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El rastro imborrable de Billy el Niño, torturador 'olímpico'

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Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, siempre quiso que los detenidos a los que interrogaba a base de palizas durante los últimos compases del franquismo jamás olvidaran ni su cara ni su nombre. Por eso, una de sus frases más repetidas cuando se ponía delante de una de sus víctimas era: “Sabes quién soy, ¿verdad?”. Le gustaba sentirse importante. Le encantaba llevar en todo momento la batuta en los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Él era quien tenía el control. Y ellos, todos esos rojos a los que conseguía capturar, eran los que o hablaban o vivían en carne propia sus brutales técnicas de interrogatorio. Como siempre quiso, sus víctimas nunca le olvidaron. Por eso, ahora tiene que vivir esquivando medios de comunicación y querellas por torturas. Y sobre un fino hilo penden también las cuatro medallas al mérito policial que recibió durante su etapa en el Cuerpo, condecoraciones por las que acumula un plus sobre su pensión vitalicia del 50%.

Juan Antonio González Pacheco no vivió la Guerra Civil. Sin embargo, supo encontrar pronto su sitio en la Administración franquista. El viejo inspector de policía nació el 6 de octubre de 1946 en la pequeña localidad de Aldea del Cano, a escasos 25 kilómetros de Cáceres. De su infancia, poco se sabe. Y de sus orígenes, mucho menos. Criado en el seno de una familia con una cómoda situación económica –regentaban un comercio y un estanco–, y con un hermano probando suerte en el mundo de la política local, González Pacheco no tardó en echar el vuelo. En 1966, con el bachillerato concluido, el tristemente famoso Billy el Niño cambió el tramo cacereño de la Vía de la Plata por Barcelona. Allí, en la Ciudad Condal, comenzó a estudiar Medicina. No era lo suyo. Dos años después, y sin haber aprobado una sola asignatura, decidió hacer las maletas para probar suerte en la Academia Militar de Zaragoza. Pero González Pacheco no logró pasar el preparatorio.

Mala puntuación

Tras el segundo intento fallido de encauzar su vida, llegó a Madrid en 1968 para preparar su ingreso en el Cuerpo General de Policía. Un año después, el 1 de octubre de 1969, ingresó en la Academia. “También en la escuela ocupó uno de los últimos puestos de la promoción. Por esa mala puntuación, teóricamente, no se puede quedar en Madrid. Pero, los “amigos” hacen el milagro y una fulgurante carrera espera al policía González Pacheco, y no por los estudios sino, en opinión de algunos de sus colegas, por las convicciones políticas. Su adhesión al régimen de Franco es inquebrantable y sus vinculaciones con elementos de extrema derecha, al parecer, notorias”, recogía la revista Cambio 16 en su número del 1 de julio de 1979. Con estas dos buenas credenciales, Billy el Niño fue nombrado oficialmente subinspector de segunda clase el 3 de enero de 1970. Su destino, la Brigada Político-Social. Su misión, reprimir a la oposición antifranquista.

La historia de este viejo agente en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado arrancó en pleno centro de Madrid, entre las cuatro paredes de la Dirección General de Seguridad. Sin embargo, el expolicía de la BPS era más de calle que de despacho. Por eso, la mayor parte de sus jornadas las pasaba en los bares y pasillos de la Universidad Complutense de Madrid, donde se cocinaban todas las acciones contra la dictadura franquista. Es allí donde se ganó el mote de Billy el Niño. Se lo pusieron todos aquellos estudiantes y activistas que sufrieron en carne propia sus brutales técnicas de interrogatorio en la sede de la Político-Social en la Puerta del Sol. Por su “chulería”, por su “facilidad para desenfundar” el arma a la primera de cambio y por sus formas de sacar información a base de palizas. González Pacheco no llevaba ni un lustro en la Policía y ya quería dejar su nombre grabado a fuego en la memoria de los círculos antifranquistas de la época.

Sus víctimas siempre le han definido como “un torturador al que le encantaba su trabajo”. Le recuerda bien, por ejemplo, la fundadora del Partido Feminista, Lidia Falcón, que tuvo que soportar aquella lapidaria frase que le espetó González Pacheco mientras le machacaba el estómago a puñetazos: “Ya no parirás más, puta”. También se acuerda del viejo policía el exeurodiputado de IU Willy Meyer, que en más de una ocasión ha relatado cómo Billy el Niño le plantó una pistola previamente descargada en el pecho y apretó el gatillo mientras gritaba que le iba a matar como ya hicieron “en esa misma habitación” con Julián Grimau. O Luis Miguel Urbán, padre del eurodiputado de Podemos Miguel Urbán, que vivió una experiencia similar tras ser detenido en 1974 por su militancia en la Liga Comunista Revolucionaria. “A mí me metió una pistola en la boca y apretó el gatillo. Fue una simulación de ejecución. Lo hacía mucho”, relató a la extinta revista Interviú.

