Miguel Álvarez Peralta es profesor en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Al comenzar el curso, puso en marcha un "experimento" que consistía en volver a un aula del "siglo pasado": una en la que no existieran ni los móviles ni los ordenadores. No era la primera vez que lo hacía, aunque siempre había sido en otras universidades. En esta, le costó un poco más. "Notaba reticencias por parte de los alumnos, y además los profesores se han acostumbrado a dar clase mientras el 80 o el 90% de los asistentes están mirando una pantalla", cuenta. Se terminó de decidir porque está convencido de que "hay una adicción a las pantallas" que repercute, y muy negativamente, en el rendimiento. Y que cualquier docente puede demostrarlo a pequeña escala. Así fue en su caso: el 97,3% de sus alumnos dijo que se concentraba más cuando en su mesa sólo encontraba papel y boli. El 92%, que retenía mejor las clases.
Hay estudios científicos que avalan estas cifras. Un documento publicado este mes de junio por el Centro Nacional de Desarrollo Curricular en Sistemas no Propietarios (CEDEC), dependiente del Ministerio de Educación, aseguró que las tecnologías dentro del aula provocan distracción durante el tiempo de estudio, dependencia excesiva, tendencia al plagio, dificultad para desarrollar habilidades de pensamiento crítico, pérdida de tiempo y dificultad para discernir información confiable y veraz. Sobre esto último ya alertó un estudio elaborado por la Universidad Carlos III de Madrid en 2021: la mitad de los estudiantes de ESO no distingue una fake news de información veraz.
No es de extrañar. Según ese mismo estudio, los más jóvenes se informan por redes sociales y sus referentes mediáticos son influencers. De los encuestados para ese informe, el 64,4% dijo consultar las noticias a través de Instagram y el 10,4% a través de TikTok.
Prohibición en Madrid, Galicia y Castilla-La Mancha
Aun así, el problema de las pantallas va más allá. Y el debate sobre su presencia en las aulas de los más pequeños es ya una realidad. Esta semana, la Conselleria de Educación catalana ha abierto un proceso de debate para recoger la opinión de profesores, familias, alumnos y pediatras en torno al uso del móvil en clase. El objetivo es que en enero de 2024 ya haya un nuevo marco regulatorio. Por ahora, sólo la Comunidad de Madrid, Galicia y Castilla-La Mancha impiden su presencia en las aulas, a no ser, en el caso de Madrid, que sea necesario por motivos de salud o discapacidad. A nivel internacional, en Francia no están permitidos para el alumnado menor de 15 años y en Portugal su uso está prohibido salvo autorización del profesor o profesora.
Sobre el caso de Cataluña, varias familias se organizaron a través de Telegram para exigir a Educación una normativa que restrinja "al máximo" la presencia de los móviles en los colegios. Fue en un pueblo barcelonés, Poblenou, hace escasamente diez días. El nombre que escogieron para su grupo, "Poblenou, Adolescencia Lliure de Mobil". Xavier Casanovas, su portavoz, explica que fue "espontáneo" por parte "de un grupo de padres y madres preocupados por la llegada de los móviles a la vida de sus hijos". "El objetivo es rebajar la presión social a las familias y que no se dé por hecho que en el paso de 6º de Primaria a 1º de la ESO se debe dar un móvil a los pequeños", explica. "Queremos retrasar la llegada de los teléfonos hasta los 16 años y lo que pedimos es que los institutos acompañen esta decisión de las familias. Si yo decido no dar un móvil a mi hijo pero en el recreo se junta con niños que sí lo tienen, mi opción queda invalidada", explica.
Ellos sembraron la semilla, pero ya son 110 los grupos que se han creado con el mismo objetivo. "Sólo en Cataluña hay más de 50", continúa. Hay en Madrid, País Vasco, Andalucía, Canarias, Baleares, Navarra, Castilla-La Mancha, Galicia, Murcia y Cantabria. "Nos hemos dado cuenta de que realmente hay muchas familias que quieren aplazar la llegada de lo teléfonos", incide Casanovas.
