La presencia en las manifestaciones del campo español de la prenda emblemática del 2019 francés, los chalecos amarillos, sumada a algunos choques entre manifestantes y policías, han provocado en muchos observadores una asociación mental instantánea que conducía a Francia. ¿Es acertado el paralelismo? Acercando la lupa a las realidades sociales de uno y otro caso y a tenor de las impresiones recabadas para este artículo, no lo es. Al menos, no es un paralelismo preciso, a la espera de ver cómo evoluciona la movilización rural española. Es cierto que hay algunos elementos estéticos que conectan las movilizaciones del campo español –que comparten a su vez una zona de intersección con las de la llamada "España vaciada"– y la insurrección callejera estallada en Francia en octubre de 2018, la mayor desde mayo del 68. Además, hay coincidencias de fondo nada desdeñables. Se expresa en ambos una tensión campo-ciudad, un hartazgo por la pérdida de poder adquisitivo, un recelo hacia la centralización del poder y la riqueza en la capital. También un cabreo por la hegemonía de unos debates omnipresentes alejados de las penurias del campo. Pero hay muchas más diferencias que parecidos. Además, las divergencias son más profundas que las similitudes. No, el campo español no parece que esté reeditando el fenómeno de los gilets jaunes.
infoLibre observa la movilización española al trasluz de la francesa, recabando puntos de de vista desde la sociología, la politología y el sindicalismo.
Interlocutores, líderes, organización
"Los chalecos amarillos fueron más espontáneos, con poca participación de los sindicatos, que incluso hacían un esfuerzo por mantener las distancias. O no había líderes, o iban cambiando", señala a este periódico el sociólogo y politólogo Jesús Sánchez. En un artículo en Contrainformación que disecciona todas las claves del fenómeno francés, Sánchez recuerda que, aunque las asociaciones de camioneros llamaron al bloqueo nacional, "ninguna organización encabeza" las primeras movilizaciones, a las que la primera fuerza que se sumó fue el Frente Nacional de Marine Le Pen. De hecho, algunos de los primeros autoerigidos líderes, señala Sánchez, "están claramente vinculados a la extrema derecha". Esta característica de falta de liderazgo e interlocutor, que a su vez ha facilitado el trabajo a Le Pen, ha marcado todo el ciclo de movilizaciones francés.
La revuelta del campo español es distinta. Desde el principio, la han impulsado organizaciones profesionales de amplia trayectoria, como la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG), la Unión de Pequeños Agricultores (UPA) y la Asociación Agraria Jóvenes Agricultores (Asaja), con líderes identificables ante los medios que a su vez se reúnen con los representantes políticos. Las redes sociales tienen de momento mucho menos peso en la convocatoria de las protestas, que, a diferencia del arranque de los chalecos amarillos, no se concentran en los sábados.
"En Francia, los partidos tenían muchas dificultades para la interlocución. El español es un conflicto más convencional, más institucionalizado. Los partidos están ahí desde el principio. Se ven banderas sindicales. Es una protesta más articulada, más concreta", señala el sociólogo del trabajo Jaime Aja. "Los chalecos amarillos fueron desde su inicio una movilización más amplia [que la del campo español], que a su vez se benefició de mayor atención mediática, porque los medios suelen dar gran protagonismo a las movilizaciones que parecen espontáneas, ciudadanas, apartidistas... En Francia, el campo era sólo una parte, que se rebeló cuando subió el gasoil", añade. Aquí el campo no es sólo "una parte", sino la parte principal, casi la única, porque la conexión de esta protesta con la propia de la "España vaciada" no está culminada.
Temas, interrelaciones, alianzas
"Los chalecos amarillos son una mezcla explosiva y contradictoria que unen el malestar contra el presidente de los ricos [Macron], genuinas reivindicaciones sociales y lo que se ha denominado como una indignación consumista reaccionaria, en la que predomina la reivindicación individualista de seguir poder utilizando el coche individual con un precio barato del combustible", señala Jesús Sánchez. Este totum revolutum facilitó que la protesta francesa se extendiera a lo largo de su desarrollo a múltiples esferas, desde la reivindicación de democracia directa hasta la oposición a la reforma de las pensiones. Algunos observadores han vinculado su intensidad con la tradición de resistencia civil francesa. De la amplitud de las cuestiones planteadas da idea el hecho de que el presidente, Emmanuel Macron, intentara contener el malestar social con un "gran debate nacional", que abarca las áreas cruciales de la vida francesa.
En España es pronto para poder delimitar con exactitud todas las fuerzas e intereses que impulsan la revuelta del campo. Sería osado decir que la chispa no prenderá y acabará uniéndose en un mismo incendio con otros espacios de reivindicación. Lo seguro es que, de inicio, tiene un rasgo claramente distintivo. Su agenda es más clara, más concreta, más material. Se trata de una agenda demarcada por las organizaciones que la lideran. Está centrada en los problemas del campo, que a su vez están conectados con los de la España vacía. No ha habido un efecto dominó como en Francia.