El buen hacer de González Pacheco le llevó a convertirse en poco tiempo en uno de los hombres fuertes de Roberto Conesa Escudero, jefe de la Político-Social hasta su disolución en 1976. Conesa fue otra de las bestias negras del antifranquismo. Ingresó en la Policía franquista en 1939. Y como agente se mantuvo hasta su muerte en 1994. Entre sus logros durante la dictadura destaca, por ejemplo, su infiltración en el Partido Comunista o la detención, y posterior ejecución, de las Trece Rosas. Conesa fue, en definitiva, uno de los más aplicados “policías caza-rojos” de la época. Y vio en González Pacheco un fiel reflejo de su propia juventud. También a él, nada más entrar en la Policía franquista, se le conocía como El Niño. Y también al joven Conesa recurrían sus superiores cuando se encontraban a un detenido duro de pelar. Por sus manos llegaron a pasar desde el fundador de CCOO, Marcelino Camacho, hasta el periodista Sánchez Dragó.

Su ascenso meteórico

Pero ni Conesa ni González Pacheco fueron castigados nunca por las torturas a las que sometieron a muchos de los detenidos. En el expediente de Billy el Niño, las únicas máculas que constan son un par de multas ridículas que se le impusieron en 1973 y 1974 por malos tratos y coacciones al profesor de la Complutense Enrique Aguilar Benítez de Lugo y al periodista Francisco Lobatón. Y eso que durante la dictadura su nombre apareció en al menos 17 querellas por delitos de tortura. Sin embargo, tras la muerte de Franco, la Ley de Amnistía de 1977 le permitió salir absuelto de esos procesos judiciales. De esta manera, González Pacheco, que por aquel entonces tenía apenas 30 años, llegó a la Transición sin ningún lastre atado a su espalda. Y ese blanqueamiento en su expediente le permitió seguir promocionándose en el Cuerpo. Comenzaba así el ascenso meteórico del viejo policía.

Con el dictador muerto, y con España en plena ebullición, Billy el Niño pasó a prestar sus servicios en la Brigada Central de Información, de nuevo a las órdenes de Roberto Conesa. Allí, el “niño bonito” del famoso comisario, como le definían entonces algunos miembros destacados del Cuerpo, se hizo cargo del conocido como grupo anti-Grapo, considerado por medios policiales como uno de los más duros durante la represión franquista y reconocido por la relación que mantenían individuos de la extrema derecha con algunos de sus agentes –por ejemplo, el expolicía Jesús González Reglero, también imputado en el marco de la querella argentina y también con medallas pensionadas–. No es de extrañar que Billy el Niño llevara la batuta de este grupo policial. Algunos de sus compañeros siempre le definieron como el agente que mejor conocía a los Grapo.

Es, durante su etapa al frente de esta brigada, cuando se convierte en una estrella. Su mayor logro, y el de su jefe Conesa, fue conseguir en febrero de 1977 la liberación del entonces presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, y del presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, el teniente general Emilio Villaescusa, secuestrados por los Grapo en diciembre de 1976 y enero de 1977, respectivamente. Su trabajo en la operación sería recompensado en junio de ese mismo año con la concesión, por parte del exministro del Interior Rodolfo Martín Villa, de la Medalla de Plata al Mérito Policial. No era, no obstante, la primera condecoración que lucía en su uniforme. En 1972, durante el franquismo, ya le había sido concedida la Cruz con distintivo rojo. Entre las dos, González Pacheco ya acumulaba un plus del 25% sobre su pensión vitalicia.

Las polémicas

El mismo día que los Grapo secuestraron al teniente general Villaescusa, un comando de pistoleros de la extrema derecha, vinculado a Fuerza Nueva, asesinó a sangre fría a cinco abogados laboralistas en su despacho de la calle Atocha. Fue, a partir de ese día, cuando la estrella de Billy el Niño comenzó a apagarse. En 1979, es citado hasta en tres ocasiones por el juez que instruía el caso para aclarar su presunta amistad con uno de los procesados, José Fernández Cerrá. Aunque González Pacheco logró esquivar los dos primeros intentos del magistrado, finalmente prestó declaración, visiblemente nervioso, el 8 de junio de ese año. Pero el agente seguía teniendo un amplio respaldo. Y así se lo demostraron, un mes después, un centenar de funcionarios del Cuerpo Superior de Policía durante una cena-homenaje al policía “en desagravio por los ataques de que viene siendo objeto en diversos medios informativos”.

A mediados de julio, González Pacheco fue sometido durante dos horas y media a un careo con dos de los imputados por la Matanza de Atocha para intentar aclarar ciertas contradicciones sobre su relación con los acusados. Ese mismo mes, volvió a recibir de nuevo el apoyo del Cuerpo. En esta ocasión fue la revista Tribuna Policial la que intentó lavar su imagen con una amplia y amable conversación con González Pacheco. A lo largo de la entrevista, una de las pocas con el viejo policía que constan en las hemerotecas, Billy el Niño se despacha declarándose víctima de una persecución, asegurando que nunca ha sido un torturador y dejando claro que sólo se definiría como “terror de progres” si “por progre se entiende delincuente”progre. “Sin embargo, si por progre se entiende a una persona progresista y respetuosa de las leyes, sólo puede esperar de mí respeto y ayuda”, completaba.

