La crisis global de los últimos años, que ha sacudido con particular violencia al sur de Europa, ha producido un renacer del viejo ideal del iberismo, doctrina que, desde hace más de dos siglos, postula la unión política de España y Portugal. Partidos paniberistas de ambos países de reciente fundación –el Movemento Partido Ibérico creado en Portugal en 2013 y el Partido Ibérico Íber registrado en España en 2014– celebraron una reunión conjunta el pasado mes de octubre en la que propugnan una comunidad de naciones en la península ibérica. La llamada Declaración de Lisboa, aprobada en dicha cumbre, fundamenta las razones de la unión de los tres estados peninsulares actuales: Portugal, España y Andorra.
Asentado en una tradición histórica indiscutible, el iberismo surgió con fuerza a finales del siglo XIX en pleno apogeo de los movimientos de unificación nacional en otras partes de Europa, significativamente en Italia y Alemania. Desde entonces, asociado fundamentalmente con el republicanismo progresista, ha conocido épocas de retraimiento y de revitalización en las que se han propuesto distintas fórmulas para realizar el proyecto de una Iberia unida. Modalidades de unión que van desde la unificación monárquica nacional del diplomático español Mas y Sanz a la federación republicana ibérica del presidente republicano español Pi i Margall, pasando por la integración de naciones soberanas del presidente portugués Teófilo Braga y la confederación de repúblicas ibéricas del presidente de la Generalitat de Cataluña Francesc Macià.
El iberismo cuenta con unos sólidos fundamentos culturales. Personalidades insignes de ambos países han defendido que, dada la fraternidad natural de españoles y portugueses, la unificación debía ser un objetivo consecuente e irrenunciable. Una extensa lista de notables en la que cabe citar, por ejemplo, en Portugal, el general reformista Latino Cohelo, el historiador Oliveira Martins, el primer ministro Costa Cabral, el escritor Fernando Pessoa o el premio Nobel de Literatura José Saramago; y en España, el político liberal Juan Álvarez Mendizábal, el general Juan Prim, el presidente Emilio Castelar, el poeta Joan Maragall o el rector Miguel de Unamuno.
El iberismo del siglo XXI, sin negar las profundas raíces históricas en que se asienta, está centrado principalmente en resaltar la conveniencia política, económica y social de una eventual unión. En efecto, sin pretender imponer una fusión de nacionalidades, un proyecto que sería a todas luces inviable en este momento por el gran rechazo que genera en naciones tan consolidadas, el iberismo se propone como punto de partida intensificar el ámbito de cooperación bilateral, emprender nuevos proyectos conjuntos y coordinar la acción exterior de ambos países.
La exploración de la senda del iberismo, lejos de ser una muestra de aventurerismo político o de nostalgia voluntarista de un pasado lejano superado por la historia, está respaldada ya por los resultados, de significativa y creciente aceptación de la idea, que vienen ofreciendo sistemáticamente las encuestas realizadas en los últimos años en el marco de trabajos académicos de diversas instituciones, tales como los institutos El Cano y Camões, o las universidades de Coímbra, Extremadura o Salamanca. Una media de estos estudios indica que aproximadamente el 60% de los portugueses y el 40% de los españoles apoyan en primera instancia la unión política ibérica. Unos resultados demoscópicos que adquieren mayor valor si se considera la ausencia casi total del debate sobre el iberismo en la agenda política.
La mencionada Declaración de Lisboa, después de destacar la raigambre histórica del iberismo, defiende un iberismo plurinacional que respete la autonomía de las comunidades nacionales existentes y que esté basado en la defensa de los derechos humanos y del estado de bienestar con el objetivo último de que esta doctrina ibérica se convierta en el medio plazo en una corriente ideológica transversal y hegemónica en las respectivas sociedades nacionales. La declaración se articula en dos grandes ámbitos: las ventajas internas de la unificación y los efectos externos también ventajosos en que podría traducirse la unión de intereses.
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La integración del territorio ibérico, una fase superior de la actual cooperación transfronteriza, permite esperar una mejora de la vida de los ciudadanos por la acumulación de recursos, el reparto de cargas, la eliminación de duplicidades en los servicios públicos y la potenciación de sinergias en múltiples campos: seguridad social, espacio radioeléctrico, bancos centrales, competiciones deportivas, titulaciones académicas, infraestructuras, etc. El impacto de las ayudas estructurales comunitarias ha contribuido a cerrar la brecha en el desarrollo de ambos países allanando así el camino de la integración. Ningún ámbito debería quedar fuera de esta potencial unificación, incluso aquellos estratégicos como la seguridad y la defensa.
En el ámbito externo, la integración económica y política supondría un incremento del Producto Interior Bruto conjunto aumentando el peso relativo del espacio ibérico en el concierto de los países de la Unión Europea y, por tanto, obteniendo una mayor capacidad de negociación con las instituciones financieras y de política sectorial comunitarias. La proyección americana, africana y asiática del mundo ibérico –una iberofonía integrada por 750 millones de personas–otorgaría al universo ibérico un peso político global considerable. El nuevo pacto ibérico serviría de base para la articulación gubernamental de este espacio mundial.
Durante muchos años el iberismo ha sido acallado por los intereses oligárquicos nacionales o la interferencia de potencias extranjeras. Cuatro décadas después de la recuperación de la democracia en la Península Ibérica y tres del retorno de nuestros países a Europa podría ser un tiempo óptimo para plantear una unificación –en cualquiera de las fórmulas disponibles– que, como muestran los estudios demoscópicos, contaría previsiblemente con el asentimiento de una gran mayoría de la ciudadanía. En tiempos de incertidumbre, fragmentación política y tensiones separatistas, el horizonte de la unión ibérica podría contribuir a facilitar una reforma territorial global con planteamientos de inclusión y mutuo reconocimiento, sustituyendo el recelo al uso por la fraternidad, solidaridad y prosperidad de una patria grande.
La crisis global de los últimos años, que ha sacudido con particular violencia al sur de Europa, ha producido un renacer del viejo ideal del iberismo, doctrina que, desde hace más de dos siglos, postula la unión política de España y Portugal. Partidos paniberistas de ambos países de reciente fundación –el Movemento Partido Ibérico creado en Portugal en 2013 y el Partido Ibérico Íber registrado en España en 2014– celebraron una reunión conjunta el pasado mes de octubre en la que propugnan una comunidad de naciones en la península ibérica. La llamada Declaración de Lisboa, aprobada en dicha cumbre, fundamenta las razones de la unión de los tres estados peninsulares actuales: Portugal, España y Andorra.