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Mañana cuando me maten

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Carlos Fonseca

Este domingo 27 de septiembre se cumplen 40 años de los últimos fusilamientos del régimen franquista. El periodista y escritor Carlos Fonseca dedica a este hecho histórico su último libro, Mañana cuando me maten (La esfera de los libros). A continuación reproducimos el capítulo 31, Campo de tiro de «El Palancar», en el que se narran las ejecuciones y el posterior enterramiento de Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García, acusados de pertenecer al FRAP.

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Algunos de los periodistas que habían asistido a la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros que dio cuenta del «enterado» del Gobierno se trasladaron esa tarde a la cárcel de Carabanchel para montar guardia a la espera de acontecimientos. Miguel Ángel Aguilar, entonces redactor jefe de la revista Posible, era uno de ellos. «La avenida de los Poblados estaba tomada por policías que patrullaban alrededor de la prisión, y el trasiego de vehículos oficiales que entraban en el recinto carcelario era continuo. Justo enfrente había un teléfono público desde el que los periodistas llamábamos a nuestros medios para informar de lo que ocurría, y así nos enteramos de que habían asaltado la embajada de España en Lisboa, que varios países habían retirado a sus representantes diplomáticos, y que el papa Pablo VI había llamado a El Pardo pidiendo clemencia –cuenta el periodista–. A lo largo de la noche fueron llegando los abogados defensores que no habían podido acompañar a los condenados (solo pudo hacerlo Javier Baselga, letrado de Xosé Humberto Baena) que nos dijeron que los iban a fusilar en lugar de ajusticiarlos a garrote vil porque de las cinco plazas de verdugo tres estaban vacantes y, por tanto, los dos en activo no podían estar a la misma hora en Madrid, donde estaban los presos del FRAP, y en Barcelona y Burgos, donde estaban los de ETA. «Hacia las cinco de la madrugada llegaron dos grandes furgones celulares, numerosos jeeps de la Policía Armada y algunos coches sin identificación que debían ser de la Brigada Político Social –sigue su relato Miguel Ángel Aguilar–. A las siete menos veinte empezamos a ver movimiento en el patio de la cárcel, y los coches que habían ido llegando durante la noche se colocaron en caravana, enfilados hacia la puerta».

La salida de los familiares y el ruido de los vehículos al arrancar anunciaron la inminente partida. «Cuando salimos de la cárcel, los policías nos insultaban. A mi madre le dijeron disparates, como que su hijo era un asesino e iba a recibir su merecido. Se ensañaron con nosotros, como si no les bastara con quitarle la vida», cuenta Victoria Sánchez-Bravo. El abogado Fernando Salas trasladó a doña Erundina y sus hijos pequeños al despacho de la calle Lista. La tensión y la impotencia acumuladas en las horas previas dieron paso a un estado de agitación sin consuelo que aconsejaba poner distancia con un destino ineluctable.

«En ese momento todavía no sabíamos con certeza dónde iban a fusilarlos, de hecho, pensábamos que sería en algún cuartel cercano a la prisión, tal vez en el de Cuatro Vientos, hasta que algunos abogados nos dijeron que la ejecución se iba a llevar a cabo en Hoyo de Manzanares», dice Miguel Ángel Aguilar. Las luces azuladas, mudas las sirenas, abrían paso al desfile, con cada uno de los sentenciados en un furgón, custodiado por un aparatoso dispositivo policial. Tras ellos, varios vehículos en los que viajaban el padre, el hermano mayor de Baena, la hermana de Sánchez-Bravo y algunos periodistas. «Yo iba en mi coche con Román Orozco, redactor de Cambio 16, y un periodista alemán, Friedrich Kassebeer, corresponsal del Süddeutsche Zeitung. Todo el trayecto desde Carabanchel estaba vigilado por la Guardia Civil, que nos detuvo en dos controles para identificarnos antes de dejarnos continuar. Entonces yo llevaba siempre conmigo un ejemplar del Código de Justicia Militar y les leía el artículo 871, según el cual las penas de muerte se ejecutarían de día, a las doce horas de notificada la sentencia, y debían ser públicas, para que nos dejaran pasar».

