Polarización
La pirámide del odio en España o cómo la violencia verbal anticipa la física

Cada vez es más habitual. Periodistas, sobre todo mujeres, con proyección pública a través de la televisión o de las redes sociales, que tienen miedo a salir a la calle. Con temor a recoger su coche en aparcamientos solitarios o travesías poco transitadas. Los insultos a plena luz del día, las imprecaciones y las amenazas verbales se han hecho comunes para los profesionales de la comunicación más conocidos, la inmensa mayoría del ámbito progresista, después de años soportándolas en redes sociales sin que ninguna iniciativa haya sido suficiente para frenarlas. Es un fenómeno que hasta hace poco tiempo era casi exclusivo de los políticos más significados de la izquierda, pero que se ha extendido al periodismo.
El temor a que el acoso verbal pase de las palabras a los hechos se ha hecho real. Y tiene fundamento. Existen estudios que demuestran que esa es la pauta en ámbitos como las relaciones de pareja o los centros educativos. Algunos de ellos han demostrado que los jóvenes que adoptan un estilo verbal agresivo en línea —especialmente en entornos escolares— suelen ser responsables también de peleas físicas. Otros han establecido que la agresividad verbal se correlaciona fuertemente con conductas agresivas tanto en Internet como en persona.
Comunicarse con agresividad verbal en redes facilita un proceso de escalada emocional. El anonimato y la impunidad alientan la hostilidad, que se refuerza mediante normas de grupo y sesgos cognitivos, hasta que una falta de autocontrol y provocaciones suficientes activan la respuesta física. La agresión verbal es un predictor estadísticamente significativo de la violencia física, de manera que lo que comienza con insultos y amenazas en X puede terminar en empujones, golpes o peleas en la calle.
Golpeado en plena calle
En España ya no es raro que el odio alentado a través de las plataformas digitales tenga su reflejo en el mundo real. Los políticos más expuestos, sobre todo los que ejercen en Madrid, donde la polarización es más extrema, lo saben bien. El portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián, contó hace poco que le han llegado a agredir en plena calle. “Me han pegado. Una vez me intenté revolver y se hizo como un círculo de gente, vino policía que se quedaron mirándonos, un tío me cogió del cuello...”. Pensó en defenderse, pero al ver que la gente sacaba sus teléfonos móviles, decidió no hacerlo. “Me van a sacar un titular de que me estoy hostiando con un tío en mitad de Madrid... Y cogí y me fui, pero la hostia me la llevé”.
En España hace tiempo que hay constancia de un patrón de acoso coordinado por agitadores que se hacen pasar por periodistas como Bertrand Ndongo y Vito Quiles que, con el apoyo de Vox y del PP, utilizan insultos, amenazas, bulos, provocaciones y presión física para ganar dinero en sus plataformas sociales.
Desde noviembre de 2023, el PSOE ha documentado casi 200 ataques violentos a sus sedes en toda España. Y no son solo pintadas y cristales rotos: también incendios, a veces agresiones a empleados del partido. Son tan habituales que ya ni siquiera se hacen un hueco en los informativos y mucho menos suscitan condenas por parte del resto de las formaciones políticas. No hace falta investigar mucho para saber cuál es su origen: Vox hace llamamientos periódicos constantes a acosar las casas del pueblo socialistas.
Y es que, aunque existen excepciones, la inmensa mayoría de los que sufren este fenómeno son políticos e informadores progresistas, lo que apunta a que quienes agitan las aguas de la violencia verbal son, sobre todo, formaciones y líderes de opinión de la ultraderecha.
Es verdad que en España no se ha dado, todavía, ningún caso de la gravedad de los que empiezan a proliferar en otros países. Veamos tres ejemplos de los últimos días. En Colombia, el senador colombiano y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, del partido uribista Centro Democrático, sigue en estado crítico después de ser tiroteado el 7 de junio por sicarios durante un mitin a plena luz del día en una calle de Bogotá. Al norte de Minneapolis (Minnesota), en Estados Unidos, el pasado fin de semana fueron asesinados una congresista estatal demócrata y su marido, y otro senador estatal y su mujer fueron tiroteados, los cuatro a manos de un único perpetrador al que las autoridades atribuyen una motivación política. Irlanda del Norte se ha visto sacudida por violentos disturbios racistas durante los cuales cientos de agresores han atacado las viviendas y comercios de personas de origen extranjero.
