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¿Las mejores universidades del mundo? La trampa de los 'rankings' que miden la calidad de los centros

Imagen de varios alumnos haciendo el examen de la PAU en un aula de una universidad madrileña.

Cuatro universidades españolas dentro del top de las 200 mejores del mundo. Todas públicas, dos en Barcelona y dos en Madrid. No sólo eso: España ha sido el único país europeo con más de un centro dentro de la clasificación QS World University Rankings hecha pública este jueves. Sin embargo, lo que a priori parece tan sólo un listado de buenas noticias esconde algún que otro claroscuro. Más que nada porque no son pocas las voces que, como mínimo, cuestionan este tipo de clasificaciones. Por lo que significan, por cómo se elaboran y por las consecuencias que producen.

El QS es tan solo uno de tantos, aunque contando con él son tres los más conocidos. Los otros dos son el ranking Shangái —o ARWU, por sus siglas en inglés— y el Times Higher Education. Y en todos se cuelan siempre varios centros españoles. En la última edición del primero, por ejemplo, entraron 36 universidades españolas entre las 1.000 mejores del mundo. La Universitat de Barcelona fue entonces la mejor calificada y es, precisamente, la que también ha repetido este jueves. Junto a ella, la Autonóma de Barcelona y la de Madrid, acompañada también de la Complutense. Y si se amplía la mirada hay muchas más.

La clasificación evalúa a 1.500 instituciones de 106 países y territorios y entre todas ellas, en total, hay 38 españolas, trece de las cuales obtienen además mejor nota que en el último examen. Aun así, el país más representado continúa siendo Estados Unidos. Eso no cambia. Por decimocuarto año consecutivo, el Instituto Tecnológico de Massachusetts se ha llevado la medalla de oro, seguido del Imperial College de Londres y la Universidad de Stanford.

No han existido siempre. Según recoge el profesor de la Universidad de Extremadura Jorge Caldera-Serrano en un artículo titulado Perversión del uso de los rankings universitarios en las políticas educativas nacionales y supranacionales, fue en 2003 cuando surgió la primera de estas clasificaciones. Fue Shangái, que nació tan sólo un año antes de QS. El Times Higher Education, por su parte, nació de una escisión de este último y lo hizo en 2010. Todos evalúan, señala el docente, "parámetros que se consideran significativos y que son ponderados por sus creadores, extrapolando la posición numérica resultado de dicha clasificación a términos de calidad". Dicho de otro modo: otorgando puntos en función del cumplimiento de ciertas exigencias. Y es en ellas donde está lo que muchos consideran el primer problema.

¿Qué se evalúa?

Sobre el papel, la teoría dice que los rankings mundiales que posicionan las universidades del mundo miden la calidad de los centros. La cuestión es qué se puede enmarcar dentro de ese concepto. Ha sido precisamente uno de los términos protagonistas del debate público de los últimos meses, sobre todo desde que el Gobierno de Pedro Sánchez anunció una reforma del decreto que marca las normas bajo las cuales se autoriza la creación de nuevos centros. El objetivo del Ejecutivo era asegurar que todas las instituciones que abrieran sus puertas cumplían unas mínimas exigencias, un precepto que pedían cumplir frente a la proliferación prácticamente sin filtros de centros privados que, sin ambages, fueron tachados de "chiringuitos". "Esto no va de universidades públicas contra universidades privadas. Esto va de universidades buenas contra universidades malas", señaló la ministra de Educación y portavoz, Pilar Alegría.

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La cuestión es que cuando alguna de las primeras o alguna de las segundas —algo que ocurre menos, en cualquier caso— aparecen en uno de esos rankings internacionales, la noticia es anunciada a bombo y platillo por los defensores de uno u otro modelo. Sin embargo, lo que algunos docentes y expertos cuestionan es el significado mismo de aparecer. Porque, ¿qué miden exactamente esas evaluaciones?

