En unos tiempos en que se apela a la Constitución para limitar el ejercicio de la democracia –terror a los referendos, empacho de la “indisoluble unidad de la Nación española”, presunción de inocencia para corruptos evidentes–, resulta significativo el olvido de nuestra norma suprema cuando lo que establece significa un acicate para la participación cívica en la función pública. Es lo que ocurre con el caso Nóos. En aras de dar protección a la infanta Cristina de Borbón ante la justicia, se invoca la llamada doctrina Botín para sacarla del banquillo de los acusados, ignorando que fue la Constitución de 1978 la que estableció –artículo 125– que “los ciudadanos podrán ejercer la acción popular” para “obtener –artículo 24.1– la tutela efectiva de los jueces y tribunales”.
Es lógico que la defensa de la infanta acuda a todos los resortes jurídicos para aminorar o desvanecer su responsabilidad penal como cooperadora necesaria en los delitos fiscales derivados de los negocios de su marido, Iñaki Urdangarin. Menos lógico resulta que el Ministerio Fiscal, habitual ejerciente de la acusación pública, se sume a la defensa de la infanta. Y un tanto esperpéntico parece que la Abogacía del Estado, que representa a la Agencia Tributaria, directamente perjudicada por las actividades de Urdangarín y de su exsocio Diego Torres, dimita del significado de “Hacienda somos todos” y excluya de estos delitos a Cristina de Borbón, colaboradora necesaria, según la acusación popular que ejerce Manos Limpias.
La invocación de la doctrina Botín parece cogida un poco por los pelos. En el caso del que fue presidente del Banco Santander, Emilio Botín, el Tribunal Supremo, en una decisión de 2007, que dividió al tribunal y frente a la que se emitieron siete votos particulares, estimó que dado que la Fiscalía no acusaba de los delitos fiscales atribuidos al banco, no bastaba con que lo hiciera una acusación popular. En cambio, en el caso Nóos, Fiscalía y Agencia Tributaria sí acusan de delito fiscal a Urdangarin, pero no a su socia y esposa, la infanta.
La endeblez del precedente es más evidente porque un mes después de la sentencia Botín, el mismo Tribunal Supremo –también dividido–, ante la acusación popular por delito de desobediencia contra el expresidente del Parlamento Vasco Juan María Atutxa, a causa de no disolver un grupo parlamentario, aceptó la acusación popular y dictó fallo condenatorio, por tratarse de “bienes de titularidad colectiva”, a pesar de no acusar la fiscalía.
En cualquier caso, la doctrina Botín es una excepción en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que legitima la acción popular, por estimarla democratizadora y capaz de subsanar la pasividad del Ministerio Fiscal, a causa de su conexión con el Poder Ejecutivo, dado que es el Gobierno el que designa al Fiscal General del Estado. En cambio, el Ministerio Público ha sido generalmente crítico con su competidora, la acusación popular, de la que llegó a afirmar en la Memoria de 1989 que no actúa por colaborar con la justicia, sino por “oportunismo mediático”.
Al margen del modo de actuar de los acusadores populares, sujetos a la crítica como tantos otros operadores jurídicos –abogados, fiscales, jueces–, lo relevante es que los constituyentes de 1978 abrieron, a través de la acción popular –poco frecuente en las democracias de nuestro entorno, acaso porque cuentan con un Ministerio Fiscal más consistente–, una herramienta de participación ciudadana en la Administración de Justicia. Y se hizo mediante un debate parlamentario en la Comisión Constitucional del Congreso, a partir de un voto particular del socialista Gregorio Peces-Barba, enriquecido por otros diputados y con la oposición minoritaria (habitual siempre que se trataba de iniciativas de progreso democrático) de los diputados de Alianza Popular, en este caso los exministros de Franco Antonio Carro, Licinio de la Fuente y Gonzalo Fernández de la Mora.
Junto a la institución del Jurado, establecida en el mismo artículo 125, el ejercicio de la acción popular ha permitido una mejor tutela judicial de los derechos y una más ambiciosa administración de la justicia, sobre todo cuando el Ministerio Público se inhibe como acusador. Un caso muy relevante se produjo a propósito de la guerra sucia contra ETA. A falta de acusación fiscal por el secuestro de Segundo Marey, el letrado José Luis Galán y otras 103 personas –abogados, catedráticos, periodistas y otros profesionales, mayoritariamente de izquierdas– firmaron en marzo de 1988 una querella criminal, en el ejercicio de la acción popular, que desencadenó diez años después el juicio ante el Tribunal Supremo, que condenó, entre otros altos cargos socialistas, al exministro del Interior, José Barrionuevo, y al exdirector de la Seguridad del Estado, Rafael Vera, a 10 años de cárcel, condenas confirmadas en 2001 por el Tribunal Constitucional.
El ejercicio de la acción popular ha resultado positivo para la justicia gracias a que la Constitución ha puesto en poder de los ciudadanos la posibilidad de acusar, sobre la base de que decidir queda siempre en manos judiciales. Es cierto que se ha producido una cierta profesionalización de los que la ejercen, y también es verdad que, a veces, los jueces han exigido altas cantidades como depósito para poder acusar, que el propio Tribunal Constitucional estimó en algún caso excesivas.
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En el caso Nóos, la iniciativa de Manos Limpias ha cubierto un hueco procesal, entre otros aspectos, en la acusación de la infanta Cristina, a la que no se dedicó ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado en nombre de Hacienda. La insólita presencia de una familiar del rey en el banquillo de los acusados no debería producir esa desazón y ansiedad que manifiestan algunos tertulianos y medios de comunicación cortesanos. Nadie, excepto la infanta Cristina de Borbón, puede ser responsable de las conductas que se le atribuyen y que solo por la existencia de una acción penal popular va a ser posible que se enjuicien. Gracias a la Constitución, la democracia sale ganando.
En unos tiempos en que se apela a la Constitución para limitar el ejercicio de la democracia –terror a los referendos, empacho de la “indisoluble unidad de la Nación española”, presunción de inocencia para corruptos evidentes–, resulta significativo el olvido de nuestra norma suprema cuando lo que establece significa un acicate para la participación cívica en la función pública. Es lo que ocurre con el caso Nóos. En aras de dar protección a la infanta Cristina de Borbón ante la justicia, se invoca la llamada doctrina Botín para sacarla del banquillo de los acusados, ignorando que fue la Constitución de 1978 la que estableció –artículo 125– que “los ciudadanos podrán ejercer la acción popular” para “obtener –artículo 24.1– la tutela efectiva de los jueces y tribunales”.