Líderes políticos sin partido: por qué Yolanda Díaz lo tendrá más difícil que Boric o Macron

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El vaticinio de que no se pueden ganar unas elecciones sin partido empieza a convertirse en una reflexión recurrente que opera ya como una especie de mantra en torno al recorrido electoral que pueda llegar a tener Yolanda Díaz. Todo el mundo mira con expectación la evolución política de la vicepresidenta, líder mejor valorada por los ciudadanos en las encuestas desde hace muchos meses. Parte de esa expectación tiene que ver con la propia singularidad de la política gallega pero también con la falta de concreciones sobre los pasos exactos que se dispone a dar próximamente y la amplitud que puedan alcanzar los mismos. Esa agorera reflexión sobre la imposibilidad de ganar sin un partido es más popular, obviamente, entre las salas de máquinas de los propios partidos, seguramente preocupados por cómo los acontecimientos de los últimos tiempos amenazan su tradicional status de herramienta imprescindible para todo el que quiera hacer política

Pero, más allá de las posibilidades reales que tenga Yolanda Díaz de ganar unas elecciones o de ser presidenta del Gobierno, la pregunta es si realmente sus supuestas limitaciones tendrían que ver o no con la ausencia de una maquinaria partidista sobre la que asentar sus aspiraciones. No faltan ejemplos en los últimos años de líderes políticos que han ganado en las urnas sin el respaldo de un partido tradicional o incluso con sus propias organizaciones políticas en contra. En Francia, Emmanuel Macron se desligó de una estructura tan potente como la del Partido Socialista y consiguió ser presidente de la República de Francia dando a luz a En Marcha, el proyecto con el que se presentó a las elecciones. Algo parecido a lo que acaba de ocurrir con el flamante presidente de Chile, Gabriel Boric, que en 2018 creó su Convergencia Social a modo de plataforma aglutinante de otros partidos con más recorrido y pertenecientes al conocido como Frente Amplio. 

Pero hay más casos. Entre Pedro Sánchez y Donald Trump, por ejemplo, existe una analogía política evidente: ambos consiguieron liderar sus formaciones y convertirse en presidentes de España y de Estados Unidos con las maquinarias de sus propios partidos políticos en contra. Primero consiguieron doblegar a los aparatos de PSOE y Republicanos, respectivamente, y luego incluso ganar las elecciones haciendo apuestas políticas personalistas con las marcas de las siglas por las que se presentaban claramente diluidas. 

En la derecha española hoy vemos un fenómeno que también pone en duda el verdadero poder de los aparatos respecto a la ciudadanía. Con todo el control de Génova, el líder del PP, Pablo Casado, consigue a duras penas contener el pulso lanzado por su compañera de filas, Isabel Díaz Ayuso, mucho más popular entre el electorado conservador que el propio Casado a pesar de apenas contar con resortes de poder orgánico entre sus manos. También la debilidad estructural de partidos en teoría consolidados como Ciudadanos o Podemos y que afrontan momentos de incertidumbre casi existencial tras las salidas de sus fundadores Albert Rivera y Pablo Iglesias, suman elementos de duda al eterno debate sobre si los partidos políticos afrontan realmente una crisis de supervivencia o no. 

Los partidos, ¿imprescindibles?

El politólogo, profesor de la Universidad Carlos III y editor de Politikon, Pablo Simón, tiene claro que los partidos políticos están muy lejos de morir: “Es verdad que vivimos tiempos de una gran volatilidad y eso siempre significa que hay oportunidades para outsiders que, hace cinco o diez años, creíamos impensable. Pero en absoluto hay riesgo de que desaparezcan los partidos. Lo que estamos viendo es que están mutando y que no son lo mismo que en los años 90 o en los 2000. Ahora es más habitual ver a partidos más pequeños, con menos estructura y con una participación más directa de la militancia”. 

María Corrales es experta en comunicación política y forma parte de la Junta de l’Institut Sobiranies de Catalunya, próximo a En Comú. Preguntada directamente sobre si Yolanda Díaz puede aspirar a disputarle una victoria electoral al PSOE sin tener un partido detrás, responde: “Sin partidos no, pero sin el partido en sentido clásico, por supuesto”. Y lo explica: “La potencialidad de Yolanda Díaz está en la base social que la apoya como presidenta o le genera simpatía. Su reto es transformar esa potencialidad en empuje político. Ella está construyendo sus atributos desde un proyecto colectivo llamado “Gobierno”, liderando además una política como es Trabajo que, bien ejecutada, tiene un gran potencial de transversalidad. Yolanda Díaz tiene mucho más que ver con una palanca de impulso y concreción a un liderazgo ya imbricado y valorado en el electorado que no con la necesidad de construir unas siglas con las que pretender que la gente se vincule”. 

