No soy original cuando asocio los servicios de espionaje españoles con la TIA de Mortadelo y Filemón, el genial tebeo de Francisco Ibáñez. Cuando sabemos alguna cosa de ellos suele ser tan siniestra como irrisoria, así que enseguida me vienen a la cabeza los personajes del jefazo Súper, el profesor Bacterio, la oronda Ofelia y, por supuesto, el colérico Filemón y el camaleónico Mortadelo. Por razones profesionales, he tratado con empleados de otras agencias de inteligencia, y también con escritores de novelas de espionaje como John Le Carré, y les puedo asegurar que ellos tampoco sitúan a nuestro CNI en esa Champions League donde están el Mossad, la CIA, el antiguo KGB o la inteligencia de la Cuba castrista. Cierto es que el CNI no conoce el espectacular porcentaje de topos o traidores de los británicos MI5 y MI6, pero tampoco podría hacer creíble un personaje de ficción como James Bond.
Lo de los últimos años es más bien de traca. Ni el CNI (antiguo CESID) ni los departamentos similares de la Policía Nacional y la Guardia Civil se coscaron de que sendos grupos de islamistas enloquecidos preparaban los atentados del 11 de marzo de 2004, en Madrid, y del 17 de agosto de 2017, en Barcelona. Esto pasa en las mejores familias, ya lo sé, no lo discuto. Incluso es muy posible que nuestros espías hayan logrado evitar otras salvajadas yihadistas, y cabe agradecérselo. Pero en lo de 2004, el que era jefe del CNI, Jorge Dezcallar, confesó que, una vez producida la barbarie, él y su gente no dudaron en atribuírsela a ETA. Atribuírsela de oficio, sin mayores dudas, y eso que el mundo vivía entonces aterrorizado por Al Qaeda y sus epígonos, y el mismísimo Bin Laden había señalado a España como uno de sus objetivos prioritarios. En cuanto a lo de Barcelona, resulta muy inquietante que el gurú de la banda yihadista, el llamado imán de Ripoll, fuera un confidente del CNI.
En fin, no hurguemos en esas heridas, vayamos a otro tipo de asuntos donde igual la eficacia de nuestros agentes es superior. Por ejemplo, el llamado procés, el absurdo intento de secesión protagonizado el 1 de octubre de 2017 por la Generalitat que presidía Carles Puigdemont. Recuerdo muy bien que Mariano Rajoy, inquilino entonces de La Moncloa, se jactaba de que los separatistas no lograrían ni tan siquiera poner urnas en los colegios electorales de su ilegal referéndum. Y también recuerdo que los separatistas lograron ponerlas, pese a la febril actividad desplegada en las semanas previas por los funcionarios del CNI, la Policía Nacional y la Guardia Civil. Ni por lo legal ni por lo ilegal o paralegal descubrieron el origen de las urnas y sus mecanismos de distribución. Decepcionante, ¿no?
Bajemos ahora al sur. El 17 de mayo de 2021, unos 8.000 jóvenes marroquíes se colaron en Ceuta, sin que, al parecer, nuestros servicios secretos lo hubieran olfateado. Y eso que había pistas: Marruecos estaba abiertamente enfadado por la acogida en un hospital español del independentista saharaui Brahim Ghali; se cuchicheaba por las localidades del noroeste marroquí que la gendarmería local no haría esta vez de barrera a los intentos de entrada en Ceuta; otros rumores anunciaban a los jóvenes de esas localidades que en Ceuta estarían Cristiano Ronaldo o Messi para firmarles camisetas y balones… ¿Y nadie, absolutamente nadie en el lado español, intuyó que podía producirse un asalto masivo?
Quizá nuestro CNI no tenga buenos confidentes en el norte de Marruecos, lo que resulta preocupante, pero seguro es que los contribuyentes españoles le hemos dotado de modernos recursos tecnológicos de espionaje. Hasta le hemos comprado el sistema israelí Pegasus, lo último o penúltimo inventado para infectar un teléfono móvil y sacarle subrepticiamente toda la información que contenga. Lo hemos sabido por The New Yorker, que hace unas semanas informó de que los móviles de decenas de independentistas catalanes habían sido escuchados y leídos merced a Pegasus.