La secretaria de Estado de Migraciones, Pilar Cancela, certifica un aumento en la violencia verbal en el discurso público. Según la monitorización del discurso de odio en redes sociales que se lleva a cabo desde el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, explica, “en 2024 más del 50% de los contenidos que reportaron a las diferentes plataformas contenían un discurso agresivo”. Proliferan las narrativas “que presentan la movilidad humana como una 'invasión' y vinculan a las personas migrantes con la delincuencia. De hecho, en el último mes el 64% de los contenidos monitorizados vincula a las personas migrantes con la inseguridad ciudadana”, algo que, subraya Cancela, es “absolutamente falso”. La secretaria de Estado atribuye este fenómeno a “la difusión de fake news y a la desinformación, que alimentan estereotipos negativos”.
En esa línea opina Miriam Juan-Torres, experta en populismo autoritario, polarización y derechos humanos y jefa de Investigación en un centro de investigación interdisciplinar de Berkeley dedicado a estudiar y transformar las desigualdades y los procesos de exclusión social. Según ella, “el discurso deshumanizador suele ser el precursor de diferentes tipos de violencia, y desde luego de la violencia política”.
Para justificar medidas extremas que implican el uso de la fuerza, “muchas veces es necesario configurar al 'otro', al oponente, o bien como un enemigo existencial que presenta una amenaza o bien como no humano”. El lenguaje tiene un papel primordial en ese proceso y “la violencia verbal puede preceder a la violencia física. Especialmente cuando se trata de dirigentes políticos, a veces no es ni necesario que se haga una apelación explícita a la violencia física, sino que insinuaciones e instigaciones implícitas ya pueden interpretarse por actores más extremistas como llamadas a la toma de armas o acciones”. “El caso de la legisladora de Minnesota recientemente asesinada es un claro ejemplo de ello”, apunta.
La profesora de periodismo de la Universitat de València María Iranzo-Cabrera es experta en odio dirigido contra mujeres y contra el feminismo. En una de las últimas investigaciones en las que ha trabajado profundiza en la responsabilidad de los medios y los periodistas en las campañas de odio.
"Nosotros frente a ellos"
En su opinión, la violencia verbal en España ha aumentado “exponencialmente”, impulsada por un anonimato que ha permitido “expresar ideas muy duras bajo una identidad falsa”. En el caso de la desinformación de género, “es frecuente el uso de trolls, mujeres supuestamente feministas que expresan barbaridades o incoherencias”, explica. El problema es que, poco a poco, los partidos políticos “han perdido el miedo a expresar odio porque, según argumentan, 'hablan en nombre del sentido común'".
Un odio que no solo se expresa a través de insultos y ataques, añade la profesora Iranzo-Cabrera, sino que también se manifiesta en construcciones divisivas como el “nosotros frente a ellos”, en el fomento de estereotipos, en la deshumanización o animalización, y en el uso de la ironía. “Todos estos mensajes de odio van calando, sobre todo cuando se accede únicamente a cámaras de eco”.
Para ella, “todos son igual de graves”, pero los que más le llaman la atención son los que se dirigen a “las mujeres que lideran proyectos, especialmente en el ámbito político, pero también a periodistas y a activistas”. El número de bulos y desinformaciones que circulan en torno a parlamentarias y concejalas, subraya, “tanto de izquierdas como de derechas, para desacreditar su valía, es considerablemente mayor que el que padecen los hombres”. Se las ataca por cuestiones físicas o personales, se las sexualiza, se las denigra con supuestos actos de su vida privada, se las representa como traidoras o carentes de criterio, y se les atribuyen declaraciones falsas sobre el machismo o en contra de los hombres en general. “El odio político está claramente condicionado por el género”, concluye.
El estudio liderado por Iranzo-Cabrera analizó la implicación de periodistas en la difusión de discursos de odio contra mujeres políticas en X, centrándose en el caso de Irene Montero. La investigación concluye que los periodistas contribuyen significativamente a la polarización del debate público, priorizando en muchos casos sus convicciones ideológicas sobre la objetividad.
Antonio Silva Esquinas, doctor en Criminología y Antropología, profesor titular en la Facultad de Educación, Ciencias Jurídicas y Humanidades de la Universidad Europea de Madrid, también considera evidente que el discurso acalorado, bronco y desaforado “se ha convertido en una constante del discurso público español”. “No solo porque exista, que siempre lo ha hecho, sino porque ahora hay una mayor reverberación debido a los nuevos patrones de comunicación que permiten llegar de manera más reiterativa e incisiva a la comunidad”.