Ni siquiera se ha producido, a pesar de que hay intereses coincidentes, una confluencia clara entre las movilizaciones propias del campo y de la España vacía, ni mucho menos una ampliación de estas protestas a otras luchas sociales. El sociólogo Jaime Aja no ve mimbres para un estallido de grandes proporciones, al menos vinculado al campo. "Los agricultores no son una fuerza suficientemente numerosa. Además, están fragmentados y hay intereses contrapuestos. Es difícil que se una, aunque también hay motivos para pensar que el movimiento aguantará porque saben que están heridos de muerte", señala. A su juicio, la crisis del campo sí puede ser "una espoleta" para incrementar el protagonismo y la intensidad de las expresiones de malestar de la llamada "España vaciada", precisamente porque la agricultura y la ganadería son claves en las provincias en retroceso demográfico. De ahí a la tormenta perfecta francesa sigue habiendo un abismo.
Pero, ojo, hay zonas en España donde ya se habla de posible "estallido social". Fueron las palabras que recientemente utilizó Enrique Reguero, responsable de UGT de León, para definir la situación que atraviese la provincia por la galopante despoblación y el deterioro socioeconómico. El problema se extiende a todo ese cuadrante noroeste formado por Lugo, Ourense, Asturias, León, Zamora, Salamanca y Palencia, lo que Enric Juliana ha llamado en La Vanguardia "el nuevo sur de España". "Es una situación de alarma", señala a este periódico Reguero, que describe una situación de "hartazgo, cansancio y rabia", emociones en ascenso que a su vez explicarían el auge de los movimientos leonesistas. "Hay un movimiento transversal, contagiado a diferentes corrientes. La gente ha pensado: 'Aquí, que hemos metido poco ruido, nos han tratado peor que a nadie'", señala. No obstante, del relato que ofrece Reguero se siguen desprendiendo importantes diferencias con la revuelta francesa. Una de las más importantes es que los movimientos sindicales mantienen protagonismo.
El politólogo Roger Senserrich considera, de hecho, que lo que ocurre en el campo español es un agravamiento de un fenómeno de deterioro que dura décadas. Y que es expresión del conflicto "más tradicional de todos": el que existe entre campo y ciudad. "Este conflicto", señala Senserrich, "es anterior al de izquierda-derecha, al de socialistas-liberales, es el conflicto origen de la revolución francesa, entre la nobleza terrateniente y la burguesía urbana". A su juicio, "lo que ha cambiado ahora es que hay partidos políticos dispuestos a politizar el conflicto, porque han visto ahí un filón electoral que da oportunidad de ganar escaños de forma muy eficiente". Esto obliga a mirar a Francia, a juicio de Senserrich. Pero no a los chalecos amarillos, sino a la tradición de partidos ruralistas franceses. Se trata, según este politólogo, más de una nueva coyuntura política que agita un cambio social, la pérdida de fuerza del mundo rural, que ha sido gradual.
Enfoque político
El protagonismo inicial de la subida del combustible en Francia dificultó la respuesta de la izquierda, ya que apoyar este punto de partida obligaba a oponerse a un "impuesto ecológico". En cambio, Le Pen encontró a la primera una veta por donde colar su discurso antiglobalización: el mundo rural como pagador de los platos rotos de la transición ecológica y las orientaciones políticas comunitarias. Bruselas y El Elíseo, culpables.
Mientras que el detonante en Francia fue el alza del precio de los combustibles, en España, aunque ha habido bastante confusión al respecto, no fue la subida del salario mínimo. No hay más que mirar los tiempos. Esto es relevante, porque a su vez determina una orientación política que marca la revuelta. Lo subraya el sociólogo Jaime Aja. "La COAG anuncia las movilizaciones en diciembre, antes de la subida del salario mínimo, que fue en enero. Desde el principio, la COAG señala claramente que la gran propiedad y la agroindustria están acabando con el pequeño propietario", explica Aja, que señala que esta agenda se ha mantenido en buena medida vigente hasta hoy. Si la revuelta española esconde también esa "reacción consumista reaccionaria" de la que habla Jesús Sánchez, no está teniendo al menos protagonismo en la primera línea de los discursos.