Por ahora, los datos hablan de una presencia de la tecnología cada vez más extendida. Y cada vez más a menor edad. Según los últimos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE), un 94,9% de los niños y niñas de 15 años ya disponen de un teléfono móvil propio, un porcentaje que, aunque desciende a la vez que la edad, ya se sitúa en el 21,2% en el caso de los de 10 años. El gran salto se da, precisamente, en esta edad: el porcentaje de quienes ya tienen un móvil a los 11 años sube hasta el 40,3%. En 2019, los menores de 11 años que tenían teléfono propio suponían el 38,1%.
Lo preocupante es que, aunque el INE no recoge ese dato, también hay niños y niñas menores de 10 años que disponen de esta tecnología. Son, según el XII Barómetro de las Familias en España de la fundación The Family Watch, casi el 20%.
"No es una cuestión de edad, sino de educación"
"A estas edades el uso del teléfono es más peligroso. El cerebro todavía está en periodo de formación y no recuerda cómo es no tener hiperconectividad", señala Álvarez Peralta. Para CEDEC, el uso de la tecnología en menores provoca además exposición a contenido inapropiado, aislamiento, falta de actividad física, falta de sueño, pérdida de privacidad y riesgos en línea como el ciberacoso, una nueva forma de bullying de la que ya alertaron organismos como la Fundación ANAR.
Sin embargo, todos estos efectos no aparecen por el uso de dispositivos tecnológicos en sí mismos, sino por el uso que se les da. Así lo entiende Sylvie Pérez, psicopedagoga y profesora de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). "No hay ninguna herramienta que sea perjudicial en sí misma, el móvil tampoco. Lo que habrá que hacer es enseñarles a cómo utilizarlo", argumenta. La pedagoga Anna Ramis, que además es autora de De 0 a 3, ¿nada de pantallas? e impulsora del manifiesto Infancia y pantallas, opina igual. "Sería un error retrasar la entrega de un dispositivo digital a los 16 años sin haber hecho nada antes. No es una cuestión de regular la edad, sino de ir introduciendo la tecnología paulatinamente y explicando cómo se puede hacer un buen uso con ella", resalta.
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Y eso debe hacerse dentro y fuera de las aulas. "Tiene que haber dos niveles de protección frente a los efectos pernicioso de la tecnología. Uno es en los centros educativos, donde sí debe haber una educación digital, pero bien entendida. Otro es dentro de la familia, enseñar para qué queremos los dispositivos", continúa Ramis.
En cualquier caso, señalan las dos expertas, el debate también atañe a los adultos. "También hay que cuestionarse qué ideas nos ha metido el capitalismo a todos en la cabeza. Parece que si no hacemos nada perdemos el tiempo, así que consumimos permanentemente pantallas haciendo scroll. Como sociedad estamos en ese comportamiento, y nuestros hijos e hijas nos ven capturados por esos dispositivos. Naturalmente eso hace que quieran acceder a ellos", apunta Ramis. "La tecnología nos ofrece un círculo de satisfacción constante, un contenido tras otro. Eso provoca que al final el cerebro se aburra con facilidad", añade Pérez.
De hecho, la adicción a las pantallas ya se trata como una patología más que se asemeja a la dependencia de cualquier otra herramienta o sustancia. Uno de cada cinco jóvenes corre el peligro de sufrirlo. Así lo certificó el estudio Impacto de las pantallas en la vida de la adolescencia y sus familias en situación de vulnerabilidad social: realidad y virtualidad, presentado por Cáritas. Para argumentarlo, un dato: el 36% de los jóvenes entre 12 y 17 años pasa más de seis horas diarias delante de la pantalla de su teléfono.
Miguel Álvarez Peralta es profesor en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Al comenzar el curso, puso en marcha un "experimento" que consistía en volver a un aula del "siglo pasado": una en la que no existieran ni los móviles ni los ordenadores. No era la primera vez que lo hacía, aunque siempre había sido en otras universidades. En esta, le costó un poco más. "Notaba reticencias por parte de los alumnos, y además los profesores se han acostumbrado a dar clase mientras el 80 o el 90% de los asistentes están mirando una pantalla", cuenta. Se terminó de decidir porque está convencido de que "hay una adicción a las pantallas" que repercute, y muy negativamente, en el rendimiento. Y que cualquier docente puede demostrarlo a pequeña escala. Así fue en su caso: el 97,3% de sus alumnos dijo que se concentraba más cuando en su mesa sólo encontraba papel y boli. El 92%, que retenía mejor las clases.