Contratos opacos, empresas bajo sospecha y comisiones: la pandemia, un terreno fértil para la corrupción

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La crisis del coronavirus convirtió el mercado sanitario mundial en una suerte de jungla. La oferta no cubría, ni de lejos, la ingente demanda existente de mascarillas, guantes, batas o pruebas de detección. Por eso, cualquier compra de este tipo de material debía cerrarse a la mayor velocidad. Un pestañeo y la carga ofrecida a una determinada administración u organismo público podía estar siendo embarcada ya en un avión con rumbo a otro país. Para poder competir en ese mercado caótico, se suavizaron los controles. Y comenzó el pillaje. Empresas y personajes sin ninguna experiencia en el sector empezaron a ofrecer material sanitario a ayuntamientos y gobiernos. No fueron raros los sobrecostes ni tampoco las estafas en un momento en el que morían cientos de personas cada día.

El llamado caso Koldo, que explotó la tarde del martes con la detención de una veintena de personas y registros, es un retrato de todo aquello. La investigación, que arrancó en la Audiencia Nacional a raíz de una querella de la Fiscalía Anticorrupción, se centra en las supuestas mordidas derivadas de contratos para la adquisición de mascarillas en el peor momento de la crisis sanitaria suscritos por los ministerios de Transportes e Interior y los gobiernos autonómicos de Baleares y Canarias. Unas licitaciones cuyo montante rondaría los 53 millones de euros. Y que habrían generado, presuntamente, alrededor de 10 millones de euros en comisiones, según algunos medios. Sobre la mesa, posibles delitos de organización criminal, cohecho y tráfico de influencias.

Los investigadores sitúan como uno de los personajes centrales de la trama a Koldo García, exasesor del exministro de Transportes José Luis Ábalos. La firma Soluciones de Gestión y Apoyo de Empresas SL, también en el epicentro del caso, habría solicitado su "intermediación" para hacerse con licitaciones. La Guardia Civil, según el diario El Mundo, acusa a García de "prevalecerse de sus relaciones personales con autoridades y funcionarios públicos" para cobrar comisiones "en efectivo" de la compañía. De hecho, los investigadores han constatado un "incremento patrimonial" cuya justificación "se desconoce". Tras la primera ola de la pandemia, según El Confidencial, el exasesor de Ábalos y su pareja adquirieron cinco propiedades en la zona de Levante.

Que la crisis sanitaria podía traer aparejadas prácticas de este tipo no era ningún secreto. Tanto la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) como el Fondo Monetario Internacional (FMI) ya avisaron de que la pandemia de coronavirus podía "crear entornos propicios para la corrupción y el soborno". Por eso, pedían a los Estados estar vigilantes. Sobre todo, en los casos de las cada vez más comunes adquisiciones de emergencia. "Sin las debidas salvaguardas de integridad y transparencia, estos procesos son muy susceptibles a abusos", advertía el club de los países más ricos en un comunicado durante aquella primavera del año 2020. Una realidad que han terminado por confirmar los diferentes escándalos alrededor de la compra de material sanitario.

Miles de contratos de emergencia

La contratación de emergencia fue la fórmula utilizada en los meses de pandemia para hacer frente de forma ágil a la crisis. Al fin y al cabo, permitía a las administraciones evitar papeleos y trámites que, de forma habitual, alargan las licitaciones. Se trata de un mecanismo que la ley reserva para cuando se produzcan "acontecimientos catastróficos, situaciones que supongan un grave peligro o necesidades que afecten a la defensa nacional". Y que permite contratar "sin sujetarse a los requisitos formales establecidos". Es decir, a dedo y sin necesidad de un concurso público. Solo en 2020, las diferentes administraciones sacaron más de 22.300 contratos por esta vía, según los datos de la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación (Oirescon).

Así se adjudicaron las licitaciones que ahora están bajo la lupa del caso Koldo. O las que centraron el denominado caso Mascarillas, por el que se tendrán que sentar en el banquillo el empresario Alberto Luceño y el aristócrata Luis Medina. El procedimiento era ágil, sí, pero que también llevaba aparejada una peligrosa rebaja en las exigencias. Así lo dejaba caer el instructor de ésta última causa. En su auto de procesamiento, sostenía que los gestores municipales –en este caso, el Ayuntamiento de Madrid– no se habían dado cuenta de las comisiones metidas en el precio del material adquirido "debido a la laxitud en los controles de contratación y a la urgencia y continua inestabilidad de los precios del material sanitario en todo el mundo como consecuencia del covid".

Esta investigación, pendiente ahora de juicio, concluyó que los dos procesados inflaron el precio de los contratos en un 60% en el caso de las mascarillas, en un 81% en el de los guantes de nitrilo y en un 71% en el de los test de detección del coronavirus. Y lo hicieron "a causa de las elevadas comisiones" que fueron fijadas por Luceño y que permitieron a ambos embolsarse alrededor de seis millones de euros. Con ese dinero, se adquirieron relojes y coches de lujo, inmuebles y hasta un yate, bienes que, en algunos casos, han sido embargados. De una mordida de alrededor de un millón de euros hablaba también hace justo un año la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil en un caso relacionado con la Diputación de Almería.

