infoLibre publica el primer capítulo de Los entresijos del 'procés', de Oriol March, periodista de NacióDigital. La obra, editada por Catarata, ya está en las librerías.
27 días
“Perdóname, perdóname, perdóname. No lo he conseguido parar”. Las palabras de Miquel Iceta resonaron en el despacho de Carles Puigdemont. Era 26 de octubre de 2017. La Plaça Sant Jaume de Barcelona se vaciaba a medida que avanzaba la noche y Catalunya se dirigía hacia la declaración de independencia. Ya no había marcha atrás.
Aquel jueves fue, probablemente, el día más impredecible desde que empezó el proceso catalán en el año 2012. Puigdemont lo vivió preocupado, con las emociones a flor de piel, abatido en algunos momentos, especialmente cuando sus propios compañeros del Govern y de grupo parlamentario le afearon —alguno de ellos de forma vehemente, inédita tratándose de un presidente de la Generalitat— que quisiera convocar elecciones para el 20 de diciembre. Pero ir a nuevos comicios constituía ya una propuesta descartada, un pensamiento arrojado a la papelera de la historia.
La versión que defienden en el Palau de la Generalitat es que no se dieron suficientes garantías sobre la retirada del artículo 155 de la Constitución y que, por lo tanto, se debía ser fiel al mandato de las urnas del 27 de septiembre del 2015 y del referéndum del 1 de octubre del 2017 (1-O). El “terreno desconocido”, aquella a la que Artur Mas aludía cuando el soberanismo pasó de la calle a las instituciones, empezaba a ser palpable.
Fue en este contexto que Iceta llegó al despacho presidencial cabizbajo, cansado y consciente de que sus gestiones con el PP y el PSOE habían caído en saco roto. Ni pudo, ni le dejaron. El líder del PSC, gato viejo en política y doctorado en negociaciones de alta sensibilidad, sabía que no había conseguido frenar la intervención de la autonomía que se cocía en el Senado y que se iba a materializar desde la Moncloa. “Llegó al despacho de Puigdemont arrastrando los pies”, relatan fuentes presentes a aquella hora en las dependencias gubernamentales.
Ambos líderes políticos sabían cómo acabaría la historia al cabo de tan solo unas horas: el Parlament declararía la independencia de forma más simbólica que efectiva —no hubo ni tan siquiera retirada de banderas en la cámara catalana, ni en los edificios públicos— y en Madrid se llevaría a cabo la aplicación fulminante del 155. Una aplicación que conllevaría la convocatoria forzada de elecciones para el 21 de diciembre y el cese del Govern como medidas estrella. Situaciones excepcionales, medidas excepcionales.
La charla crepuscular entre Puigdemont e Iceta, que no se alargó mucho tiempo, ejemplifica el carrusel de reuniones, emociones, cambios de posición y giros de guion que se produjeron en Catalunya entre los días 1 y 27 de octubre. Esos 27 días han cambiado el presente y el futuro del país. Los catalanes, en el terreno de las sensaciones, difícilmente habrán vivido un periodo tan intenso en la historia reciente, con decisiones políticas y ciudadanas altamente trascendentes. Entre la votación del día 1, que estuvo marcada por la violencia policial ejercida por las fuerzas del orden estatales, y la declaración simbólica de la independencia se produjeron reuniones, manifestaciones, una huelga general, encarcelamientos de líderes civiles (Jordi Sànchez y Jordi Cuixart), dimisiones en el Govern, enfrentamientos abiertos dentro del independentismo por la gestión del mandato del 1-O y presiones empresariales al más alto nivel para frenar la escalada de tensión entre la Generalitat y la Moncloa.
Como acostumbra a pasar en episodios que marcan época, los pequeños detalles fueron decisivos. Por ejemplo, la decisión de Puigdemont y de su núcleo reducido de seguir adelante con el referéndum a las doce de la mañana del día 1 de octubre, pese a las cargas policiales contra votantes y responsables de los colegios electorales. “Existió la posibilidad real de frenar todo el operativo, pero la gente estaba dispuesta a defender las urnas, y eso es lo que hicieron”, sostiene un buen conocedor de lo que sucedió en el Palau en las primeras horas del referéndum. Dirigentes del PDeCAT —entre los cuales estaba su coordinadora general, Marta Pascal— le llegaron a enviar whatsapps a Puigdemont aquella misma mañana para que frenara la votación, pero no sirvieron de nada.