Próximos ya a su destino, la comitiva oficial giró a la derecha y tomó una pista de tierra que rodeaba las Escuelas de Aplicación de Tiro del Ejército y conducía a una hondonada conocida como El Palancar, en la que se iban a llevar a cabo los fusilamientos. El silencio fue absoluto cuando se apagaron los motores. Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García descendieron de los furgones, mientras los familiares permanecían en una zona sin visión directa, pero suficientemente próxima para que fueran audibles las descargas cerradas del pelotón. El párroco de Hoyo de Manzanares, a quien habían requerido para que prestara auxilio religioso a los reos que lo pidieran, aguardaba en la explanada habilitada para la ejecución. «Les dije que estaba allí por si querían algo, pero ninguno de los tres quiso nada. En el lugar de la ejecución solo estábamos dos sacerdotes, el capellán de Carabanchel y yo, y un médico militar».

«Llegamos hasta un altozano en el que estaban aparcados los furgones celulares en los que habían viajado los condenados y los jeeps que los custodiaban –dice Miguel Ángel Aguilar–. Un oficial nos comentó que teníamos que esperar mientras consultaba hasta dónde podíamos entrar, y en ese momento escuchamos la primera descarga de fusil. El militar nos dijo que solo autorizaban a tres periodistas a presenciar las ejecuciones y nos montaron en un jeep para llevarnos al campo de tiro. Durante el trayecto escuchamos la segunda descarga. En un nuevo control el oficial que nos acompañaba nos presentó a un coronel del Ejército, que era quien debía decirnos dónde podíamos ponernos, y tras una corta conversación entre este y un teniente coronel de la Guardia Civil nos dijeron que no podíamos estar allí y teníamos que regresar con el resto de compañeros. Justo cuando nos retirábamos escuchamos la tercera descarga».

A las nueve y veintidós minutos había sido ejecutado José Humberto Baena. Tras un cuarto de hora de espera para que el teniente médico Vicente López reconociera el cuerpo y certificara su defunción, una segunda descarga acabó con la vida de Ramón García Sanz. Minutos más tarde otra salva ejecutaba a José Luis Sánchez-Bravo. El juez, coronel Agustín Puebla, y el secretario, capitán José Pérez de Bethencourt, extendieron de modo funcionarial sendas diligencias acreditando las ejecuciones.

Se hace constar, por medio de la presente, que a las diez horas del día veintisiete de septiembre de mil novecientos setenta y cinco ha sido ejecutada por fusilamiento la pena de muerte en la persona del reo José Luis Sánchez-Bravo en el campo de tiro del Palancar (Ho- yo de Manzanares). Una vez ejecutada la pena de muerte el coman- dante médico, donVicente López Rodríguez, previo reconocimien- to del cuerpo del reo, certificó su defunción.Y para que así conste, la firma con S. Sª, de lo que yo como secretario doy fe.

«Escuché los primeros disparos y no sabía si era mi hermano –dice Victoria Sánchez-Bravo–. Después, los segundos y los terceros. Hubo un silencio muy grande y vimos bajar riéndose a los miembros de los pelotones de fusilamiento, como si vinieran de celebrar algo». «Fue todo muy rápido –dice el párroco de Hoyo de Manzanares–. Murieron de una forma absolutamente íntegra, sin decir una palabra. Me limité a leer un breve ritual. Al entierro acudí yo, sin el capellán penitenciario, que me preguntó si no me importaba asistir a mí solo porque él no era capaz de entrar en el cementerio. Estaba deshecho. Es lógico, porque los conocía bastante».

