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En estos tiempos de crisis sanitaria, económica y social provocada por la pandemia, parece que el mundo se ha detenido y el resto de crisis y conflictos ya no existen. Las consecuencias globales y los estragos económicos causados por el coronavirus son transversales y trastocan todo y a todos. Sumemos a la pandemia la atención –sobredimensionada, a mi juicio– de los medios de comunicación a las últimas semanas de la campaña electoral norteamericana y a su ruidoso y enmarañado procedimiento de votación y recuento, y nos encontramos con que se pueden estar hurtando a la opinión pública otros asuntos que nos conciernen y que siguen su rumbo con menos control mediático porque el foco informativo se encuentra en otra parte.
Hablemos de algo que, aunque no sea tan prioritario como la crisis sanitaria, también nos afecta. El debate sobre la cohesión y la utilidad de la OTAN no han dejado de incrementarse en los últimos años provocado por una sucesión de eventos que van desde la aparición del Brexit hasta la más reciente crisis provocada por Turquía en el flanco oriental de la Alianza, pasando por la llegada a la presidencia de los EEUU de Donald Trump y la intromisión rusa en occidente con campañas de desinformación.
El compromiso político (no vinculante) adquirido en la Cumbre de Gales de 2014 de alcanzar al menos el 2% del PIB como contribución de los países miembros (30 en la actualidad tras la incorporación de Montenegro y Macedonia del Norte) está demostrando ser un fracaso con el paso de los años, pues sólo ocho países, de los que únicamente son grandes potencias los Estados Unidos y Reino Unido, sobrepasan ese porcentaje. Los otros seis lo hacen con un gran esfuerzo por razones obvias: Polonia, Rumanía y los tres países bálticos por la vecindad rusa y Grecia por sus históricas malas relaciones con el vecino turco.
Las últimas estadísticas publicadas por la OTAN, que arrojan unos aumentos considerables en el esfuerzo presupuestario de los más reticentes, no son más que una ilusión óptica. Analizando de cerca los datos (como lo ha hecho Bruxelles2), Francia se coloca ya en el 2,11% y otros países se acercan a esa barra, como Alemania e Italia, situando al conjunto de los países europeos muy cerca de ese deseado 2%, pero lo que realmente está detrás de esa aparente mejora es el desplome del PIB en toda la zona como consecuencia de la pandemia del covid 19. Las próximas estadísticas, cuando se recupere algo la economía, nos devolverán probablemente a la realidad del esfuerzo contributivo nacional a la Alianza.
Pero lo que más afecta a la cohesión aliada es el comportamiento de la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, un verso suelto que, añorando el imperio otomano, ha emprendido la tarea de expandir su influencia en el Mediterráneo oriental, no dudando en hacer una incursión en la región siria de Idlib para atacar obsesivamente al pueblo kurdo o en hacer exploraciones en aguas griegas y chipriotas en busca de hidrocarburos.
Por parte de la Unión Europea, ya en la última cumbre de primeros del pasado octubre, Erdogan fue emplazado a detener dichas actividades en aguas que no le pertenecen y muy probablemente en la cumbre de diciembre se hablará de posibles sanciones (veremos hasta qué punto la UE está dispuesta a tensar la cuerda con un país que tiene la sartén de la migración por el mango).
Añadamos al fuego la leña empapada de gasolina que ha supuesto la reciente respuesta destemplada del mandatario turco al presidente Macron (“necesita una terapia de atención mental”) por su reacción ante el terrible asesinato de un profesor de instituto cerca de París y de tres personas más en Niza, a manos de jóvenes radicales musulmanes. No es la primera vez que Erdogan insulta al presidente francés y tampoco la primera que se erige en defensor de una especie de islam político que nada tiene que ver con el terrorismo wahabista musulmán pero aprovecha siempre que puede las aguas revueltas para salir a la palestra promoviendo su particular cruzada para expandir el islam, alineándose en ese sentido con países musulmanes no árabes como Pakistán e Indonesia.
Respecto de la OTAN, la tendencia autoritaria y cada vez menos democrática de las políticas de Erdogan aparecen como poco compatibles con los valores democráticos de la Alianza, como se ha encargado de recordarle su secretario general Jens Stoltenberg. Cada vez son más en Turquía los colectivos víctimas de la violación de los derechos humanos desde que se desarticuló el oscuro golpe de Estado en 2016, con miles de abogados, maestros, periodistas, militares de todo rango, funcionarios y jueces penando en la cárcel. Por otro lado, la decisión turca de adquirir misiles rusos S-400, con los que ya ha hecho ensayos, ha llevado a EEUU a bloquear la venta de cazas F-35 a Turquía y a amenazarla con sanciones por considerar ese sistema defensivo incompatible con la estrategia aliada y sobre todo norteamericana.
Pero no se queda ahí la estrategia turca. En las últimas semanas Erdogan ha mostrado abiertamente su apoyo a Azerbaiyán en el conflicto con Armenia sobre los recientes eventos en Nagorno-Karabaj, añadiendo inestabilidad a las relaciones OTAN-Rusia.
Turquía, otrora conciliadora y promotora de una política de “cero conflictos”, desde el desarticulado golpe de estado de 2016 no ha dejado de radicalizar sus posiciones y compite por la hegemonía regional con algunas monarquías del Golfo Pérsico. Eso sí, sin renunciar al paraguas del artículo 5 del Tratado pero actuando por libre en función de sus intereses.
En suma, Turquía, con las mayores fuerzas armadas y mayor armamento de la OTAN después de los EE. UU., fronteriza con ocho países, aparece inmersa en problemas en Siria, Nagorno-Karabaj, Grecia y Chipre, y surgen tensiones, por tiempos o simultáneamente, con Rusia, Estados Unidos, Israel, la Unión Europea y la misma OTAN. Esta situación se ha convertido en un problema estratégico para la Alianza y Ankara está empezando a ser vista por sus socios con malos ojos por su agresividad en la región y por la falta de cohesión política que está causando en el seno de la Alianza Atlántica.
En estos tiempos de crisis sanitaria, económica y social provocada por la pandemia, parece que el mundo se ha detenido y el resto de crisis y conflictos ya no existen. Las consecuencias globales y los estragos económicos causados por el coronavirus son transversales y trastocan todo y a todos. Sumemos a la pandemia la atención –sobredimensionada, a mi juicio– de los medios de comunicación a las últimas semanas de la campaña electoral norteamericana y a su ruidoso y enmarañado procedimiento de votación y recuento, y nos encontramos con que se pueden estar hurtando a la opinión pública otros asuntos que nos conciernen y que siguen su rumbo con menos control mediático porque el foco informativo se encuentra en otra parte.
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