De hecho, se atreve a apuntar que en gran medida esto “se ha debido precisamente a la incapacidad de los partidos políticos de saber transmitir un mensaje y generar conexión con la población más joven”. La manera más fácil de “sobrevivir en la selva de las mil notificaciones diarias es decir la palabra más altisonante que se nos pase por la cabeza. Hoy gana el que grita más alto, no el que razona mejor; el reto es bajar el volumen sin silenciar la crítica”.
“Está claro que ha aumentado la violencia verbal durante esta legislatura”, coincide Luis Miller, sociólogo, investigador del CSIC y autor de Polarizados. La política que nos divide (Deusto). Él atribuye su origen a “la negociación de la investidura, la amnistía y el cuestionamiento de la legitimidad de esta última por parte de la oposición, medios de comunicación y jueces y fiscales”. El resultado es que la discusión pública “ya no es ideológica, sino acerca de la legitimidad misma de las decisiones que se han tomado”.
A Carol Galais, profesora del Departamento de Ciencias Políticas y Derecho Público de la Universitat Autónoma de Barcelona (UAB) y experta en los vínculos existentes entre las emociones y las actitudes políticas, como el populismo, la polarización afectiva, la tolerancia y el interés político, le cuesta un poco cuantificar y trazar el nivel de violencia verbal en los representantes públicos.
“Lo que se observa es que se han relajado las formas, aceptándose expresiones y vocabulario más informales; pero el nivel de confrontación verbal en algunos momentos de la República”, señala, “o de los primeros años de democracia, era similar al actual”. Otra cosa, añade, “es que nos llegan más estos rifirrafes porque los medios de comunicación amplifican el conflicto parlamentario y porque los partidos también estiran el chicle de estas confrontaciones en las redes sociales”.
Dinámica polarizadora
Galais asegura que en sede parlamentaria “en pocas ocasiones hemos visto que de la confrontación verbal se pase a la agresión física o a la teatralización de la violencia”. Su impresión es que estamos inmersos en una dinámica polarizadora desde hace algunos años “amplificada y potenciada por los medios (que usan marcos de conflicto para atraer la atención del público) y por los propios políticos en redes y medios (para representar su distancia con otros grupos, distinguirse por su empeño y pasión, enfadar a sus bases y mantenerlas movilizadas...)”.
“No creo que fuera de foco los representantes se lleven tan mal, ni que pretendan (en su mayoría) soliviantar a sus simpatizantes hasta el punto de que éstos se lleguen a pegar con los que perciben como contrarios. Los que pasamos demasiado tiempo leyendo noticias, viendo debates políticos y navegando por redes tendemos a percibir más conflicto político del que hay realmente en la sociedad. No digo que la violencia no haya aumentado —en algunos sectores y circunstancias puntuales— en la calle; pero por lo general la política no es un tema que motive mucho a la ciudadanía; mucho menos hasta el punto de llegar a las manos”, concluye.
Silva opina exactamente lo contrario: “Es realmente fácil entender la posible conexión. Un diputado lanza una bravuconada en el Congreso; horas después, dos personas la repiten en la barra de un bar sin el contexto retórico ni las cámaras que contienen la disputa parlamentaria. Cuando desaparece ese 'amortiguador' escénico, la ofensa puede transformarse en empujones, agresiones grupales e incluso altercados organizados en la calle. La violencia física no empieza con un puñetazo, sino con una frase que nadie cuestiona”.
¿Existe, entonces, o no existe, un riesgo real de que la escalada verbal derive en episodios de violencia física?
Luis Miller admite que el incremento de la violencia verbal puede hacer que alguien se sienta justificado a traspasar la línea física. Pero cree que “España parece estar vacunada, por ahora”. Su interpretación es que “la violencia política necesita organización y no existen grupos en España que estén organizados, como sí ha ocurrido recientemente en Grecia o en Alemania, y como ha ocurrido en España en el pasado”. Aunque eso, claro, “no quiere decir que no se puedan dar acciones aisladas, pero son mucho menos probables”.
El Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia ha señalado que los discursos de odio “no solo permanecen en el ámbito digital, sino que en casos pueden preceder o acompañar a intimidaciones en espacios públicos”, recuerda Pilar Cancela. “El discurso de odio genera un clima de normalización de la agresividad y deshumanización del otro, lo que facilita que ciertos individuos o grupos justifiquen actos violentos”.
