlo a la responsabilidad de uno o de varios individuos, por mucho que se presenten como monstruos por sus comportamientos. Es dejar fuera de foco lo que la filósofa Hannah Arendt denominó la “banalidad del mal”, la lógica de su rutinización y la asunción de su necesidad. Al tiempo que reduce en exceso unas responsabilidades que fueron penales, pero también políticas.

Uno de los pocos periodistas que, ya en democracia, hacía referencia a este pasado incómodo fue Manuel Vázquez Montalbán. Militante antifranquista y miembro del Partit Socialista Unificat de Catalunya, Montalbán publicó una columna en 1985 con motivo del fallecimiento del ex-comisario Antonio Juan Creix, uno de los perpetradores de aquellas torturas junto a Roberto Conesa, Saturnino Yagüe, Genuino Navales y el propio González Pacheco, entre muchos otros. El periodista reflexionaba sobre el significado de la desaparición de escena de protagonistas que formaban parte de la historia de la infamia, al mismo tiempo que recordaba algo que hoy precisamente cabría recordar de nuevo:

"La Reforma había absuelto a los dueños de los Creix, ¿hubiera sido justo perseguir a los criados? Martín Villa me dijo en cierta ocasión que la oposición se atrevía a pedirle las cabezas de la policía política, pero no las de militares e intelectuales cómplices de un mismo estado de cosas. Al fin y al cabo, algunos militares se habían prestado a oficiantes de represiones jurídicas y un buen puñado de intelectuales puso aquella barbarie en endecasílabos. Pero no utilizaron las manos para romper el alma y el cuerpo de los reconstructores de la razón: anarquistas, comunistas, socialistas, nacionalistas que conservarán mientras vivan en su memoria el recuerdo de todos los profesionales de la humillación" (El País, 28-3-1985).

La pervivencia de la impunidad ha sido a menudo negada o simplemente expulsada del discurso público. El reconocimiento político pero también social de las experiencias de torturas y malos tratos policiales vividas por militantes antifranquistas ha sido muy escaso. Desde el punto de vista cultural, su análisis histórico o bien su representación artística han sido con frecuencia menospreciados, cuando no presentados por la corrección política como una fuente de conflicto que era necesario eludir. La persistencia del “entierro” del pasado es una paradoja en un país lleno de fosas comunes. Si el pasado es una dimensión del presente, los actos impunes de ese pasado se nos presentan como un vacío ético en el presente. Si la tortura fue una realidad estructural de la dictadura ¿la pervivencia en el tiempo de su impunidad se debe aceptar como un fruto amargo de nuestra democracia? Si fuera así: ¿Cuáles son los valores políticos que sustentan esta democracia? Desde un punto de vista ético y de responsabilidad, parece razonable que no debiéramos aceptar que aquello intolerable de ayer termine siendo olvidado hoy.

Pensamiento en exilio

Pensamiento en exilio

La codificación de una particular "cultura del consenso" cerró durante los años de la transición política la posibilidad de revisar nuestra relación con el pasado dictatorial. Esto responde a una forma de concebir la democracia como un punto de llegada. Pero este es un proceso nunca del todo finalizado, un espacio por construir y por ensanchar de forma continuada. La democracia no era ni es inevitable, vive avances y retrocesos, es el resultado de las acciones de las personas que construyen una ética democrática de los cambios. Este fue el compromiso adquirido por las mujeres y hombres que fueron objeto de una vulneración de sus derechos por negarse a aceptar la condición de súbditos, porque aspiraron y lucharon entre otras cosas por conseguir los derechos de ciudadanía. Una conquista de la que incluso se beneficiaron victimarios como es el caso de González Pacheco, quien ha muerto gozando de una condición que combatió. Fue a partir de ese compromiso ético, pero también político, cómo se forjaron las libertades democráticas en este país. El mensaje la mayoría de los que fueron perseguidos por la violencia institucional franquista es nítido y sería ya el momento de creerlo, de atenderlo, porque lo que reivindican es que no se les niegue “aquello que les pasó” y que forma parte su experiencia vital. Para esto es necesario el compromiso con la Justicia, la Verdad y la Reparación. Los protagonistas hoy como ayer tendrían que ser ellos.

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Javier Tébar Hurtado es profesor de Historia de la Universidad de Barcelona.

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