Pregoneros y pelos de punta
En el momento en que escribo estas líneas, nadie nos ha dicho aún por qué se efectuó esta generalizada violación de la privacidad de los independentistas, ni quién la ordenó. Como mucho, se nos ha contado que fue autorizada por un juez del Tribunal Supremo, organismo, como es bien sabido, nada ideologizado ni politizado, donde se trata con exquisita honestidad, ecuanimidad y garantismo al separatismo catalán. ¿Es que los espiados planeaban acciones terroristas que podían causar mortandad y destrucción? Ah, en este caso… Pero no, nadie ha osado ni tan siquiera sugerirlo, se pretende que nos contentemos con un patriótico acto de fe: las escuchas estaban justificadas por la persistencia de los espiados en sus ideas malvadas y antiespañolas. ¿Por sus ideas? A mí lo de que te espíen por lo que piensas o deseas me pone los pelos de punta. Se empieza con los separatistas, se sigue con los izquierdistas y sindicalistas y se termina con una Gestapo 2.0 que te declara culpable de los peores crímenes mientras no demuestres lo contrario. Si eso no es Big Brother, ¿qué lo es?
Bueno, hoy estoy comprensivo. Voy a suponer que el CNI y sus mandos políticos cometieron un exceso de celo a posteriori, cuando buena parte del independentismo catalán ya iba asumiendo el rechazo a la unilateralidad y la aceptación de la vía del diálogo, la negociación y el pacto. Voy a creerme que el espionaje masivo con Pegasus estuvo alimentado por el rencor y la frustración de los que cobran por mantener la sagrada unidad de la patria tras haber fracasado estrepitosamente en su intento de que no se colocaran las urnas de 2017. Tarde y mal, se pasaron de frenada.
Pero, entonces, en un giro dramático de los acontecimientos, el Gobierno español va y cuenta a bombo y platillo ¡que su presidente y algunos ministros también han sido espiados! Cabe suponer que no por el mismo CNI que husmeaba a los catalanes, quizá por los servicios marroquíes, que, al parecer, también tienen Pegasus. Caramba, me digo, siempre he pensado que estas cosas no son para pregonarlas. En fin, este es un país de cotillas, malo para los asuntos secretos, concluyo. Y voy al fondo del asunto: el CNI, como mínimo, ha fallado en impedir el espionaje al Gobierno. Paga, pues, los platos rotos su jefa. Es lo normal: la regla número uno del mundo de las sombras es que, si te descubren en un error, sea por acción u omisión, husmeando o permitiendo que otros husmeen, estás acabado. Si los de un país extranjero te pillan espiando, vas directo al trullo, a la espera de una expulsión o un intercambio en un puente de Berlín. Si te pillan en una cagada interna, te cesan y continúas sirviendo al Estado en un puesto burocrático. Así es: nadie te obliga a ser espía, jefe de espías o responsable político de los espías. Es un trabajo voluntario. Y de alto riesgo.
Aunque, al parecer, no en España. El cese de la jefa del CNI produjo en mayo un penoso espectáculo. Los agentes del CNI y sus amigos políticos y mediáticos se pusieron a gimotear desconsoladamente. Lloraban porque la jefa había perdido el cargo, aunque fuera a seguir cobrando un buen sueldo de funcionaria; lloraban porque habían fallado, se había sabido que habían fallado y alguien pagaba por ello. ¡Qué gente más floja, caray!, me dije. Es evidente que no tienen el temple de Mata Hari y Richard Sorge, que acudieron con la cabeza alta a sus respectivos cadalsos en el París de 1917 y el Tokio de 1944. Y no me malinterpreten ustedes, por favor. No le deseo a nadie la ejecución, absolutamente a nadie, pero sí espero de cualquier profesional un poco de capacidad de sacrificio y vergüenza torera.
Cuando la ineptitud de los servicios de seguridad e inteligencia se ve acompañada por la blandenguería, el victimismo y la autoconmiseración, las cosas van mal. En la España de hoy nos estamos acostumbrando demasiado a que antidisturbios acorazados cual un castillo medieval se quejen de que los manifestantes antidesahucios los miren con antipatía. O a que militares en la nómina del CNI acusen a los rojos de no ponerles medallas cuando meten la pata. Y, en vez de exigirles eficacia y dignidad, cierto periodismo bizcochón aplaude sus lloriqueos. Es otro de los tristes aspectos de la actualidad patria.
El James Bond español
España, sin embargo, ha dado buenos espías, claro que sí. Por ejemplo, Francisco Paesa y Joan Pujol García, más conocido este último como Garbo. Pero el primero, magníficamente interpretado por Eduard Fernández en la película El hombre de las mil caras, iba más bien por su cuenta. Y el segundo, cuya historia está contada en el documental Garbo: el espía, ganador de un Goya en 2009, trabajaba para los servicios secretos británicos.
