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Pulsión de muerte en el comité federal

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José Antonio Pérez Tapias (Ctxt)

No sólo enrarecido, sino tenso, estaba el ambiente cuando arrancó el Comité Federal del Partido Socialista el 28 de diciembre. Siendo esa la fecha, alguien podría haber aludido al Día de los Inocentes y hacer cualquier chiste fácil aludiendo a la leyenda del malvado Herodes y su escabechina entre las tiernas criaturas de Belén y su entorno. Pero no, nada de bromas. No estaba el horno para esos bollos. Por el contrario, apuntando desde sus minutos previos al fondo de la cuestión, una veterana socialista comentaba con voz susurrante que el partido parecía haber entrado en fase de autodestrucción. La dinámica de la reunión del máximo órgano entre congresos del PSOE vendría a confirmar su diagnóstico, más allá del comentario coloquial. A tan curtida militante sólo le faltó citar a Freud y su teoría de la pulsión de muerte o "instinto de destrucción" para reforzar con argumento de autoridad lo que sus avezados ojos estaban vislumbrando.

El cónclave socialista se celebraba una semana después de las elecciones generales. Obligado era hacer balance de los resultados... Pero al respecto ya se había dicho mucho en días anteriores y, con fórmulas de síntesis, cuando no estereotipadas, la cuestión fue abordada por los distintos intervinientes, empezando por Pedro Sánchez, el secretario general. Las palabras que sobre ello se formulaban iban desde el reconocimiento de lo que suponía bajar a 90 diputados en el Congreso, como peor resultado electoral del PSOE en la historia reciente, hasta las que insistían en que podía haber sido peor, dada la presencia de nuevos partidos políticos concurrentes en las elecciones, y alguno disputando electorado directamente al PSOE, como Podemos.

Mantenerse como segunda fuerza parlamentaria, tras un PP con 123 escaños, se apreciaba como satisfactorio en ese contexto. Algunas alusiones no faltaron a cómo no fue posible un mejor resultado, a la vista de lo que había significado una legislatura como la que quedó atrás, de corrupción sistémica, recortes inmisericordes y políticas autoritarias del Partido Popular en el gobierno. Con todo, aunque muchos lo pensaran, nadie echó directamente sobre las espaldas de Sánchez, como candidato a la Presidencia del gobierno, la responsabilidad por los malos resultados. La cifra de 90 hacía valer su cuota parte en lo que se refiere a la magia de los números.

Sin embargo, aparcados los matices –nada desdeñables– en lo que explícitamente se expresó, todo apuntaba a que tras las comedidas palabras del análisis de los comicios presionaban las impacientes demandas de ajuste de cuentas después de unos resultados electorales que hacían saltar por los aires los frágiles equilibrios con los que había venido funcionando el aparato socialista.

En el debate afloraron de inmediato las diferencias entre federaciones fuertes del partido –Valencia, Castilla-La Mancha, Asturias, Aragón, Extremadura...–, cuyos llamados barones se posicionaban tras Susana Díaz, presidenta de la Junta andaluza, como gran baronesa, exigiendo la inmediata convocatoria del congreso ordinario, y federaciones menos numerosas en militancia –Castilla y León, Euskadi, Galicia o Baleares...– o el PSC, con toda su peculiaridad, que se inclinaban por aplazar el congreso para no solaparlo con el debate sobre la investidura del presidente del gobierno, posibles alianzas, etc.

Este asunto aparentemente inocuo encerraba bajo su epidermis la delicada cuestión de la continuidad o no de Pedro Sánchez al frente del partido, por más que él hubiera anunciado su voluntad de presentarse de nuevo para la Secretaría General –y por ende para ser otra vez candidato a la presidencia del gobierno–. O precisamente por eso, por anunciarlo, toda la polémica se debía a un meneo nada suave de la silla del poder.