La comunicación, indica a su vez Juan-Torres, se puede utilizar como arma para “generar división, aprovechar y movilizar emociones poderosas como el miedo y el asco, moldear las normas del grupo (por ejemplo, una norma social del grupo puede ser el pacifismo o la no violencia, o la contraria), presionar o coordinar una acción. En ese sentido, los procesos de polarización afectiva que incitan al odio contribuyen a la violencia y al extremismo”, remarca.
Iranzo-Cabrera no está tan segura, aunque intuye, basándose en un estudio publicado en 2016 por Jonathan Leader Maynard y Susan Benesch, investigadores de Oxford y Harvard, respectivamente, que la violencia verbal juega un papel fundamental en la escalada hacia la violencia física. “En la pirámide del odio, el siguiente nivel tras la discriminación sistemática es la violencia motivada por prejuicios”, explica.
El trabajo que cita la profesora de la Universitat de València, titulado Dangerous Speech and Dangerous Ideology: An Integrated Model for Monitoring and Prevention (2016) propone un marco conjunto para comprender, vigilar y prevenir la violencia masiva, especialmente genocidios, a partir del análisis del discurso y la ideología. En él identifican cinco factores que aumentan la peligrosidad de un discurso: un orador influyente, una audiencia receptiva al mensaje (con miedo, tensión, polarización), un contexto histórico o social propicio a la violencia, un mensaje con un “código” reconocible, como llamar “cucarachas” a un grupo de personas, y un llamamiento directo o indirecto a la acción violenta, algo habitual desde hace tiempo en las redes sociales sin que las plataformas online que las difunden hagan nada para impedirlo.
El peligro de normalización
“El gran problema aquí”, en opinión del criminólogo Álvaro Silva, “no es si puede derivar en violencia física entre quienes elevan ese contexto discursivo a los decibelios más irritantes, sino si este fenómeno puede ser en algún momento un detonante para el entorno comunitario”.
Cuando tenemos una comunidad que es incapaz de verificar los millones de comunicados, noticias y titulares que les llegan cada día y termina utilizando “las inferencias lógicas deductivas para dotar de credibilidad a cualquier cosa tenemos un problema, efectivamente”. Por aprendizaje “mediante repetición”, la comunidad termina “normalizando patrones de violencia que no deberían ser tolerados”.
En este contexto, es inevitable preguntarse por el papel que juegan los medios de comunicación en esa transición de lo verbal a lo físico. Miriam Juan-Torres lo tiene claro: “La comunicación es una herramienta poderosa y transformadora que puede utilizarse para que las sociedades avancen o se alejen de la violencia. La retórica activa e influye en las dinámicas sociales de los grupos y las personas, desempeñando un papel fundamental en el avance de las sociedades hacia la violencia”.
Por eso, subraya, es tan importante “resistir la manipulación y fortalecer la resiliencia social ante la división y la violencia”, y ahí los líderes políticos, de opinión y los medios “juegan un papel fundamental” porque “pueden crear o empeorar una situación, pero también pueden contribuir de forma positiva” a mejorarla.
En su opinión, “el contenido y la forma en que los medios informan desempeñan un papel fundamental en la comprensión de los acontecimientos y, potencialmente, en la configuración de su trayectoria”. Y forma parte de su responsabilidad elegir entre brindar al público información clara y precisa o alimentar de forma consciente o inconsciente el conflicto, proporcionando una plataforma para la violencia o convirtiéndose en un medio para difundir rumores infundados o desinformación.
En ese sentido, explica la investigadora de Berkeley, todos los actores que influyen en el discurso público “pueden contribuir reforzando constantemente lo que llamamos las ‘normas pro-sociales’ del grupo, incidiendo en que la no violencia y la resolución pacífica de conflictos forman parte de la identidad y el carácter del grupo al que pertenecen, y que no hay espacio para la violencia. Y recordando también que la violencia es excepcional y no está generalizada”.
A la profesora de Periodismo Iranzo-Cabrera esto le preocupa particularmente. “¿Quién enciende la mecha primero?”, se interroga. Los periodistas tienen una responsabilidad crucial como agentes de deliberación pública. Sin embargo, en demasiados casos “priorizan la polarización ideológica y la convicción de superioridad moral frente a la objetividad y el respeto”. En este sentido, se pregunta: ¿Tienen responsabilidad cuando se limitan a reproducir discursos de odio ajenos? La respuesta no gustará a todos los periodistas, en particular a los que viven del clickbait: “Sí, porque actúan como cámaras de eco de esas narrativas. ¿Es necesario reproducir en titulares el odio de otros? Puede incluirse en el cuerpo de la noticia con contexto, pero si se contribuye a su amplificación, se comparte la responsabilidad”.