Aquella primavera de 2020, muchos hicieron negocio. También el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Tomás Díaz Ayuso cobró en concepto de "comisión comercial" –en palabras de Anticorrupción– 234.000 euros de Priviet Sportive SL, una firma que se hizo con un contrato de 1,5 millones de euros del Ejecutivo madrileño para la compra de mascarillas. De esa cantidad, siempre según el Ministerio Público, 175.000 euros se correspondieron con los trabajos que el hermano realizó para la adjudicataria "en relación con distintas ofertas", mientras que los 59.203,52 euros restantes se referían al "bonus pactado por la obtención del contrato de mascarillas con la Comunidad de Madrid".

Empresas de fuera del sector sanitario

Pero Anticorrupción no vio "ilegalidad alguna" alrededor de este asunto. El fiscal jefe, Alejandro Luzón, consideró que la investigación no había puesto de relieve "elemento indiciario alguno" que hiciese pensar que el hermano de la presidenta hubiera hecho gestiones ante la Comunidad de Madrid tendentes a conseguir un "trato de favor" para la empresa. Una compañía propiedad de un empresario amigo de la familia Ayuso –Daniel Alcázar– que siempre se había dedicado "al comercio al por mayor de prendas de vestir". Por aquel entonces, no era raro. Resultaba de lo más normal que empresas sin experiencia alguna ofreciesen a las diferentes administraciones públicas mascarillas, pruebas diagnósticas, batas o guantes. Lo hacían hasta firmas de vino de lujo.

Y ahí, en esa jungla, se movieron Medina y Luceño, que tenían, en palabras del juez instructor, una "nula experiencia en temas de material sanitario" pero que decían ser agentes de una firma malaya que sí se movía en el sector. También Soluciones de Gestión y Apoyo de Empresas SL, la que está en el centro del caso Koldo. Esta compañía, cuyo objeto social no se correspondía con la venta de material sanitario, llegó dormida a los años previos a la pandemia. En 2018, según un informe de la Oficina Anticorrupción de Baleares, apenas tenía unos ingresos de 101.058 euros. En 2019, su cifra de negocios era de cero euros. Pero luego llegó el año de la pandemia. Y ahí fue cuando explotó, alcanzando los 53 millones de euros.

Hubo problemas con el material suministrado. Al menos, en Baleares y Canarias. En 2023, tres años después de la compra, el Gobierno de Francina Armengol reclamó por escrito a la compañía la devolución de 2,6 millones de euros alegando que las mascarillas que le habían enviado en su momento no eran FFP2, como habían pedido, sino quirúrgicas. Lo mismo ocurrió en Canarias. Entonces, el Servicio Canario de Salud se puso en contacto con la compañía para comunicarle que 837.800 unidades recibidas "no eran aptas" para su uso sanitario como FFP2, tal y como consta en un informe suscrito entonces por el director del Servicio Canario de Salud. La empresa, entonces, se ofreció valorarlas como quirúrgicas y cobrarlas al precio de mercado que este modelo tenía en abril.

Material defectuoso

El del material que no se ajustaba a lo solicitado fue otro de los problemas habituales a los que tuvieron que hacer frente las administraciones durante la pandemia. En el caso de Medina y Luceño, se tuvo que devolver el dinero de los guantes por no ser los indicados. Y lo mismo ocurrió con los test: sólo resultaron válidos 75.000 por no tener los demás los reactivos necesarios. "El Ayuntamiento de Madrid pagó un precio totalmente excesivo por un material que en parte era defectuoso", recoge el auto de procesamiento. A un problema similar se enfrentó en el llamado caso Sinclair. La consultora Sinclair&Wilde, a la que el consistorio había pagado 2,5 millones de euros por medio millón de mascarillas, entregó cubrebocas que nunca pudieron utilizarse por no ajustarse a los estándares de calidad.

Esta firma entró en contacto con el Ayuntamiento de Madrid a través de una abogada que había ofrecido sus servicios para "buscar la mejor oferta de suministro" al letrado Carlos Fernández-Pita, quien canalizó el ofrecimiento a través del que fuera presidente del Pleno del consistorio de la capital. Una cosa similar pasó en el caso mascarillas. A través de una directora de universidad, Medina obtuvo el teléfono de Carlos Martínez Almeida –primo del alcalde–, quien a su vez se hizo con el correo de la responsable de compras del consistorio. "De este modo tan rápido y eficaz, y al margen del correo general de ofertas y, por tanto, con manifiesta ventaja sobre otros posibles ofertantes, Medina proporcionó los datos a Luceño para que iniciase las gestiones", señala el auto de procesamiento.

La crisis del coronavirus convirtió el mercado sanitario mundial en una suerte de jungla. La oferta no cubría, ni de lejos, la ingente demanda existente de mascarillas, guantes, batas o pruebas de detección. Por eso, cualquier compra de este tipo de material debía cerrarse a la mayor velocidad. Un pestañeo y la carga ofrecida a una determinada administración u organismo público podía estar siendo embarcada ya en un avión con rumbo a otro país. Para poder competir en ese mercado caótico, se suavizaron los controles. Y comenzó el pillaje. Empresas y personajes sin ninguna experiencia en el sector empezaron a ofrecer material sanitario a ayuntamientos y gobiernos. No fueron raros los sobrecostes ni tampoco las estafas en un momento en el que morían cientos de personas cada día.

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