Otro ejemplo que relata un alto cargo parlamentario y que Marta Rovira, secretaria general de ERC y portavoz parlamentaria de Junts pel Sí, se atrevió a denunciar en público: Puigdemont fue alertado de la amenaza de “violencia extrema” por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad destinados en Catalunya ante la posibilidad de la declaración de la independencia. No solo el día 26 de octubre, un día antes de que se votara la proposición de Junts pel Sí y la CUP que daba paso a la creación del nuevo Estado catalán, sino también el día 10 de octubre, cuando el president trasladó al Parlament los resultados de la votación. Unos resultados, según el recuento de la Generalitat, que fueron abrumadoramente favorables a la independencia —con un 90% de síes—.
“Estando en su despacho en el Parlament, poco antes de empezar el debate sobre el 1-O, alertó de un baño de sangre que había sido advertido por los altos mandos de los Mossos”, relata uno de los conocedores de la situación. El encargado de hacer esta advertencia fue el mayor del cuerpo catalán, Josep Lluís Trapero, artífice de la desarticulación de la célula yihadista que atentó en Barcelona y en Cambrils y a quien el Gobierno español, en virtud del artículo 155, degradó a tareas administrativas. Y, según el relato de varios de los implicados, a finales de septiembre Trapero se había reunido —por separado y conjuntamente— con Puigdemont y el vicepresidente Oriol Junqueras para advertirles de que el Estado estaba “dispuesto a todo” para frenar el 1-O. “Les dijo que las cargas policiales que se vieron en esa jornada eran muy probables”, mantiene uno de los conocedores de la situación. El mayor de los Mossos, antes de citarse con los dos principales dirigentes del Govern, había mantenido reuniones con Diego Pérez de los Cobos, encargado de liderar las fuerzas de seguridad establecidas en Catalunya por orden del Gobierno español.
En la reunión de la junta de seguridad del 28 de septiembre, dos días antes del referéndum, no se presentaron ni Ángel Gozalo, jefe de la séptima zona de la Guardia Civil, ni Sebastián Trapote, comisario jefe superior de la Policía Nacional. “Delegaron en Pérez de los Cobos”, mantiene uno de los presentes en la cita, celebrada en el Palau de Pedralbes. Un alto responsable de la Conselleria d’Interior resume: “Los mandos de los Mossos sabían que [las fuerzas estatales] iban a cargar de la manera que lo hicieron. No estaban sorprendidos”.
Por lo tanto, según el relato de varios altos cargos que vivieron la situación en primera persona, la seria advertencia de “violencia extrema” asociada a la fase culminante del reto independentista y a la respuesta policial por parte del Estado ya había llegado antes del referéndum. Fue uno de los motivos por los cuales Puigdemont dejó en suspenso la declaración del Estado catalán y optó por abrir un nuevo periodo de negociación con Rajoy, a poder ser con la intervención de instituciones internacionales.
Un alto responsable de la Conselleria d’Interior y conocedor del operativo de seguridad que protegió a la cámara catalana el 10 de octubre arroja luz sobre lo que se vivió entre bastidores. “Si lo recordáis, aquel día no se permitió a la ciudadanía manifestarse delante del Parlament. Se prefirió que lo hicieran en el Passeig Lluís Companys, delante del Arc de Triomf, donde se instalaron las pantallas gigantes cortesía de las entidades soberanistas. De modo que se dejaron totalmente limpias las calles que permiten acceder al recinto del Parc de la Ciutadella”. ¿Por qué fue así? “Por motivos de seguridad. En el caso de que Puigdemont hubiera declarado la independencia con todos los efectos, teníamos información fidedigna de que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado hubieran entrado por la puerta del Parlament para detenerle”, sostiene este alto cargo de una de las conselleries clave del Govern.
¿Qué orden tenían los Mossos ante esta situación? “No enfrentarse ni a la Policía Nacional ni a la Guardia Civil”, mantiene esta fuente. “Bajo ningún concepto nos podíamos permitir un enfrentamiento entre policías”, resume. Desde finales de septiembre, concretamente desde el día 22, el Ministerio del Interior había puesto en marcha un amplio despliegue de agentes en Catalunya con el fin último —como se vio el 1 de octubre— de detener físicamente la votación que se organizó con la ingeniería del Govern y la colaboración de la sociedad civil independentista, liderada por la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural.