La espinosa cuestión del congreso a celebrar apenas se rozaba en la resolución política que al Comité se presentó para ser aprobada, recogiendo los acuerdos logrados en la víspera en tormentosa reunión entre el secretario general y los susodichos barones, con baronesa al frente dirigiendo la feudal cohorte. La resolución abordaba, como elementos nucleares, la reafirmación en la negativa a dar el sí a la investidura de Rajoy o cualquier otro candidato popular a la presidencia del gobierno, el compromiso de intentar desde el PSOE una mayoría parlamentaria para gobernar si el PP no lo conseguía y la consideración de que llegar a una repetición de las elecciones sería un fracaso a evitar a toda costa. Junto a eso, en cuanto a la política de alianzas, todo el empeño del escrito era fijar una línea roja intraspasable: nada de pactar con partidos que promovieran el romper España, que plantearan un referéndum en Cataluña o que, sencillamente, fueran independentistas. Todas estas cláusulas, a decir verdad, se hacían constar fundamentalmente en tácita referencia a Podemos y a su propuesta de referéndum para solventar la cuestión catalana.

De suyo, el más citado a lo largo de la sesión, siendo personaje ausente, fue Pablo Iglesias como líder de Podemos, formación política a la que se tildó, como ha recogido la prensa, de "enemiga", "bolchevique", "comunista radical" y "estalinista", amén de "independentista". No se pretendía otra cosa con tales epítetos que bloquear el camino de la aproximación al imprescindible aliado para un pacto de izquierda. De ahí que el texto de la resolución albergara una seria contradicción: se señalaba que ir a elecciones anticipadas sería un fracaso del que huir, pero a la vez se condicionaba la posibilidad de un pacto de izquierda hasta el punto de imposibilitarlo, con lo cual, añadido esto al compromiso de rotunda negativa a un gobierno popular, no parece dar otra salida que el adelanto electoral. Siempre que se resista, como es el compromiso asumido, a la tentación de la abstención para favorecer un nuevo gobierno de Rajoy, pues presiones para ello no sólo las habrá, sino que ya las hay.

¿Qué decir de todo ello? Pues, sencillamente, que es un mal simulacro, lo cual era razón suficiente para que algunos votáramos "no" a la mencionada resolución, pues ésta no pasaba de representar un burdo juego de apariencias, en el que ni siquiera se sostenía el intento de generar una falsa ilusión de armonía en torno a unas propuestas supuestamente pactadas, dado que ni siquiera había realidad que pudiera esconder el artificio. Todo parecía reducirse a "paz por calendario", es decir, pacificación de relaciones si se aceptaba el calendario para el congreso. Mas el caso es que, sin acuerdo en torno al calendario, como se hacía evidente, no había paz que salvaguardar. Votar "no" a eso era lo menos ante un guión tan malo para un espectáculo tan deplorable.

Para colmo, y dando motivos para un mayor énfasis en el "no" a la resolución, el simulacro se presentaba cargado de disimulo y simulación. Si disimular –diciéndolo con Baudrillard– es "fingir no tener lo que se tiene", no faltaba el fingir que no se tenía voluntad de adelantarse a prescindir del actual secretario general; y si entendemos el simular como "fingir tener lo que no se tiene", en este caso la simulación recaía sobre la ficción de una voluntad negociadora para alcanzar un pacto de izquierda, la cual realmente no existe. La doble premisa falaz consistente en decir que Podemos es un partido que "rompe" España, y que el derecho a decidir, expresado en un referéndum legal –que los socialistas catalanes llevaron en su programa no hace mucho y que no hay que identificar con referéndum de autodeterminación–, va contra la convivencia democrática, ya supone una anchurosa "línea roja" trazada como frontera para autobloquearse el paso por parte del mismo partido que quiere presentarse como rojo en el espectro de la izquierda.

Si una pulsión de muerte detectaba la mirada de una socialista con perspectiva histórica, no faltó el comentario en voz queda de un miembro de la misma Ejecutiva, que no pudo reprimirse al decir que todo lo que ocurría tenía componentes de suicidio político. El caso es que al secretario general se le exige que bloquee el pacto que para "salvarse" debería intentar –Podemos y otros partidos también han de flexibilizar sus posturas–, con lo cual se le condena a ir al fracaso de elecciones anticipadas, para las cuales se le pretende apear de la condición de candidato. Sólo faltó que le sirvieran la cicuta a la vista de todos.

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¿Algo que añadir? Es tremenda la ceguera de un Partido Socialista instalado en la espera de los acontecimientos en vez de situarse en la esperanza –"esperanza militante"– de lo que puede conseguir con una acción política capaz de concitar adhesiones y entusiasmo porque cuenta con credibilidad.

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