La memoria histórica vista con gafas moradas: ellos se llevan la gloria y ellas el olvido

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Manuela Bergerot, actual coportavoz de Más Madrid, recuerda casi a la perfección esa charla de la histórica activista Justa Montero a la que acudió hace ya algunos años y que permitió que su cabeza hiciese click. “Nos dijo que teníamos que llevar el feminismo a todos nuestros espacios de compromiso”, rememora. Por aquel entonces, ella trabajaba intensamente en cuestiones relacionadas con la memoria histórica. Por eso, no dudó en poner el foco crítico sobre este campo. Al hacerlo, la venda cayó al suelo. Como en tantos ámbitos de la vida, en este también se dio cuenta de que existía una “naturalización del patriarcado” que relega a las mujeres de la Guerra Civil, la Dictadura y la Transición a un segundo plano en el que suelen prevalecer los padecimientos sobre los compromisos políticos y las historias individuales sobre las luchas colectivas. Son reconocidos Buenaventura Durruti o Manuel Girón, pero apenas suenan nombres como el de Tomasa Cuevas o Rosario Sánchez Mora. Todos conocen las historias de los maquis, pero apenas se da relevancia a las fundamentales redes de apoyo de las mujeres para garantizar su supervivencia. Todos saben qué es la CNT, pero pocos la Unión de Mujeres Antifascistas Españolas.

El problema de una ausencia de memoria histórica con perspectiva de género reside en la imposición de narrativas que suelen apoyarse sobre el relato romántico de la guerra, marcado por la épica y protagonizado, en la mayoría de los casos, por personajes masculinos. “Se tiende a la masculinización y a la jerarquización, lo que ha llevado a priorizar aquellas historias de quienes estuvieron en el cuerpo a cuerpo”, cuenta Esther López Barceló, historiadora y responsable de Memoria Democrática de IU. Sin embargo, el papel de ellas también fue clave, y mucho menos reconocido, durante el conflicto bélico. En el frente, con nombres como el de Rosario Sánchez Mora, más conocida como La Dinamitera, quien con diecisiete años no dudó en incorporarse a las Milicias Obreras del Quinto Regimiento para tratar de contener la ofensiva sobre Madrid de las tropas del general golpista Emilio Mola y que acabó convirtiéndose en jefa de cartería de su división. Es solo uno de los muchos nombres de aquellas miles de mujeres que decidieron empuñar un fusil en la contienda. Como el de Paulina Órdena, destacada militante comunista que jugó un papel relevante en el frente de Granada. 

“El hecho de haber priorizado esto es que tenemos toda la información que queremos sobre los batallones o el número de combatientes pero apenas sobre el papel jugado por las mujeres durante aquellas décadas”, apunta Julia Monge, miembro del colectivo memorialista Intxorta 1937 Kultur Elkartea. Es una cuestión en la que también incide Bergerot. Al otro lado del teléfono, la experta explica que nunca se ha puesto “en valor” que la sociedad española levantó en su momento la cabeza gracias a todas aquellas mujeres anónimas de la posguerra que “sacaron con su esfuerzo adelante a todas las familias”. En buena parte de los casos, ellas solas. “Pero eso no parece tan épico”, dice. Igual que no parece tan épico, a priori, el papel que jugaron a la hora de mantener en pie la resistencia antifranquista. El recuerdo colectivo está repleto, por ejemplo, de numerosas historias sobre maquis como el histórico leonés Manuel Girón. Sin embargo, suele olvidarse que las redes de apoyo que se encargaban de establecer las mujeres eran claves para hacerles llegar la comida, ropa o medicinas para seguir batallando.