Tras las ejecuciones, familiares y abogados se trasladaron al cementerio de Hoyo de Manzanares para cumplimentar el doloroso trámite de las identificaciones. En ese momento debían formalizar los permisos para hacerse cargo del enterramiento en sus localidades de origen o, en su defecto, serían las autoridades militares las que se encargaran de darles tierra en una sepultura de caridad del camposanto. Las familias recibieron los certificados de defunción firmados por el teniente médico, en los que se recogía como causa de la muerte «shock traumático», y los de inscripción en el Registro Civil y licencia para dar sepultura emitidos por el juez de paz Juan Egido.

«Las tres fosas estaban ya excavadas y apilaron los féretros sobre los montículos de tierra recién vaciada –relata el fotógrafo Gustavo Catalán Deus–. Como las cajas quedaron inclinadas, empezó a correr la sangre por las esquinas. Fue algo que jamás se me va a olvidar. Había militares, policías, abogados y algún familiar. La tensión era enorme. Allí se habían congregado muchos miembros de la Brigada Político Social, desde el famoso comisario Saturnino Yagüe a Billy el Niño. Se habían puesto corbatas de colores chillones para la ocasión».

«El pelotón que fusiló a Baena, que fue acusado de matar a un policía, estaba integrado por guardias civiles voluntarios, y el que ajustició a Sánchez-Bravo y García Sanz, condenados por la muerte de un miembro de la Benemérita, por policías armadas. Los féretros estaban hechos con tablas de madera mal remachadas y la sangre se filtraba entre ellos. La escena de un comandante del Ejército dando las condolencias a las familias de los fusilados fue tremenda», concluye el periodista Miguel Ángel Aguilar.

Don Fernando Baena no tuvo fuerzas para reconocer el cuerpo de su hijo y tuvo que ser su primogénito Fernando quien lo hiciera. «En los primeros momentos pensé trasladarlo a Vigo, cumpliendo sus deseos de ser enterrado en el panteón familiar, pero pensándolo mejor no quise hacerlo en ese momento porque temí que al llegar a Vigo pudiera ocurrir algún incidente en su entierro –escribió el padre de Xosé en su diario–. Decidí que fuera enterrado provisionalmente en el pequeño cementerio de Hoyo de Manzanares, al lado de otro ajusticiado que carecía de familia para hacerse cargo de él [Ramón García Sanz]. Tanto por las autoridades militares, que me expresaron su condolencia por verse obligados a cumplir órdenes tan severas, como por las de Hoyo de Manzanares, recibí toda clase de facilidades para mi pretensión, comprendiendo mi punto de vista en aquellos momentos de tensión emocional».

Victoria contempló el cuerpo inerte de su hermano y expresó su voluntad de hacerse cargo del mismo para inhumarlo en el cementerio de Murcia. El juez le comunicó que el enterramiento debía hacerse sin pompa y que tenía la obligación de entregar una certificación detallada del mismo. A las seis de la tarde, una ambulancia con el cuerpo de José Luis emprendió la marcha escoltada por fuerzas de la Guardia Civil. Sus restos fueron enterrados a las ocho de la mañana del día siguiente en el cementerio de Nuestro Padre Jesús.

Ramón García Sanz, que se enfrentó a la muerte sin el consuelo de ningún familiar, había solicitado que le enterraran con sus compañeros, y que si estos eran trasladados por sus familias a otros lugares le dieran sepultura a él solo y no en una fosa común. A las 13.45 su cuerpo era sepultado junto al de Xosé Humberto Baena, a la espera de que la familia de este organizara su traslado a Vigo.