La movilización de la Policía Nacional y de la Guardia Civil el día 10 de octubre en los aledaños del Parlament —quizás pensando en el escenario de una declaración unilateral de independencia (DUI) completa, sin la suspensión anunciada por el president— fue un hecho. Furgones de los cuerpos de seguridad fueron vistos pasando cerca de manifestantes que se concentraban alrededor de la Plaça Tetuán de Barcelona. “Y estos agentes eran los que debían dirigirse hasta la Ciutadella en caso de consumar la independencia”, sostienen en la Conselleria d’Interior.
El plan, según detalló Interviú, contaba con alrededor de 300 policías y guardias civiles que iban a entrar por “tierra, mar y subsuelo” al Parlament con el objetivo de detener a Puigdemont. El president, por cierto, en los últimos meses de mandato incrementó la seguridad sumando a los escoltas habituales a miembros del Grup Especial d’Intervenció (GEI), el cuerpo de elite de la policía catalana.
La hoja de ruta de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado —que el Gobierno siempre ha situado en el plano teórico— planeaba que una dotación de agentes entrara en la cámara catalana por el subsuelo en caso de que el Ejecutivo catalán se atrincherara en el edificio. Más de un periodista, como Marcos Lamelas, de El Confidencial, especuló —medio en serio, medio en broma— ese día con una entrada policial a través del tejado de vidrio del edificio legislativo catalán. La ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, admitió a principios de 2018 que el Ejército estaba preparado para intervenir. También alguna vez lo había alertado de ello el president en privado ante un núcleo reducido de interlocutores.
Nunca se llegará a saber qué hubiera pasado porque Puigdemont contemporizó respecto a la DUI. No lo hizo, precisamente, con el respaldo íntegro del independentismo. De hecho, según relata Antoni Castellà, diputado de Junts pel Sí y ahora integrante del grupo parlamentario de ERC representando a Demòcrates de Catalunya —partido heredero de la tradición de Unió Democràtica de Catalunya, desaparecido a raíz de los 22,5 millones de euros de deuda acumulados durante el liderazgo de Josep A. Duran i Lleida—, hubo allegados al president que conocieron la suspensión a través de la CUP. “Yo fui uno de ellos, por ejemplo”, relata Castellà, que mantuvo —y mantiene— interlocución fluida con el president y con el vicepresident Oriol Junqueras debido a su puesto como jefe de un partido, aunque pequeño, integrado dentro de Junts pel Sí.
Los recelos en el independentismo se acrecentaron en el momento en que Puigdemont departió de forma amable y visible con Mas después de la sesión parlamentaria. Sectores de ERC y de la CUP sostuvieron que el expresident estaba “frenando” la declaración de independencia y que presionaba para la convocatoria de elecciones. El ya exlíder del PDeCAT, las siglas que surgieron de la refundación de Convergència, estuvo en la Generalitat la noche anterior a los hechos, y los máximos dirigentes del partido —incluida su coordinadora general, Marta Pascal— también formaron parte de las conversaciones.
Se les atribuía, con razón, la voluntad de forzar al president para que pusiera las urnas en clave autonómica, aunque lo negaban en público. Mas, Pascal y Santi Vila fueron los tres principales dirigentes de la formación nacionalista que presionó a Puigdemont para que convocara elecciones. “Con él nunca puedes conseguir el diez, así que ya fue un éxito que suspendiera la declaración”, sostienen en las plantas nobles del PDeCAT. Parte de la redacción del discurso en el que dejaba en suspenso la independencia corrió a cargo de Jordi Sànchez, presidente de la ANC, según una fuente cercana al líder independentista. Sànchez fue el encargado de escribir la frase exacta con la que la República se situaba temporalmente en el limbo.