Por lo general, las expertas explican que buena parte del relato que se suele hacer de la mujer durante aquellas décadas negras gira alrededor de la represión sufrida por las mismas. “Es lo único que suele recuperarse”, coinciden. Un padecimiento que fue terrible. “Toda y cualquier conducta con connotación sexual que se ejerció sobre ellas por su condición de género –violaciones, tocamientos, purgantes, pelo rapado, colocación de pequeños moños rojos en la cabeza pelada al cero, amenazas, golpes, introducción de la cabeza en vinagre, abusos sexuales, torturas genitales, lenguaje verbal descalificatorio y violento, etc.– apuntaba a dominar, destruir, violentar, agredir, inspirar miedo, o peor, terror, degradar o humillarlas teniendo en cuenta el lugar que éstas ocupan en el sistema sexo/género”, recogen las catedráticas de Historia Cándida Martínez López y María Dolores Ramos en su artículo “La memoria histórica de las mujeres”. Sin olvidar a todas aquellas que, más allá de la violencia física, sufrieron también desprecio social, hambre, depuraciones laborales o chantajes emocionales.

“El padecimiento” no puede ser “lo único que se recupere”

No puede, ni debe, dejar de hablarse de esta represión, por supuesto. Sin embargo, las tres expertas creen que “el padecimiento” no tiene que ser “lo único que se recupere”, como tampoco exclusivamente el rol de madres y cuidadoras que se encargó de asignarles el nacionalcatolicismo y que se sigue perpetuando en parte en la actualidad. Algo que, dicen, termina por despolitizarlas. Porque no hay que perder de vista que si fueron represaliadas o asesinadas fue, en gran parte de los casos, por su firme compromiso político. Como el de María Domínguez, la primera alcaldesa de España en época democrática cuyo nombre acaba de ser rescatado del olvido gracias a la exhumación e identificación de sus restos en un pequeño municipio de Zaragoza, en el que la convencida socialista y fundadora de la sección local de UGT fue asesinada en septiembre de 1936. De hecho, Bergerot cuenta que la retirada de esta condición política quedaba perfectamente plasmada en las sentencias militares de la época franquista: a ellos se les condenaba por dicho compromiso, mientras que a ellas, en buena parte de los casos, símplemente por sus vínculos de parentesco con estos hombres.

Una idea de compromiso sentimental que sigue persistiendo en muchos casos. Es algo que se puede ver, como recuerdan las expertas, en algunos monumentos levantados en recuerdo de muchas de ellas. Es el caso, por ejemplo, del construido en el cementerio de Grazalema, en Cádiz, para rendir homenaje a las 15 mujeres y un niño asesinados tras el golpe de Estado de 1936. Un mausoleo compuesto por una escultura en la que se pueden ver las siluetas de todas ellas y en cuya base figuran corazones con sus nombres y una inscripción: “Por defender la paz y la libertad fueron asesinadas”. La antropóloga María Laura Martín-Chiappe ponía el foco en esta representación en su artículo “Fosas comunes de mujeres: narrativas de la(s) violencia(s) y lugares de dignificación”. “Pareciera que estas elecciones pueden interpretarse dentro del más amplio sistema de significados en el cual las mujeres suelen ser vistas como víctimas sin agencia y sin intencionalidad política”, señalaba la experta, quien también se preguntaba cómo era posible que luchasen “por la paz y la libertad” si “como se desprende de las narrativas en torno a la represión contra las mujeres pensamos que éstas no tenían intereses o compromisos políticos”.

Excepcionalidades que difuminan la “lucha colectiva”

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Es cierto que hay nombres que son extremadamente relevantes. Y que se conoce a la perfección sus logros y su trayectoria política. Solo hay que pensar, por ejemplo, en Dolores Ibarruri, La Pasionaria, o en Victoria Kent, la segunda abogada que consiguió colegiarse en España tras la valenciana Ascensión Chirivella. Para Monge, son mujeres cuyas historias no podemos olvidar. Sin embargo, cree que es un error no romper con un relato que las sitúa como excepcionalidades. Coincide con ella Bergerot. Considera que esta “atomización” difumina la existencia de una “lucha colectiva” durante aquella etapa negra. Porque no hay que olvidar que las mujeres empujaron con fuerza en las calles en pleno franquismo. Y que lo hicieron unidas. Por ejemplo, a finales de los años cincuenta o en la oleada huelguista de 1962. En aquella época, la Asociación de Mujeres Universitarias o el retorno de la Unión de Mujeres Antifascistas Españolas hicieron numerosos llamamientos para celebrar el Día Internacional de la Mujer a partir de 1954, el boicot a los transportes en 1957 o la celebración del Día de Huelga Nacional Pacífica en junio de 1959.