«Ocho días después, ya aplacados los ánimos por las ejecuciones, volví a Madrid para efectuar el traslado del cadáver de mi hijo a Vigo y cumplir su deseo de descansar en tierra gallega, entre los suyos –sigue su relato el padre de Baena–. Me dirigí al juzgado militar, donde el señor coronel que tan amablemente me atendió en Hoyo de Manzanares me dijo que siempre que por Sanidad y las autoridades civiles me fueran facilitados los correspondientes permisos no tendría ningún problema, ya que habiendo firmado la recepción de cadáver de mi hijo tenían que ser por mi cuenta todos los gastos del traslado. Conseguí los permisos y concerté en 72.500 pesetas con una funeraria de Alcobendas la entrega del cadáver a las puertas del cementerio de Pereiró, en Vigo. Quedamos en que estaríamos en Porriño para acompañarlos sobre las diez de la mañana, ya que había que hacer algunos trámites con la documentación que les había entregado y ellos traían. Los de la funeraria, desconociendo la carretera, salieron antes de la hora convenida y llegaron a Porriño muy temprano. La policía les pidió la documentación, y al saber de lo que se trataba les ordenaron que salieran inmediatamente para Vigo. Ellos alegaron que tenían que entregar el cadáver a la familia, que era la que tenía que pagarles, pero les obligaron a salir. Mi hermana y mi hijo Fernando, que venían a buscarme para ir a recibir el féretro, se cruzaron en la carretera con dos coches policiales que custodiaban una carroza fúnebre y les siguieron hasta al cementerio. Con gran sorpresa vieron que se abrían las puertas, entraba la carroza y se volvían a cerrar. Aún no eran las ocho de la mañana. La carroza se dirigió hasta los nichos de la familia, y sin más miramientos, sin documentación, lo enterraron con la sola presencia, por casualidad, de mi hermana y mi hijo Fernando.

»Cuando a las nueve de la mañana me trajeron la noticia mi desesperación fue indecible. Pensé mil disparates, pero pronto me calmé, pues comprendí que esto era una prueba más de su inocencia, ya que ningún criminal podría causar pánico a la policía quince días después de muerto. Había tomado la precaución de decir a las amistades que me preguntaban la hora del entierro que se efectuaría por la tarde, ya que nuestro deseo era que estuviéramos solo los familiares más directos.

»Debo haceros constar que oficialmente no he recibido noticia ninguna, ni de la detención, ni de la condena, ni de la ejecución de mi hijo. Después de todos los sufrimientos por los que he pasado, hoy me parece el más horrible el escamoteo del cadáver, cuando lo consideraba muy mío, como me dijeron en Madrid, privándome del consuelo de acompañarlo a su última morada.

»Bueno, creo haber cumplido sus últimos deseos de comunicaros estos detalles, de los que tendréis conocimiento pasados algunos años –concluye su diario–. Algo queda por decir, pero como no puedo garantizar su veracidad me he limitado a comentar únicamente parte de lo que he vivido. Y ahora, un consejo. Cumplid siempre como personas honradas, tanto en política como en leyes. Si alguna vez consideráis que son equivocadas, no os enfrentéis a ellas y tened paciencia, que siempre hay una puerta abierta para reformarlas sin llegar a extremos que no tengan solución. Adiós».

En el caso de Ramón García Sanz, pasaron algo más de cuatro meses hasta que su hermano Santiago, que estaba ingresado en un hospital de Zaragoza cuando fue fusilado y no pudo acompañarlo en capilla, consiguió localizar al abogado Gerardo Viada, que junto a Juan Aguirre le habían defendido en el consejo de guerra. El 5 de febrero de 1976 escribió a Viada:

Muy señor mío, me dirijo a usted rogándole perdone si me he equivocado, creo que usted fue el abogado defensor de mi hermano Ramón García Sanz, fallecido el 28 de septiembre de 1975 [equivocaba la fecha], en las últimas ejecuciones. Soy su único familiar, que no pude acudir a Madrid el día de su fallecimiento por no permitírmelo el médico, ya que mi estado de salud deja mucho que desear. Como yo no he podido saber de mi hermano en sus últimos momentos, le agradecería que me dijese, si usted lo sabe, si mi hermano tenía alguna cosa que yo pudiese conservar como recuerdo (…). Le agradecería que, aunque fuese mucha molestia para usted, hiciese el favor de contestarme, ya que para mí sería una de las pocas alegrías que puedo tener. Tengo veinticinco años y creo que no me podré poner bien en mucho tiempo, ya que toda mi vida he estado enfermo. Dándole las gracias de antemano, le saludo respetuosamente.