El mejor resumen de la jornada del 10 de octubre —la primera en que Puigdemont habló abiertamente de “violencia extrema” y de “baño de sangre” después de las llamadas de los altos mandos de los Mossos— lo supo hacer Quim Arrufat, portavoz del secretariado nacional de la CUP: “El president nos dijo que no tocaba declarar la República y que aparecieron mediadores internacionales”. Y lo hizo sabiendo que con ello tensaba la relación con los anticapitalistas y con ERC. De hecho, aquella tarde se registró un enfado monumental de Marta Rovira, que incluso amenazó con dejar la portavocía de Junts pel Sí por el modo en que se había gestado la suspensión de la declaración de independencia. El relato oficial indicó aquella tarde de octubre que las miradas ya estaban puestas en Bruselas y en los despachos de la Comisión Europea.
Europa, cartas y Urkullu
Desde la Generalitat, ya en tiempos de Jordi Pujol, se ha recalcado el componente europeísta del catalanismo político. Es por ello que las apelaciones a la Unión Europea, siempre infructuosas en cuanto a resultados, han sido constantes desde que empezó el proceso. La escalada de tensión nacida el 1 de octubre no pasó desapercibida en los despachos de la Europa oficial, para los cuales la pulsión independentista no había pasado de “asunto interno” a lo largo de los años, y hubo advertencias públicas y privadas a Puigdemont. Un embajador establecido en Madrid representando a un país “muy relevante” advirtió a un miembro del Govern que, pese al impacto de las cargas policiales del 1-O, la Generalitat no estaba “legitimada” para emprender vías unilaterales.
Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, pidió al president no dar ningún paso que fuera “irreversible” para el diálogo. La advertencia pesó en la decisión del dirigente del PDeCAT de dejar sin efecto la declaración de la independencia promulgada a los nueve días del referéndum. Un referéndum, por cierto, que el Govern siempre situó como “vinculante” para diferenciarlo de la consulta del 9-N del 2014, que sumó 2,3 millones de participantes pese a que su resultado no suponía un mandato jurídico para el Ejecutivo.
A mediados de octubre se habló, también, de una oferta de mediación internacional. Sectores del independentismo llamaron a la puerta, por ejemplo, del ex primer ministro británico David Cameron, que permitió un referéndum legal y acordado en Escocia que terminó con victoria del remain. También se especuló con la posibilidad de conversaciones amparadas por Suiza, según avanzó su televisión pública, pero no se llegó a más. “En el fondo nunca hubo nada concreto, como reconoció Puigdemont en privado a finales de octubre”, sostiene un alto dirigente del PDeCAT. “No se había ligado ningún reconocimiento internacional”, mantiene otro miembro de la cúpula nacionalista, crítico con la tarea de Raül Romeva como conseller d’Exteriors.
Desde el Palau de la Generalitat siempre se tuvo la sensación de que el aparato diplomático del Estado se esforzó con ahínco para frenar cualquier negociación que pusiera España y Catalunya al mismo nivel. “Ellos [la Moncloa] no deseaban estar en plano de igualdad, y es precisamente por ello que muchos de nosotros presionamos a Puigdemont para que declarara la independencia y Catalunya negociara con Rajoy de tú a tú, ya dentro del marco internacional”, destaca un alto dirigente parlamentario. El problema es que en los despachos comunitarios siempre se avaló la respuesta judicial de Rajoy, sin entrar a valorar el fondo de la cuestión.
La Europa oficial, más allá de avisos sobre la violencia policial del 1-O, no medió, y solo hay que repasar los discursos de Jean-Claude Juncker, Antonio Tajani y el propio Tusk en Oviedo, donde recibieron el Premio Princesa de Asturias, para ver hasta qué grado estaban —y, por el momento, están— del lado del Gobierno español en todo este asunto. El presidente de la Comisión Europea, en un parlamento muy aplaudido, señaló que Europa sería “más pobre” sin España, y se mostró emocionado por la cantidad de rojigualdas que lucían en la ciudad asturiana aquel 20 de octubre. Tajani, italiano y cercano a la maquinaria del PP español, insistió en que “cambiar fronteras puede llevar a los infiernos”.
