Tomar la voz para que el “cuñao” cambie de bando
La cercanía del candidato es la gran obsesión del jefe de campaña cuando llega la cita electoral. El político debe ser conocido y reconocido, transmitir seguridad y empatía, mostrarse próximo, muy próximo, tanto como para ser capaz de despertar complicidades. Esta búsqueda es, en realidad, un fenómeno político relativamente nuevo ya que tradicionalmente los gobernantes han marcado distancias con sus gobernados. Así se presentaban como elegidos divinos frente a los mortales o se envolvían en boatos como las monarquías absolutas para deslumbrar a sus súbditos. Incluso en las democracias liberales el político solía presentarse hasta bien entrado el siglo XX encaramado a un atril, entonando discursos con voz engolada y gestos teatrales; remarcando, en suma, la distancia del poder. Aún hoy resuenan reminiscencia de esa artificiosidad con la que el poder se dirige al populacho: “Españoles, nos llena de orgullo…”
La cercanía entonces era cosa de la izquierda; no porque la buscara sino porque la vivía. Una de sus plasmaciones más fructíferas se vivieron en España entre los años 50 y 70, aunque el adanismo imperante suela olvidarlo. Fue también la experiencia más acabada de esa combinación del trabajo institucional y la lucha en la calle, de la que hoy suele teorizarse más que practicarse. Lo político se encarnaba aquí en el compañero del taller o la fábrica, en la vecina. Miles de militantes antifranquista, la mayoría comunistas, lograban así, de forma natural, esta simbiosis que no era más que una vida compartida en el dolor y las esperanzas, en el trabajo y las aceras. Aquel audaz experimento tuvo un nombre: las Comisiones Obreras. Cuando el franquismo se quiso dar cuenta la organización clandestina controlaba ya las mismas instituciones -el Sindicato Vertical y los jurados de empresa- que el régimen había creado para controlar el malestar de unos trabajadores desdibujados como “productores”. Entonces trató de frenarlo con el Proceso 1001, pero era ya demasiado tarde. Porque hay que recordarle a los más jóvenes, y a no pocos mayores, que para aquellos militantes no había puertas giratorias a consejos de administración sino descargas eléctricas y torturas en los interrogatorios, cárcel y no pocas veces muerte.
Por el contrario, para el poder y los respetables políticos conservadores la cercanía era secundaria; lo que no quiere decir que no les importara. En su caso, preferían practicarla de forma delegada, según las circunstancias, en el cacique, el cura, el falangista, el guardia civil, el policía o el chivato. Su función era recordar a los súbditos la necesidad de respetar el orden; en última instancia, se trataba de aprovechar la cercanía para convencer, a menudo con métodos expeditivos, de la conveniencia de aceptar, respetar y guardar las distancias que los poderosos marcaban.
Todo esto cambió con la irrupción de los medios de comunicación de masas. La aparición del cine fue una fase de transición. El cinematógrafo captaba la imagen del político y la proyectaba a millones de personas. Eso sí en una sala oscura a donde el espectador acudía ritualmente en grupo. Allí gobernantes y políticos se se exhibían desde la pantalla en los noticiarios que precedían a las películas. Se producía así un doble fenómeno: por un lado, el encuentro entre gobernantes y gobernados; por otro, la mezcla de lo político y el espectáculo, algo bien conocido desde el Barroco, pero que el cine multiplicaba en la sociedad de masas.
El siguiente hito llegó de la mano de la radio. Con ella, el político no solo llegaba hasta el ciudadano, sino que se metía en su casa, irrumpía en su cotidianidad. Franklin D. Roosevelt fue el primero en adentrarse por este terreno de la comunicación política. Y muy pronto fue consciente de que el discurso grandilocuente del estadista tradicional era inapropiado para colarse en un hogar ajeno. El 3 de abril de 1929 cambió de registro, renunció a las palabras grandilocuentes y se dirigió a los ciudadanos con un tono “natural”, informal, cercano. El éxito fue fulminante. Desde entonces, la cercanía se convirtió en un valor político. Y su cotización se disparará el 19 de septiembre de 1936. Ese día, unas breves imágenes de las campañas de Roosevelt y Alf Landon en su pugna por la presidencia de Estados Unidos, llegaban en directo hasta New Jersey, Connecticut y Nueva York y eran contempladas en los pocos hogares que disponían de un nuevo y extraño aparato, la televisión. Aquel suceso cambiará la política.