Días después, Gerardo Viada le escribía al Hospital Provincial Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, en el que continuaba ingresado, para contarle las últimas horas de su hermano.

Querido amigo:Te escribo en mi nombre y en el de Juan Aguirre Alonso, compañero mío y designado como titular por tu hermano para su defensa. Nos produce gran satisfacción tener, al fin, noticias tuyas, ya que hemos tratado varias veces de conseguir tu dirección. Únicamente tuvimos contacto con tu tío, que vino a Madrid para asistir al juicio, y apenas pudimos hablar unos minutos debido a lo apremiante de la situación.A tu hermano Ramón solo pudimos verle cuatro veces –la noche anterior al juicio y en El Goloso–, pero fueron suficientes para darnos cuenta de su categoría humana. Fueron entrevistas intensas, cargadas de emoción, donde Ramón nos dio un auténtico ejemplo de serenidad, valentía y honradez.Nos resulta realmente difícil explicarte por carta lo que fue el juicio y la ejecución. Algún día te haremos una visita e intentaremos explicarte de palabra lo que realmente ocurrió. Nuestro problema es que estamos muy ocupados, pero te prometemos visitarte lo antes posible.Nos imaginamos que la única información que tienes es la de la prensa, que como te podrás suponer es incompleta y tendenciosa. De cualquier forma, lo que sí sabrás es que los nueve abogados civiles que participamos en el juicio fuimos relevados de la defensa por querer defender de verdad y no participar en aquella farsa. Respecto a esto, Ramón nos había dicho con anterioridad que si no podíamos defender libremente era mejor que renunciáramos. Asimismo, Ramón rechazó públicamente al comandante del Ejército que nos sustituyó.Ramón, antes de ser ejecutado, escribió una pequeña nota –hoy unida al sumario– en la que te nombraba a ti heredero universal de todos sus bienes. Ya hemos realizado las gestiones oportunas en el juzgado militar para que te envíen sus objetos personales (reloj, cartera, etc.). Creemos que no habrá ningún problema, y ya les hemos facilitado tu dirección, por lo que esperamos que este asunto se resolverá pronto. Como puedes observar, Ramón se acordó mucho de ti en los últimos momentos. A nosotros no nos permitieron pasar la última noche con él porque ya habíamos sido relevados de la defensa, y Ramón no quiso hablar con el comandante. Pasó su última noche solamente con sus compañeros.Si hay una cosa en la que hemos coincidido es que fue el más sereno y tranquilo de todos. El párroco de Hoyo de Manzanares, que habló con ellos momentos antes de su muerte, nos dijo que estaba profundamente impresionado por su serenidad y valentía. Ramón –no lo dudes– tenía la seguridad de que únicamente gozan aquellos que tienen la conciencia tranquila y que saben que algún día se les hará justicia.Adjunto te envío fotocopias de algunos documentos que tenemos. Son un escrito que dirigimos al Capitán General informándole de los hechos, y un artículo de Blanco y Negro que fue secuestrado. En él, a pesar de que no es exacto y tiene algunos errores, se narran los últimos momentos. Espero que todo ello te ayude a ir formándote una idea clara de los hechos.Nos gustaría mucho mantener correspondencia contigo, y si quieres alguna cosa o saber algo en concreto no dudes en pedírnoslo, porque puedes tener la seguridad de que el recuerdo de Ramón va a ser muy difícil de olvidar.Un fuerte abrazo.

Este domingo 27 de septiembre se cumplen 40 años de los últimos fusilamientos del régimen franquista. El periodista y escritor Carlos Fonseca dedica a este hecho histórico su último libro, Mañana cuando me maten (La esfera de los libros). A continuación reproducimos el capítulo 31, Campo de tiro de «El Palancar», en el que se narran las ejecuciones y el posterior enterramiento de Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García, acusados de pertenecer al FRAP.

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