Si algo no falta en este nuevo ciclo electoral que se abre paso son las encuestas de intención de voto. Es una buena noticia. Los sondeos son imprescindibles para conocer la opinión pública, pero también la mejor herramienta que disponemos para medir las expectativas electorales de los partidos políticos. Pero tienen sus limitaciones.
Para analizar una encuesta —no hablo de interpretarla— primero hay que examinar diferentes aspectos metodológicos (la ficha técnica, el cuestionario, etc.) que nos permitirán tener la información necesaria para interpretar correctamente sus resultados, en definitiva, para distinguir la señal del ruido.
Este jueves, el CIS ha publicado un barómetro preelectoral con una muestra de casi 22 mil entrevistas, lo que significa, tal y como se puede leer en la propia metodología del instituto público, que el margen de error es de 0,7 puntos porcentuales. Esto es, aproximadamente el 95% de las ocasiones, los resultados que ofrece la encuesta reflejarán las opiniones de la población general con la oscilación indicada. Para una encuesta estándar, con una muestra de alrededor de 1.000 entrevistas, el margen de error sería de alrededor de 3 puntos.
Pero el margen de error no es la desviación que puede tener la encuesta en su estimación sino el peaje estadístico (variación de muestreo) a pagar por querer conocer la opinión de muchas personas preguntado a unas pocas. La desviación de las encuestas puede tener orígenes distintos: el diseño de la muestra, la calidad de los datos, la formulación de las preguntas, la cocina electoral…
Según una base de datos propia con más de 8.000 encuestas para elecciones municipales, autonómicas y generales desde 1977, la mitad de los sondeos de estimación de voto tienen mayores desviaciones que el margen de error asociado a su tamaño muestral, aunque eso no invalida el estudio, ni siquiera se tiene que considerar necesariamente una mala estimación.
En este caso, es importante la gestión de las expectativas. Adquiere vital importancia la forma en la que comunicamos las interpretaciones, análisis y resultados que arrojan los distintos sondeos. Tenemos una falsa percepción sobre las encuestas como herramientas precisas, a menudo reportando sus resultados con decimales, como si fuera a ser relevante cuando las desviaciones esperadas son superiores a 2, 3 o 4 puntos porcentuales.
Es más: una encuesta con desviaciones como las que he mencionado es igual de buena como las que se desvían por debajo de un punto porcentual.
De hecho, la desviación media de una encuesta —o el error absoluto medio por partido— en los últimos cien días antes de unas elecciones generales o autonómicas es superior a 2 puntos y se duplican para las municipales.
Hay diferencias notables entre ciclos electorales. Por ejemplo, cuando irrumpieron los nuevos partidos en 2015 y 2016, la desviación media de los sondeos ascendió a casi 3 puntos por partido debido a la dificultad que supone estimar nuevas corrientes políticas ante la ausencia de un registro histórico que los respalde.
Otro ejemplo: cuando José Luis Rodríguez Zapatero consiguió llegar a La Moncloa por primera vez, tras las elecciones de marzo de 2004, la mayoría de los sondeos apuntaban a una nueva victoria del PP. Tras los atentados del 11M, a tres días de la cita con las urnas, las tendencias se invirtieron, pero pocos lo pudieron saber. La mayoría de las encuestas reflejaban un escenario de estabilidad a lo largo del último año, con el PP por encima del 40% en intención de voto y el PSOE a una distancia de entre 4 y 6 puntos.
Sin embargo, las encuestas a pie de urna —las que se hacen en los propios colegios electorales el mismo día de la votación— consiguieron ver el cambio de tendencia a pesar del ‘cisne negro’, anticipando la victoria de los socialistas.
Son muchos los factores que influyen en la desviación de las encuestas: los días que quedan para la celebración de las elecciones desde que se hace la encuesta, el tamaño de la muestra, la calidad de la casa encuestadora, el ámbito territorial o la tasa de indecisión del electorado son algunas de ellas. Por eso creo importante aproximarse a las encuestas desde otro punto de vista, sobre todo cuando se trata de anticipar tendencias electorales.
Primero, mediante los promedios de encuestas, que permiten llegar a ‘soluciones de consenso’ entre sondeos que estiman resultados dispares para la misma carrera electoral, reduciendo el ruido (variaciones) notablemente y mitigando desviaciones relacionadas con el azar o el diseño muestral.
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Segundo, adquiriendo un punto de vista probabilístico y no determinístico. Se trata de no proyectar únicamente una estimación concreta, una foto fija, sino ofrecer un abanico de posibilidades en el que, con más o menos certidumbre, seamos capaces de identificar escenarios más y menos probables.
Un ejemplo claro son las próximas elecciones autonómicas en Madrid o en la Comunitat Valenciana. En ambos casos, la entrada o no de Podemos a los parlamentos regionales dirimirá el éxito de la izquierda o la derecha. Según el sondeo que se consulte, Podemos estaría rozando el umbral mínimo necesario para conseguir representación —a veces un poco por encima, otras por debajo— y permitir a reeditar el pacto del Botànic en Valencia o impedir la mayoría absoluta de Ayuso en Madrid.
¿Qué significa esto? Pues, por cuestión de décimas, podría cambiar el devenir de un gobierno autonómico y, en consecuencia, las expectativas electorales de los partidos políticos. Ahí es cuando adquiere especial importancia la visión probabilística, porque permite saber cuál es el escenario central de una carrera electoral (la fotografía), pero también conocer cuán probables son otros escenarios.
Si algo no falta en este nuevo ciclo electoral que se abre paso son las encuestas de intención de voto. Es una buena noticia. Los sondeos son imprescindibles para conocer la opinión pública, pero también la mejor herramienta que disponemos para medir las expectativas electorales de los partidos políticos. Pero tienen sus limitaciones.