“Desde la Criminología”, explica Silva, “hablamos de los pánicos morales y los demonios populares, que vienen a ser, en pocas palabras, cómo partidos políticos y medios terminan generando, en cuestiones que no tienen tanto peso, enormes focos de atención para que pasen inadvertidas otras mucho más graves”. Son “perfectamente capaces de controlar a la población y dirigir la narrativa. No debemos olvidar que quien controla el encuadre, controla también la emoción colectiva”.
Para la secretaria de Estado de Migraciones, no hay duda de que “los medios, las redes sociales y los líderes políticos tienen una responsabilidad fundamental en el aumento o la contención de la violencia verbal en el discurso público”. Los medios deben apostar por un periodismo riguroso, objetivo y equilibrado que evite el sensacionalismo y la polarización. Tienen el poder de ofrecer contextos y voces diversas que fomenten el entendimiento y el respeto mutuo, explica.
Las redes sociales no ayudan
A su vez, las redes sociales, aunque son espacios vitales para la libertad de expresión, se han convertido también en plataformas donde se difunden discursos de odio y desinformación con gran rapidez. En el primer trimestre de este año, el 66% de los contenidos reportados como de odio por el Gobierno no han sido eliminados, denuncia, y más del 50% de los relacionados con la inseguridad ciudadana no están basados en hechos reales, ni son comprobables, actuales u ocurridos en España. “Es imprescindible que las plataformas implementen mecanismos más eficaces de moderación”.
También los políticos y las instituciones deben actuar, añade Cancela. “Sus discursos y acciones tienen un efecto multiplicador en la sociedad. Cuando promueven el respeto, el diálogo y la convivencia pacífica, contribuyen a reducir la polarización y la hostilidad”.
Como especialista en ética periodística, Iranzo-Cabrera propone dos mecanismos que debe adoptar la profesión para autorregularse y dejar de impulsar el odio. Por un lado, dice, “es urgente que los medios establezcan pautas claras para regular el discurso de odio expresado por sus trabajadores en redes sociales cuando están vinculados a su actividad profesional (muchos periodistas indican que sus opiniones son personales, pero al mismo tiempo mencionan o señalan el medio para el que trabajan)”. Por otro, son necesarias “normas que limiten la excesiva difusión de discursos de odio en piezas periodísticas, tanto los vertidos por terceros como por los propios periodistas. Estas medidas son especialmente necesarias en un contexto de descrédito profesional como el que vivimos”, subraya.
Álvaro Silva apuesta por la prevención. “Está claro que nunca vamos a erradicar ningún tipo de conducta delictiva ni desviada. Sin embargo, lo que debemos hacer es exigir desde la comunidad una política más responsable, amable, didáctica, eficiente y dialogante”.
Tal vez, apunta, “deberíamos desarrollar mecanismos de control sobre el ejercicio político de nuestros representantes que nos permitan tener el pulso de las dramaturgias violentas del Congreso o el Senado (entre otros escenarios posibles) y apostar siempre por la formación. Exigir debates con fact-checkers en tiempo real o impulsar la alfabetización mediática desde la educación secundaria podrían ser recursos preventivos positivos en este sentido”.
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“Necesitamos actores que destensen la situación de vez en cuando”, señala Luis Miller. “Por ejemplo, los medios podrían introducir en sus editoriales más matices, independientemente de su posicionamiento. Cuando las hostilidades vayan en aumento, también estaría bien que figuras no partidistas levantaran la voz, desde sindicatos y patronales hasta figuras de fuera de la política, de la cultura, de las ONG”.
Las elecciones, añade este experto en polarización, “son una buena válvula de escape en democracia. En menos de un año entraremos en un nuevo ciclo electoral, con elecciones en al menos dos comunidades, y eso permitirá soltar algo de tensión a los partidos. En parte, lo que está ocurriendo este año es que ni se puede gobernar ni se trabaja en un contexto electoral. Hay demasiada tensión contenida”.
Para evitar que la violencia verbal escale hasta la violencia física, concluye Pilar Cancela, es imprescindible abordar el discurso de odio como un fenómeno complejo que requiere una respuesta coordinada. Las instituciones públicas, las plataformas digitales, los medios de comunicación y la sociedad civil “debemos trabajar conjuntamente no solo en la moderación de contenidos, sino también en acciones de sensibilización y en la promoción de narrativas alternativas que contrarresten la deshumanización de los grupos afectados”.