 

Funeral de los tres abogados laboralistas de la calle Atocha. | PCE

En febrero de 1980, ya con Manuel Ballesteros al frente de la Brigada Central de Información, declaró como testigo en el juicio de la Matanza de Atocha. Poco importó la sospecha permanente sobre las actividades del policía. En octubre de ese mismo año, sumó otro plus del 15% en su pensión vitalicia después de que el entonces ministro del Interior, Juan José Rosón, le concediese su segunda Cruz al Mérito Policial –con la nueva medalla acumulaba ya un incremento del 35%–. Y, un mes después, a finales de noviembre, la sombra de la duda volvió a cernirse sobre el Cuerpo después de que un comando del Batallón Vasco Español ametrallara un bar en Hendaya. Minutos después del ataque, un coche con matrícula falsa cruzó la frontera con Irún, se entregó a la Policía y pidió hacer una llamada. Tras esto, los tres detenidos quedaron en libertad.

En febrero de 1981, el Partido Comunista preguntó en el Congreso de los Diputados al Gobierno por las presuntas conexiones de la extrema derecha con sectores de la Policía española. En la cuestión, se citaba expresamente al ya retirado comisario Conesa. Y, por supuesto, se hacía referencia a González Pacheco, al que situaban como principal responsable de las relaciones con estos grupos. De hecho, el Partido Comunista afirmaba que se le había visto “con relativa frecuencia” en compañía de los hermanos Perret, dos de los tres individuos que cruzaron la frontera con Irún tras el atentado contra el bar en Hendaya. Los diputados comunistas no iban mal encaminados. Unos años más tarde, cuando se reabrió el conocido como caso Hendayais, el que había sido su jefe, el comisario Ballesteros, le identificó como el intermediario entre la policía y los tres confidentes que fueron retenidos en Irún.

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La caída

Tan sólo un mes después de que el PCE tratara de indagar en estas conexiones, González Pacheco fue apartado de Antiterrorismo. Su nuevo destino, la Comisaria General de la Policía Judicial. El cambio, que se interpretó como “un intento de mejorar la imagen” de la Brigada Central de Información, no gustó nada a Billy el Niño. Entre sus mayores hazañas durante esta última etapa en el Cuerpo destacaron la recuperación en Italia del retablo de San Miguel de Aralar o la detención en Madrid de José Antonio Valdelomar, protagonista de la película Deprisa, deprisa, tras atracar un banco. Pero al policía no le apasionaba su nueva vida. Por eso, comenzó a plantearse dar el salto a la empresa privada. Y ni nada ni nadie logró que el agente cambiase de opinión. Tampoco la segunda medalla de plata al mérito policial que le concedió Rosón en 30 de marzo de 1982.

Así, con cuatro condecoraciones y un plus acumulado del 50% sobre su pensión vitalicia, Billy el Niño pidió la excedencia en el Cuerpo Superior de Policía y fichó en 1982 por la empresa Hispavinsa, ligada a la multinacional del automóvil Talbot, como jefe de seguridad. Tras varios años de un lado para otro, decidió en 1996 crear su propia empresa de seguridad privada. Y como socio tuvo al excomisario Jesús Martínez Torres, que en tiempos pasados había sido su jefe y que, al igual que González Pacheco, tiene medallas pensionadas mientras está imputado por torturas en el marco de la querella argentina. Tras eso, la pista de Billy el Niño se perdió. Sin embargo, el pasado de este viejo policía, que ahora supera los 70 años, siempre vuelve. Sus víctimas, como él quería, grabaron a fuego en la memoria su nombre y su cara. Y, desde hace años, intentan sin descanso que Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, sea juzgado por todas las torturas que cometió durante el tardofranquismo y le sean retiradas sus honoríficas y lucrativas medallas.

Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, siempre quiso que los detenidos a los que interrogaba a base de palizas durante los últimos compases del franquismo jamás olvidaran ni su cara ni su nombre. Por eso, una de sus frases más repetidas cuando se ponía delante de una de sus víctimas era: “Sabes quién soy, ¿verdad?”. Le gustaba sentirse importante. Le encantaba llevar en todo momento la batuta en los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Él era quien tenía el control. Y ellos, todos esos rojos a los que conseguía capturar, eran los que o hablaban o vivían en carne propia sus brutales técnicas de interrogatorio. Como siempre quiso, sus víctimas nunca le olvidaron. Por eso, ahora tiene que vivir esquivando medios de comunicación y querellas por torturas. Y sobre un fino hilo penden también las cuatro medallas al mérito policial que recibió durante su etapa en el Cuerpo, condecoraciones por las que acumula un plus sobre su pensión vitalicia del 50%.

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