Para calibrar el tono de las reivindicaciones, basta atender a las declaraciones en diciembre de Miguel Blanco, secretario general de COAG: “Si el nuevo modelo de oligopolios empresariales se impone en el sector, España camina hacia una agricultura sin agricultores. La brutal reconversión que ya se vislumbra amenaza con convertir a los profesionales autónomos e independientes en asalariados de las grandes corporaciones agroalimentarias, como ya está pasando en sectores como la uva de mesa”. La UPA comparte en buena medida con la COAG una retórica marcadamente izquierdista, que no se da en Asaja. No obstante, incluso tomando como referencia a Asaja, encontramos un mínimo común en la reivindicación que apunta contra la especulación, el excesivo peso de los intermediadores, el aterrizaje en el sector de los fondos de inversión, el "sandwich" que sufre el agricultor entre la presión de los costes y los bajos precios, el ocaso de la explotación familiar... Las tres organizaciones convocan movilizaciones juntas.
Es un sector, señala Jaime Aja, nítidamente consciente de ser víctima de fenómenos propias de la expansión neoliberal y de la desregulación a ultranza. "Hace unos meses, si hubiéramos estado hablando de control de precios en origen, nos hubiesen acusado de marxistas-leninistas. Ahora es un tema que está en el debate", añade el sociólogo, que señala que, en Francia, lo que fue rápidamente situado en el punto de mira fue el coste de la transición energética y los estragos que provoca la globalización en los sectores económicos tradicionales, temas que logró capitalizar la extrema derecha.
La posición de la izquierda
En Francia, la dimisión de Emmanuel Macron se encontró entre las primeras reivindicaciones de los manifestantes. En España, el vicepresidente Pablo Iglesias anima a los manifestantes a seguir protestando. Hay protestas dirigidas contra el Gobierno de Pedro Sánchez, por supuesto. Pero no son una premisa. No nacen contra Sánchez. ¿Por qué? Hay una primera razón: Francia, un Estado más centralizado que el español, es más proclive a la acusación directa contra el presidente en las grandes manifestaciones, ya que este acumula mayor poder en mayor número de competencias. España, con su marcado escalón autonómico, facilita el reparto de culpas. No obstante, el sociólogo Jaime Aja apunta a causas más profundas. A su juicio, la revuelta española del campo es más materialista que la francesa. Más, por así decirlo, tradicional.
"Creo que la comparación más acertada es con el sector del taxi. En ambos sectores se está dando una uberización. Los agricultores saben dónde está el problema. Por muy conservador que pueda ser algún planteamiento, saben que son víctimas de grandes empresas. No puedes llegar y engañarlos así como así", señala Aja. A su juicio, hay importantes opciones de que la izquierda pueda conectar con las demandas del campo, del mismo modo que las ha habido con el sector del taxi. "La competencia internacional es cada vez más fuerte y cada región debe especializarse. Esta especialización hace que los pequeños productores sean más sensibles a los movimientos de los mercados, que además cada vez son más impredecibles. La crisis de un determinado producto puede ser sobrellevada por las grandes compañías, que diversifican su producción, pero se lleva por delante a los pequeños productores", explica Aja, que señala que "se está pasando de un modelo basado en el campesinado a otro basado en la extensión de la precariedad".
Aja cree que los problemas que se están poniendo de relieve "afectan a la soberanía y la seguridad alimentaria de una sociedad, así como a su cohesión social", de modo que "las movilizaciones del campo y la España vaciada no son una amenaza para la izquierda sino una posibilidad de afrontar los grandes problemas estructurales de nuestro país y proponer acuerdos de transformación que reúnan a amplias mayorías sociales". Está por ver, añade, que sea capaz de hacerlo. Pero no tiene duda de que el punto de partida para la izquierda es mejor en España que lo que fue en Francia con los chalecos amarillos.
Hay voces escépticas sobre las capacidades reales de la izquierda para dominar políticamente la escena. El periodista Esteban Hernández, en un reciente artículo en El Confidencial, ha advertido de que los nuevos idearios progresistas, basados en la "digitalización, el feminismo, el cosmopolitismo y la lucha contra el cambio climático", están "muy alejados de las prioridades" de la población rural. El politólogo Roger Senserrich cree que, al igual que en Francia, el flanco progresista lo tiene difícil. "Aquí no hablamos de una guerra entre pequeños campesinos oprimidos y Mercadona. Piensa que, si el Gobierno se posiciona a favor de controlar los precios en origen, cosa que no sería una buena idea, al final estará contribuyendo a que los Duques de Alba incrementen sus márgenes". "Quienes están reclamando control de precios no son los jornaleros, que no tienen recursos ni dinero para armar estos pollos", subraya Senserrich.