“Siempre se ha mirado a los movimientos sociales desde la clave obrerista, muy masculinizada, lo que ha provocado que el papel asociativo feminista en ese momento previo a la Transición siempre haya quedado en un segundo plano”, apostilla López. En este sentido, la historiadora también pone sobre la mesa la enorme importancia que tuvo el Movimiento Democrático de Mujeres, en cuya fundación tuvo un papel destacado la militante comunista Dulcinea Bellido. El colectivo surgió allá por 1965 en la órbita del Partido Comunista aunque con una perspectiva más plural. “Sus fundadoras y seguidoras vinculan la emancipación femenina con la abolición del régimen franquista. Combinan las reivindicaciones y políticas sociales con otras específicas en las que sobresale la defensa de la igualdad jurídica e introducen en la agenda reivindicativa peticiones que suponen una paulatina politización de lo privado: guarderías, comedores infantiles, educación sexual y anticonceptivos, entre otras”, recogen las dos catedráticas de Historia en su artículo. Entre sus prioridades, estaba llegar a todas las mujeres de los barrios. Por eso, el colectivo no dudó en insertarse tanto en las asociaciones de amas de casa como en las de vecinos.

“El movimiento más político y más transformador que hubo fue el feminista, aunque eso no está ni en los libros de texto ni en una memoria pública”, apunta Bergerot. En este sentido, pone de relieve un acontecimiento durante la Transición al que apenas se le da la relevancia que debería. En la redacción de la Constitución de 1978, el movimiento feminista madrileño, organizado alrededor de una serie de plataformas, presentó un manifiesto contra la Carta Magna y planteó una serie de propuestas “muy avanzadas” para la época, en las que incluso se ponía sobre la mesa la despenalización del aborto. “Fueron rechazadas por el PCE y el PSOE”, comenta Bergerot. Al final, hicieron campaña por la abstención. Ahora, cuatro décadas después de aquello, están marcados a fuego en el recuerdo colectivo los nombres de los siete padres de la Carta Magna. Pero el de Teresa Revilla, única mujer que formó parte de la Comisión Constitucional en aquella legislatura constituyente, poco a poco va cayendo en el olvido. Por todo ello, las expertas coinciden en la necesidad de impulsar una memoria histórica con perspectiva de género: “O lo hacemos o seguiremos perpetuando los roles del franquismo, eso es lo perverso”.

Manuela Bergerot, actual coportavoz de Más Madrid, recuerda casi a la perfección esa charla de la histórica activista Justa Montero a la que acudió hace ya algunos años y que permitió que su cabeza hiciese click. “Nos dijo que teníamos que llevar el feminismo a todos nuestros espacios de compromiso”, rememora. Por aquel entonces, ella trabajaba intensamente en cuestiones relacionadas con la memoria histórica. Por eso, no dudó en poner el foco crítico sobre este campo. Al hacerlo, la venda cayó al suelo. Como en tantos ámbitos de la vida, en este también se dio cuenta de que existía una “naturalización del patriarcado” que relega a las mujeres de la Guerra Civil, la Dictadura y la Transición a un segundo plano en el que suelen prevalecer los padecimientos sobre los compromisos políticos y las historias individuales sobre las luchas colectivas. Son reconocidos Buenaventura Durruti o Manuel Girón, pero apenas suenan nombres como el de Tomasa Cuevas o Rosario Sánchez Mora. Todos conocen las historias de los maquis, pero apenas se da relevancia a las fundamentales redes de apoyo de las mujeres para garantizar su supervivencia. Todos saben qué es la CNT, pero pocos la Unión de Mujeres Antifascistas Españolas.

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