Vox nunca quiso gobernar

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Santi Rivero

La clave de toda esta telenovela no es por qué Vox ha dejado los gobiernos autonómicos en los que participaba con el PP, sino por qué el PP le regaló esos asientos en un momento tan complicado para Europa por el ascenso de la ultraderecha racista y homófoba.

La palabra guerra cultural entró en nuestro vocabulario con la llegada de la ultraderecha a las instituciones. Siempre le digo a Vox en la Asamblea que a ellos no les preocupa ni la economía ni el bienestar de la ciudadanía. Su programa se resume en tres enemigos a batir: las personas LGTBI, las personas migrantes y racializadas y el feminismo. Ésta es la guerra cultural que llevan librando años y que no es exclusiva de España, ya que la formación de Abascal no es más que la marca cañí de un movimiento a nivel internacional auspiciado desde hace años por los poderosos pensaderos republicanos más ultras que tienen sede en Estados Unidos.

Cuando el Partido Popular abrió la puerta a los ultras de varias instituciones autonómicas y locales en España, Vox no se esperaba que muchas de las soflamas y proclamas que llevaban vomitando fervientemente elección tras elección, iban a quedar en un cajón. Y no porque el PP no les diera manga ancha para que hicieran y deshicieran censurando libros, prohibiendo películas o retirando todos los símbolos y políticas feministas y LGTBI allí donde tuvieron capacidad. No lo consiguieron porque, afortunadamente, su ideología del odio no tiene cabida ni en nuestra Constitución ni en nuestro ordenamiento jurídico. Mientras sigamos teniendo un gobierno central que blinde las políticas de igualdad, de diversidad y contra el racismo, Vox no va a poder desplegar su nacional catolicismo de tiktok.

Ha sido Vox quien ha tenido que abandonar al PP y no el PP el que ha expulsado a VOX para imponer un cordón sanitario

Y es que, en realidad, Vox nunca quiso gobernar. Y no lo digo por la ya extinta vicepresidencia sin funciones del Gobierno de Castilla y León, sino porque es complicado mantener un nivel dialéctico y político de odio y confrontación y a la vez tener que tragarte políticas que como institución no te queda más remedio que aplicar, si no quieres incumplir la ley y prevaricar.

La irrupción del expulsado por la ultraderecha alemana Alvise hizo que Vox cambiara de estrategia. Abascal vio cómo el partido de la ardilla se quedaba con la segunda posición según el CIS entre los votantes de 18 a 24 años, con un discurso y unos planteamientos que, pese a que sólo pretende la inmunidad por sus innumerables causas judiciales, caló entre el electorado masculino de mediana edad y se hizo un hueco a través de las redes sociales entre el electorado más joven.

Y lo más importante, ¿cómo queda el PP con toda esta situación?

Aunque los de Feijóo intenten aprovechar la inestabilidad en la que queden la mayoría de sus gobiernos para presentarse como moderados, lo cierto es que nunca lo fueron. Y no es que yo haga alarde de la palabra moderación, porque creo que en la política, como en la vida, a veces es necesario tomar decisiones contundentes frente a situaciones complicadas.

Si el PP de Feijóo se pareciese más a la CDU alemana que al partido del excéntrico Milei, tomaría varias decisiones. La primera, expulsar de los más de 100 gobiernos locales a los concejales de Vox que intentan imponer desde su minoritaria visión carca y casposa del mundo una moral a todas y a todos. Pero no lo van a hacer. No lo harán porque ha sido Vox quien ha tenido que abandonar al PP y no el PP el que ha expulsado a Vox para imponer un cordón sanitario a quienes, desde dentro del sistema, pretenden torpedear todos los principios constitucionales y democráticos. No lo harán porque el padre está cómodo con el hijo, aunque a veces el hijo sea un poco rebelde y molesto. Y no lo harán porque saben que, a pesar de este volantazo táctico de la ultraderecha, seguirán pactando en la mayoría de los parlamentos la asfixia de los servicios públicos y los recortes en derechos y libertades.

Y no lo harán porque Ayuso no se lo permitirá. Estos días ironizaba en X preguntando si Ayuso había roto ya su pacto con el PP en Madrid. Y es que, aunque en su momento pudo parecer una política simpática por aquello de las cañas, la realidad es que Ayuso ha ido degenerando hacia un tono y un contenido cada vez más irrespetuoso, insultante, ultra y casposo. De esa mujer que pretendían pintar de moderna e independiente queda ya relativamente poco. Miguel Ángel la ha convertido en una persona que proyecta frialdad, cálculo y desinterés por lo que les pasa a los que peor lo tienen en el territorio que ella gobierna. Y la intención de Ayuso (y de Miguel Ángel) no es un viaje al centro (como nos hizo creer que haría Aznar en los 90), es un viaje a la ultraderecha, que cada día transita de manera más profunda. ¿Y por qué ese viaje? Porque aspira a comerse a Vox, de ahí su enfrentamiento con Monasterio pleno tras pleno y la proliferación de políticas ultras en una de las regiones más progresistas socialmente de España.

En conclusión. Vox intentando recuperar un espacio perdido por un hijo cabreado, el PP sigue sin hacer cordón sanitario a Vox en todas las instituciones que siguen gobernando y Ayuso sigue jugando a ser Ayuso. Cada día más irrespetuosa, faltona y sin ningún tipo de límite moral para conseguir lo que desde hace tanto tiempo ansía Miguel Angel: el Palacio de la Moncloa.

Pero algo me dice que en la vida, como en la política, hay sueños que jamás se cumplen. 

Santi Rivero es diputado del PSOE de la Asamblea de Madrid.

La clave de toda esta telenovela no es por qué Vox ha dejado los gobiernos autonómicos en los que participaba con el PP, sino por qué el PP le regaló esos asientos en un momento tan complicado para Europa por el ascenso de la ultraderecha racista y homófoba.

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