Jesús Sánchez coincide con Senserrich en que los jornaleros no son un agente relevante en el conflicto, tal y como está planteado. Pero, aun sí, cree que el terreno de juego da un margen al Gobierno central con el que no contaba Macron ante los chalecos amarillos. "El conflicto principal [en la revuelta del campo] se da entre dos sectores capitalistas. De un lado, los propietarios agrarios. De otro, los empresarios de las grandes cadenas de producción e intermediación. El Gobierno se está limitando a intermediar entre estos dos sectores capitalistas, con la confianza de lograr una solución que beneficie a los propietarios agrarios", señala. A juicio de Sánchez, la derecha se enfrenta aquí a una mayor contradicción, porque le cuesta más que al PSOE decidirse entre los dos sectores en disputa. De ahí que la derecha, a priori, tenga dificultades para meter la cuchara en este conflicto. Este esquema es válido siempre y cuando, reflexiona Sánchez, el conflicto se delimite a la resolución de un intereses entre sectores capitalistas, con los trabajadores agrarios alineados con los pequeños y medianos propietarios. Otro gallo cantará si el conflicto deriva a lo cultural. Y ahí hay que mirar a la derecha.
La posición de la derecha
Todos los observadores consultados coinciden en que la extrema derecha ha capitalizado la revuelta de los chalecos amarillos, en la que han tenido gran protagonismo debates impulsados por el Frente Nacional como los costes de la transición energética. Esa ha sido también la interpretación mayoritaria de los medios de comunicación en Francia, que han dado a Le Pen como ganadora del conflicto. El partido ultraderechista Agrupación Nacional obtuvo un sonoro éxito en las elecciones europeas del año pasado, consideradas el termómetro electoral del país tras la eclosión de los gilets jaunes.
El margen de la ultraderecha en España para la capitalización del conflicto es menor, al menos a priori. Vox es menos antiglobalizador y proteccionista que el Frente Nacional, lo cual acorta sus posibilidades. El sociólogo y politólogo Jesús Sánchez destaca que el partido español vive en el terreno económico sumido en la "incoherencia", dado que es neoliberal al mismo tiempo que imita medidas proteccionistas de otras fuerzas ultraconservadoras, como los 100 euros por hijo de Polonia. Es un intento, de momento sin culminar, de abrirse a nuevas capas del electorado y robar votos a la izquierda.
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Sánchez señala que Vox tendría terreno ganado si lograra instalar la discusión en torno al eje "cultural". Eso permitiría a Vox superar unas contradicciones que en Francia son menores, dado el chovinismo de su discurso. ¿Cómo? Insistiendo en los aspectos identitarios: caza, estilo de vida rural, tradición...
Eduardo Saldaña, co-director de El Orden Mundial, señala que el Frente Nacional "ha logrado canalizar buena parte del descontento" de los chalecos amarillos, sirviéndose de características del movimiento ya señaladas como la falta de liderazgos y las contradicciones de la izquierda. No obstante, el elemento que mejor explica su éxito, a su juicio, es que la extrema derecha francesa tiene "un toque social" del que carece la española. "Aquí apelan a tradiciones, cultura, historia compartida, precisamente porque a nivel económico Vox viene de la élite", señala Saldaña, que considera que los paralelismos más acertados aquí son entre Vox y Jair Bolsonaro y entre Vox y Matteo Salvini.
Vox trata de explotar el resentimiento del mundo rural hacia las tan nombradas "élites cosmopolitas", pero no lo tiene tan fácil como en Francia, señala Saldaña. En ese intento es donde Saldaña inserta el vídeo de Rocío Monasterio junto a un tractor contra los "urbanitas tipo Julia Otero". ¿Creíble? La tentativa de Vox de explotación del descontento del campo está todavía por testar. De momento, la participación de Santiago Abascal en una protesta se saldó con abucheos y aplausos. Roger Senserrich, autor en Tintalibre de una disección de los movimientos de protesta en 2019 [ver aquí], lo tiene claro: "Puede tardar, pero esto favorece a Vox, que puede calentar el tema y ganar escaños de forma muy eficiente en las provincias más afectadas por estos problemas".
La presencia en las manifestaciones del campo español de la prenda emblemática del 2019 francés, los chalecos amarillos, sumada a algunos choques entre manifestantes y policías, han provocado en muchos observadores una asociación mental instantánea que conducía a Francia. ¿Es acertado el paralelismo? Acercando la lupa a las realidades sociales de uno y otro caso y a tenor de las impresiones recabadas para este artículo, no lo es. Al menos, no es un paralelismo preciso, a la espera de ver cómo evoluciona la movilización rural española. Es cierto que hay algunos elementos estéticos que conectan las movilizaciones del campo español –que comparten a su vez una zona de intersección con las de la llamada "España vaciada"– y la insurrección callejera estallada en Francia en octubre de 2018, la mayor desde mayo del 68. Además, hay coincidencias de fondo nada desdeñables. Se expresa en ambos una tensión campo-ciudad, un hartazgo por la pérdida de poder adquisitivo, un recelo hacia la centralización del poder y la riqueza en la capital. También un cabreo por la hegemonía de unos debates omnipresentes alejados de las penurias del campo. Pero hay muchas más diferencias que parecidos. Además, las divergencias son más profundas que las similitudes. No, el campo español no parece que esté reeditando el fenómeno de los gilets jaunes.