Sumar tiene sentido a partir de la cercanía; pero de una cercanía estratégica, no táctica. Una proximidad política que abrace los problemas y las esperanzas de la gente común para avanzar colectivamente, no como mero ejercicio de marketing
Desde entonces la comunicación política ha hecho de la imagen y la cercanía su obsesión. Especialmente entre una izquierda que, a diferencia de las opciones conservadoras, está huérfana del aparato mediático que acerque hasta los ciudadanos a sus líderes, sus discursos y propuestas. Lo hemos visto en esta campaña donde Pedro Sánchez, en su afán por contrarrestar el influjo negativo del “sanchismo”, no ha dudado en adentrarse en los territorios hostiles de Ana Rosa Quintana o Pablo Motos para para proyectar la imagen de un político humano, sensible, en última instancia, cercano. Por el contrario, otro referente político incuestionable, Pablo Iglesias considera que la búsqueda de un hueco en los medios realmente existentes es una batalla perdida. Por ello aboga por medios propios, sin temor al riesgo de que puedan convertirse en meros púlpitos dirigidos a los más fieles: Canal Red.
Sin embargo, tal vez por una excesiva lectura de los textos de McLuhan y los analistas semióticos, la izquierda ha relativizado otro fenómeno mucho más gramsciano que ha revolucionado la comunicación política, tanto o más que la televisión o las redes sociales. Peor aún, en un gesto de soberbia intelectual, e incluso clasismo, se ha mofado de él, lo ha convertido en un simple chiste pese a su papel clave para la hegemonía cultural de la derecha y la ultraderecha. Me refiero, claro está, al cuñao, ese personaje ridiculizado, aparentemente ignorante, simple, pero que monopoliza las conversaciones familiares. El cuñao se suma así a la vieja lista de intermediarios que velaban por los intereses del poder. Pero con una diferencia sustancial: si el cacique, el cura o el guardia civi actuaban desde la periferia del poder, el cuñao lo hace desde la proximidad más absoluta de sus iguales. En cierto modo, la derecha aprendió la lección del éxito comunicativo de sindicalistas y comunistas en la clandestinidad, esa conjunción entre Radio Pirenaica y el boca a boca entre compañeros. Por eso, el gran problema de la izquierda no es tanto que no tenga medios afines, como que se esté quedando sin cuñaos cómplices.
Posiblemente quien más consciente es de esta carencia sea Yolanda Díaz, tal vez porque si el proyecto de Sumar tiene algún sentido es a partir de la cercanía; pero de una cercanía estratégica, no táctica. Una proximidad política que abrace los problemas y las esperanzas de la gente común para avanzar colectivamente, no como mero ejercicio de marketing electoral. Por eso, frente al avance mediático conservador, la vicepresidenta ha optado, por convicción, realismo y también, porqué no admitirlo, por necesidad, por afrontar el auténtico reto de la izquierda española: movilizar a la cuñá, y al hermano, y a la tía, y a la tendera, y al maestro, y al barrendero del barrio; y a la enfermera, al electricista, a la estudiante, al fontanero, a la limpiadora doméstica, a la librera. Lograr que todos ellos dejen de callar frente a los disparates del cuñao, los Hormigueros o Tik-tok. Que tomen la voz y el voto. El domingo sabremos si lo ha conseguido. Aunque, pase lo que pase el 23J, el objetivo seguirá vigente: para cambiar este país habrá que esforzarse para que el cuñao cambie de bando.
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José Manuel Rambla es periodista.