Tusk, que proviene de una minoría étnica polaca y tiene un pasado activista en su currículum, fue el más ponderado y apeló al diálogo. Un diálogo, por cierto, que entre la Generalitat y la Moncloa tan solo se pudo llevar a cabo a través de interlocutores españoles. Su protagonista fue el lehendakari Íñigo Urkullu, que se vació a la hora de encontrar una salida dialogada al laberinto creado antes y después del 1-O. Las ofertas se sucedieron entre llamadas telefónicas, mensajes de texto y correos electrónicos. Spoiler: el máximo representante vasco, como Iceta, no pudo convencer a ninguna de las dos partes. Y eso que mantuvo contactos frecuentes con todos los interlocutores.
Urkullu llegó a la lehendakaritza en diciembre del 2012. Puso fin a la etapa del PSE con un programa nacionalista moderado y alejado del “plan Ibarretxe”, a quien sus propios compañeros de partido acabaron defenestrando. Hábil en los despachos, con buena entrada en la Moncloa y en la Casa Real, el jefe del Gobierno vasco es el clásico perfil de líder territorial apreciado en Madrid: pactista, con un partido —el PNV— decisivo en el Congreso y sin voluntad firme de llevar a cabo la independencia de su región.
No se puede desligar la influencia de Urkullu de las respuestas que envió Puigdemont a sendos requerimientos de la Moncloa para determinar si el Parlament había declarado el Estado catalán en la sesión parlamentaria del 10 de octubre. El president, sometido a gran presión por los sectores más apresurados del independentismo, optó por abanderar el diálogo pese a saber que la Moncloa no quería hablar en base a los resultados del 1-O y que Rajoy descartaba sin parpadear la posibilidad de acordar un referéndum. El interlocutor principal de Urkullu, aparte del propio Puigdemont, era Santi Vila, conseller d’Empresa i Coneixement.
Las cartas del president fueron revisadas una vez tras otra por su equipo, por los dirigentes clave de Junts pel Sí —una coalición formada por la antigua CDC, ahora PDeCAT, ERC, independientes y partidos más pequeños como Demòcrates de Catalunya y Moviment d’Esquerres (MES), escisión socialista— y por el llamado Estado Mayor del proceso. Es importante retener este último grupo formado por Puigdemont, el vicepresidente Oriol Junqueras, consellers clave del Govern, dirigentes del PDeCAT y ERC, ex primeras filas de ambos partidos y los líderes civiles de ANC y Òmnium Cultural.
Su relevancia en el proceso hasta el referéndum, el mismo día de la votación y en la gestión de los resultados, fue decisiva. Hasta el punto de que tenían más información los integrantes de este comité de acción política, ya bajo la lupa judicial del Tribunal Supremo, que miembros del Govern. Una circunstancia que motivó discusiones al más alto nivel de consellers con Puigdemont y que, en algunos casos, terminaron con los discrepantes fuera de la mesa del Consell Executiu.
La influencia de Urkullu se puede leer entre líneas en las cartas del president dirigidas a la Moncloa. En la primera, enviada pocos minutos antes de que terminara el plazo fijado por Rajoy, se establecía un periodo de negociación de dos meses que no fue atendido por la Moncloa. También reclamaba una reunión formal entre el president de la Generalitat y el presidente del Gobierno, que fue descartada. De hecho, no ha habido cita formal entre ambos dirigentes desde el pasado 11 de enero de 2017, cuando el máximo representante de las instituciones catalanas se desplazó a Madrid para almorzar con su homólogo estatal.
Las discrepancias sobre el referéndum fueron insalvables: mientras Puigdemont era partidario de poner urnas y permitir a los catalanes votar sobre la independencia, Rajoy ni lo consideraba porque se trataba de un “chantaje”. “Y ya no se movieron de aquí”, resuelven en el Palau de la Generalitat. Aunque los partidos defensores del Estado catalán insistieron en la vía pactada a través del Pacte Nacional pel Referéndum —encabezado por un exdirigente del PSC como Joan Ignasi Elena—, no hubo ni un atisbo de brecha en el aparato estatal. Solo Podemos es favorable a una consulta pactada y legal. Llegado el caso, en ella optarían por pedir el “no” sin complejos.
El móvil de Urkullu funcionó a pleno rendimiento durante la segunda quincena de octubre. Recibía mensajes de la Moncloa y de la Generalitat. Dos instituciones, por cierto, que, pese a la mala relación institucional, no dejaron de hablarse por tres vías distintas: el diálogo sectorial —entre consellers y ministros de cada área—, las conversaciones entre los jefes de gabinete de Carles Puigdemont y Mariano Rajoy —Josep Rius y Jorge Moragas, respectivamente— y por las intercesiones de un conseller heterodoxo, Santi Vila, bien conectado con Madrid y con una agenda nada menospreciable en las esferas del poder empresarial.