"Lo que hacen es poner la atención en variables cuantitativas, sin tener en cuenta otras muchas cuestiones que también tienen mucho que ver con la calidad de los centros. Es decir, son exámenes que se basan en la apariencia y no tanto en factores que influyen incluso más en la vida cotidiana de la universidad", critica desde el otro lado del teléfono el catedrático en la Facultad de Educación de la Universidad de Valladolid en Segovia Luis Torrego. "Medir está bien, pero hay que tener en cuenta que los factores meramente cuantitativos siempre tienen límites", añade por su parte la profesora de Sociología de la Educación en la UCM. No tienen en cuenta por ejemplo la inversión que recibe cada centro. Ni tampoco el contexto en el que se ubican.

El Shangái, el examen más antiguo y potente, puntúa los centros en función de cuatro indicadores básicos: la calidad de la educación (medida por antiguos alumnos ganadores de premios Nobel u otros galardones), la calidad del profesorado (medido de la misma manera), los resultados de la investigación (es decir, número de artículos publicados en Nature Science) y el rendimiento per cápita. El ranking QS, por su parte, barema también la empleabilidad, la diversidad de estudiantes internacionales, la proporción que suponen sobre el total o la sostenibilidad de la institución.

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Para Torrego la crítica está clara: ¿cómo se traduce en la docencia tener más o menos profesorado con premios Nobel? De ninguna manera. "Tampoco eso se traslada a la labor de investigación", subraya. "Tampoco se evalúa cómo se tutoriza al alumnado, ni la colaboración entre el profesorado. Eso sí incrementa la calidad docente, pero ningún examen de este tipo lo computa", se queja.

La educación superior como competición

No se queda ahí. Para Torrego, otro de los problemas que se desprende de estos exámenes es que, al final y en síntesis, fomentan un sistema de competición entre los centros, algo que merma el conocimiento científico. "Lo que produce mejores resultados es la cooperación, no el convertir las universidades en una especie de empresas que tienen que luchar en el mercado", subraya el experto. Caldera-Serrano también lo recoge en su artículo: las mediciones son "una pieza clave en la lucha permanente por la excelencia institucional, no entendida como mejora individual sino como posicionamiento ante la competencia".

En esta misma línea, Mellizo-Soto también es clara: medir y cuantificar, insiste, no tiene nada de malo. Pero no puede ser un fin en sí mismo. Es decir, una vez obtenidos esos resultados hay que contextualizarlos, también siempre teniendo en cuenta, dice, que son realizados por empresas privadas con sus propios intereses. "No es luchar contra las demás instituciones por luchar. Lo interesante de estas clasificaciones es ver qué implican, qué significan. Contextualizar, entenderlo y actuar en función de la nota que se obtiene", explica.

Posar para la foto

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El resultado, lamentan todos, es que hay muchas universidades que orientan sus políticas a salir mejor en la foto de estos rankings y no, en cambio, a mejorar su función como servicio público. Como recoge Caldera-Serrano en su artículo, el origen de estos exámenes no estaba en orientar de ningún modo las políticas nacionales o universitarias, lo que ocurre es que eso "no parece que sea óbice para que algunos gobiernos tengan en cuenta estos rankings para desarrollar sus sistemas en ámbitos como la organización y como la distribución de recursos económicos". Hay varios ejemplos: Qatar ha utilizado esas clasificaciones para repatir becas de formación en el extranjero; República Checa, para evaluar las universidades a nivel nacional; Singapur, para generar políticas.

Pero no hace falta irse tan lejos. Según explicó a profesora de la Universidad de Málaga Carmen Rodríguez Martínez en conversación con infoLibre, en España hay "muchos docentes que producen sin parar, hasta sin un proyecto claro y definido, porque eso les da acreditaciones" y eso permite subir de categoría, lo que redunda también en una mejor posición en esos rankings internacionales. Lo hacen además sin más tiempo, lamenta, lo que provoca que se contrate a becarios o ayudantes, incrementando además la precariedad laboral.

"Estas evaluaciones se dedican a la apariencia y al final consiguen que lo que quieran las universidades en entrar en ellas para aparecer en prensa. Al final, eso se traduce en prestigio. El resultado es que tienden a actuar y a presupuestar con ese objetivo. Los rankings son un mero escaparate que olvidan la visión de servicio público de las universidades", sentencia Torrego.

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