Sobre la posibilidad de que en el caso concreto de Yolanda Díaz la marca de un partido, lejos de sumarle, pueda restarle expectativas, Corrales apunta: “Una de las primeras preguntas que hay que hacerse en una campaña electoral es si eliges una campaña de candidato o de marca. Es decir, si aspiras a movilizar a los tuyos o quieres trascender a más. En el caso de Yolanda Díaz, con cotas de simpatía altísimas en todas las franjas de edad que incluso trascienden el eje ideológico, sería un sinsentido centrarse únicamente en el voto duro y blando de Podemos”. Pablo Simón coincide: “Yolanda Díaz es percibida como una candidata más al centro que Unidas Podemos, que es una marca percibida muy a la izquierda. Si aspira a ser votada por un espectro de población más transversal necesita esconder todo lo posible las siglas de Podemos”. 

Partidos mutantes

Para explicar ese fenómeno de mutación de los partidos, María Corrales recuerda “la democracia de audiencia” de Bernard Marin: “Es una tendencia a la personalización del liderazgo que ejerce la portavocía desde los medios de comunicación y que trasciende a la clásica vinculación con las siglas de los partidos. Podríamos decir que la mayor parte de la ciudadanía ya no milita en los partidos tradicionales, sino que milita en los medios de comunicación. La gente tiende cada vez más a identificarse con las personas y los liderazgos que no con las siglas”. 

Para Pablo Simón, la política también “se ha personalizado más que nunca. Ahora los rasgos de candidato tienen mucho peso en contextos en los que no los tienen tanto las estructuras de los partidos. Aunque eso opera así a la hora de emerger. Esa es la gran diferencia, que una cosa es emerger y otra es sobrevivir”. apunta. 

Trump, Macron, Boric

Aunque candidato de los republicanos, se podría decir que Donald Trump se convirtió en presidente de los Estados Unidos no gracias a su partido sino contra su partido. Carlos Hernández-Echevarría, periodista experto en política de Estados Unidos y responsable de Desinformación y Políticas Públicas en Maldita, recuerda que “no es que no contara con el apoyo, es que contaba con la abierta hostilidad del cien por cien del establishment de su partido”. Y eso, para sorpresa de muchos, se convirtió en una baza: “Tenía al aparato de su partido declarándole la guerra. Y en este caso lo interesante es que se demuestra que, a veces, los propios votantes tienen la capacidad de hacer irrelevante la estructura orgánica de los partidos refrendando en las urnas liderazgos de este tipo”. 

La pregunta es qué recetas siguió Trump para conseguir imponerse al propio Partido Republicano: “La mayor clave del éxito de Trump tiene que ver con alejarse de lo políticamente correcto, con apostar por lo inesperado, lo antiestablishment. En un momento donde la inmensa mayoría de votantes de Estados Unidos eran descreídos respecto a la política, llega Trump y dice cosas que nunca se pensaba que pudiera decir un político en público. Conectó con determinado tipo de gente porque le veían una persona auténtica que le ponía voz a lo que hasta ese momento había resultado impopular decir”. 

Pablo Simón explica el fenómeno reconociendo que “la contestación antiestablishment está cada vez más generalizada. La política convencional tiene mala prensa y todo lo que suene a aparato u oponerse al aparato es algo que en un proceso abierto en la competencia electoral sí que te da oportunidades. Eso lo hemos visto en Sánchez o en Trump pero también en Mateo Renzi o Jeremy Corbin, que ganaron contra el aparato de sus formaciones”.

El caso de Emmanuel Macron en Francia es algo diferente aunque también cuenta con puntos de conexión con lo que pasa en otros países de nuestro entorno. “Creo que en Europa durante los últimos años hemos visto muchos ejemplos como el de Macron, incluso en España. La política había llegado de estancamiento”, expone Leticia Fuentes, corresponsal en París de laSexta. “Las generaciones mayores estaban desilusionadas con la política: la izquierda había fallado a las clases obreras, la derecha estaba desactualizada y poco conectada con el ahora del país. Y las nuevas generaciones no encontraban un referente, fresco, joven, conectado con ese ahora. Sin contar con problemas específicos que tenía Francia en aquel momento como la inseguridad, la migración, la crisis económica…”

Daniel Puchol también es especialista en política francesa y ha sido corresponsal en París durante años para varios medios de comunicación. Coincide en que Macron tuvo la habilidad necesaria para aunar la experiencia que había acumulado durante su trayectoria en la vieja política como ministro de Economía de François Hollande con una visión certera de la necesidad de ofrecer algo nuevo: “Su imagen (joven en edad y mayor en maneras), la falta de un líder en el Partido Socialista (Hamon), la corrupción de la derecha (Fillon) y el cansancio de los votantes de Mélenchon, le dejaron el camino completamente expedito para que se impusiera con claridad a la ultraderechista Marine Le Pen. Macron rompió un montón de barreras, tanto por edad (fue el presidente más joven desde Napoléon), como por su manera de llegar a la política. La gente quería y necesitaba un cambio y aires nuevos y Macron supo aprovechar muy bien ese espacio”, cuenta Puchol. 