El lehendakari, según varias fuentes consultadas, recibió meses antes del referéndum la visita de cuatro líderes del mundo económico barcelonés —Emilio Cuatrecasas, Joaquim Coello, Marian Puig y Juan José López Burniol— para pedirle que mediara en el embrollo. Estos cuatro representantes del establishment tuvieron anteriormente una cita con Emiliano López Atxurra, presidente de Petronor, que es quien les abrió las puertas de la agenda de Urkullu. Coello, Puig y López Burniol no cejaron en su empeño de frenar la declaración de independencia y mantuvieron reuniones con Puigdemont y Junqueras hasta la mañana del 27 de octubre. Sin conseguir, eso sí, su objetivo: la República se proclamó y el 155 se abrió paso después de aprobarse sin apuros en el Senado gracias a PP, PSOE y Ciudadanos.
El presidente vasco, discreto, contaba con la ayuda —también discreta— de los diputados del PNV en el Congreso para convencer al PP de que retirara el artículo 155 si Puigdemont anunciaba elecciones catalanas para finales de año. La respuesta que recibió el lehendakari fue que la “maquinaria” —es decir, la tramitación en el Senado— ya estaba demasiado avanzada y que no se podía dar marcha atrás. Vila rememora así este episodio: “Hubo unos cuantos que hicimos lo que tocaba. Hablamos con todo el mundo, pero al final se impusieron los extremos”.
Puigdemont, viendo que no tenía suficientes garantías para evitar que la intervención de la autonomía se cerniera sobre la Generalitat, optó por no salir públicamente a anunciar la convocatoria electoral. Y eso que la noche anterior, prácticamente de madrugada, esa era la opción que salía ganando en los acalorados debates que vivieron el Estado Mayor del procés y todo el espectro independentista. De hecho, según varias fuentes, el president llegó a comunicar por correo electrónico a Urkullu que estaba dispuesto a anunciar elecciones autonómicas. No sería este, precisamente, el desenlace.
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“En el fondo, lo que pasó es que uno [Rajoy] no quiso poner por escrito que levantaría el 155 si se convocaban elecciones, mientras que el otro [Puigdemont] no era partidario de enviar el decreto a la Moncloa”, resume un dirigente presente en las horas decisivas. Aquella semana fue dura para el lehendakari: el lunes pidió una reunión con Rajoy en la Moncloa, pero no le fue concedida. Los empresarios presionaron a Jorge Moragas para obtener un gesto, pero la respuesta fue siempre negativa por parte de la sombra del presidente español.
Urkullu sí que se reunió con Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, el martes 24 de octubre. Pero el dirigente socialista le dejó claro que resolver el dilema catalán era una cuestión que debía resolver el Ejecutivo del PP. Sánchez, por cierto, también mantuvo contacto esos días con Marta Pascal, con quien intercambió teléfonos en la manifestación contra los atentados yihadistas de Barcelona celebrada el sábado 26 de agosto. Pascal, por orden de Puigdemont, también se arremangó para tener un canal de comunicación con Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, de cara a la asamblea a favor del referéndum que organizó la formación morada en Zaragoza el 24 de septiembre. Una colaboración excepcional, teniendo en cuenta que la formación morada y el PDeCAT no tienen una relación precisamente fluida.
En la negociación multilateral abierta entre la Generalitat y la Moncloa participaron, según rememora Santi Vila, todos los actores imaginables: la Iglesia catalana y española, los principales partidos del país, dirigentes empresariales, el poder financiero, las entidades del soberanismo civil y algún representante diplomático de manera extremadamente discreta. Pero faltó el componente más importante: que Rajoy y Puigdemont hablaran. Según la versión más extendida entre la decena de dirigentes consultados, los presidentes nunca llegaron a dialogar directamente.
infoLibre publica el primer capítulo de Los entresijos del 'procés', de Oriol March, periodista de NacióDigital. La obra, editada por Catarata, ya está en las librerías.