Un espacio al margen de los grandes partidos franceses, de los que Leticia Fuentes sí observa un claro desapego por parte de la ciudadanía, especialmente joven: “¿Quién de entre 20 a 35 años va a un mitin político? ¿Quién lee un panfleto de un programa político? Incluso ¿quién mira la misma web del partido? La gente no se identifica con un grupo, sino con una persona, un líder. La gente en Francia vota a la persona. Lo que transmite, cómo lo dice, cómo se mueve, en definitiva, cómo es. Para Daniel Puchol, aún así, los votantes en general “siguen teniendo muy en cuenta las siglas”. 

Hay otro caso reciente de éxito político desmarcado de las grandes estructuras tradicionales de sus país. En Chile, Gabriel Boric acaba de conseguir convertirse en el presidente más joven y más votado de toda la historia del país al frente de una organización política prácticamente recién nacida. Para María Corrales, la clave es que “en un momento en que la militancia partidista ha menguado, las campañas que acaban por generar una sensación de éxito son aquellas que consiguen el desborde popular. Es más útil pensar en clave de oleada y de ciclo que no de partido, porque en un partido nunca están todos los que podrían llegar a estar”.

España no es país para outsiders

Aunque ejemplos como los de Boric, Macron o Trump pueden resultar significativos respecto a la mutación del papel desarrollado por los partidos políticos tradicionales, casi todos los expertos consultados coinciden en señalar que la situación de países como Chile, Francia o Estados Unidos es difícilmente extrapolable a España

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“No es lo mismo un sistema parlamentario descentralizado como España que un contexto presidencial”, explica Pablo Simón. “Tú puedes formar más fácilmente una candidatura unipersonal de un outsider como hace Macron o como hace Boric cuando estás en un entorno en el que todo gira en torno a tu figura y simplemente construyes una plataforma para competir”.

El sistema de representación parlamentaria en España, sin embargo, implica una organización territorial mucho más sofisticada que obliga a tejer una red de candidaturas provinciales donde resulta difícil competir cuerpo a cuerpo con los partidos tradicionales por la propia ley electoral. Y esa red Yolanda Díaz la tendría que desplegar en un tiempo récord si realmente aspira a ofrecer una propuesta electoral alternativa a la de organizaciones más claásicas como Izquierda Unida o Podemos, que sí que cuentan ya con esa implantación en la mayor parte del territorio. 

María Corrales piensa que “una cosa es organizar una campaña electoral y la otra un partido”, algo que en última instancia cree necesario para “fijar organizativamente el proyecto”, aunque solo sea “por una cuestión de cuadros, de recursos, de liberados y de mero poder en todas aquellas administraciones donde sea posible”. Sobre el caso concreto de Yolanda Díaz, en su opinión primero debería ir la campaña y luego lo demás: “La tarea organizativa de cualquier cuestión que tenga que ver con un nuevo espacio sólido debe ser realizada a posteriori de 2023 y no antes”, concluye. Todo parece indicar que esa será la hoja de ruta escogida por Yolanda Díaz, que tiene por delante un doble reto: terminar de distanciarse oficialmente de los partidos que componen su espacio político y que la auparon hasta la vicepresidencia sin desatar la enésima tormenta de la izquierda española, y alumbrar un nuevo artefacto político sobre el que asentar su candidatura. Como Macron o Boric, pero aún más difícil.

El vaticinio de que no se pueden ganar unas elecciones sin partido empieza a convertirse en una reflexión recurrente que opera ya como una especie de mantra en torno al recorrido electoral que pueda llegar a tener Yolanda Díaz. Todo el mundo mira con expectación la evolución política de la vicepresidenta, líder mejor valorada por los ciudadanos en las encuestas desde hace muchos meses. Parte de esa expectación tiene que ver con la propia singularidad de la política gallega pero también con la falta de concreciones sobre los pasos exactos que se dispone a dar próximamente y la amplitud que puedan alcanzar los mismos. Esa agorera reflexión sobre la imposibilidad de ganar sin un partido es más popular, obviamente, entre las salas de máquinas de los propios partidos, seguramente preocupados por cómo los acontecimientos de los últimos tiempos amenazan su tradicional status de herramienta imprescindible para todo el que quiera hacer política

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