Hace unos años, escribí aquí mismo, en tintaLibre, que, si fuera capaz por una vez en su vida de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, Paesa podría escribir las memorias más apasionantes de un espía español. ¿Qué negocios hizo con el sátrapa guineano Macías? ¿Cómo logró hacerse pasar por traficante de armas y venderle a ETA dos misiles que llevaban chivatos de localización y terminaron dando las coordenadas del zulo donde habían sido almacenados? ¿Estuvo él en los GAL? ¿Cómo engañó a Luis Roldán y delató su paradero a las autoridades de Madrid? ¿Es cierto que se quedó con el dinero de las dos partes? ¿De veras pensaba que alguien iba a creerse lo de su falsa muerte en Tailandia, en 1998?
“A Paesa”, escribí entonces, “se le ha llamado abusivamente el James Bond español. Cierto es que su cobertura habitual es la de un apuesto empresario latino al que le gustan el champagne, las bellezas de la alta sociedad y los Rolls Royce. Pero no hay la menor constancia de que, como el imaginario 007, sea un agente con licencia para matar. De las armas usadas por las agencias de espionaje, Paesa siempre ha preferido el engaño a la pistola”.
En cuanto al barcelonés Joan Pujol García, fue uno de los grandes agentes dobles de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes creían que trabajaba para ellos, pero en realidad lo hacía para los británicos, que, maravillados por sus cualidades interpretativas, lo llamaban el agente Garbo, un homenaje a Greta Garbo. Como los espías de ficción de Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene, y El sastre de Panamá, de Le Carré, Pujol se inventó una red de informadores al servicio de los nazis en territorio británico. La imaginaria red transmitía a Berlín pequeñas verdades y mentiras enormes. Y tan contentos estaban los nazis con Pujol que le creyeron cuando informó de que el desembarco anglosajón en Francia no iba a hacerse en Normandía sino en el Paso de Calais. Pujol acortó así el final del Tercer Reich.
También tenía cualidades interpretativas ese personaje más actual llamado Francisco Nicolás Gómez Iglesias, conocido como el Pequeño Nicolás. Sus andanzas dan para una novela, aunque más en la tradición picaresca española que en el género negro. Quedó acreditada su habilidad para colarse en la élite conservadora madrileña, y es probable que no exagere demasiado cuando dice que fue colaborador del CNI. ¿No reclutaría usted a un joven tan espabilado? ¿No son el disfraz, la mentira y la estafa —la capacidad para llevar una doble o triple vida— cualidades del oficio? ¿O es que usted se cree que las cloacas del Estado están limpias como una patena y son recorridas por santos?
Hablando de las cloacas del Estado, sería injusto no mencionar aquí al comisario Villarejo, que no se ha perdido casi ninguna de las más turbias acciones policiales de las últimas décadas, siempre al servicio de la grandeza de España y el aumento de su cuenta bancaria. Que Villarejo tenga pinta de estafador castizo de la Puerta del Sol siempre me ha parecido un acto de justicia poética. Nuestros servicios secretos policiales son como son. Recuerden que los que en su tiempo movían el GAL terminaron siendo descubiertos porque pagaban con tarjetas de crédito oficiales sus gastos en casinos y prostíbulos del sur de Francia. Esto último podría atribuírsele a otro personaje de nuestro tebeo: Anacleto, agente secreto.
Me viene ahora a la cabeza el recuerdo de una de las primeras actuaciones internacionales de nuestros servicios secretos de las que mi generación tuvo constancia. Fue el intento de asesinato en Argel del independista canario Antonio Cubillo, en 1978. Dos sicarios del Estado español lo acuchillaron en el portal de su casa argelina como a un gorrino en día de matanza. Pero no consiguieron matarle. Eso sí, lo dejaron tan malherido y paralítico que Cubillo renunció a la violencia para promover su causa. Los sicarios fueron detenidos por la Policía argelina y, pocos años después, España tuvo que pagar un precio nunca revelado por su liberación. ¿Llamarían ustedes terrorismo de Estado a aquel atentado?
En el ADN de los servicios secretos, de todos los servicios secretos, está escrita la máxima de que el fin justifica los medios. Y esos medios suelen ser los mismos que los de los villanos de las películas de Hollywood: el robo, la violación de la privacidad, la mentira, el chantaje, el secuestro, la tortura, el asesinato, el golpe de Estado… Por supuesto, los agentes y sus jefes se justifican diciendo que trabajan por la seguridad de todos sus compatriotas. Pero hay que ser muy ingenuo para creer que consideran iguales a todos sus compatriotas. La defensa del establishment patrio frente a rivales internos o externos es su sagrada misión.
Nuestro CNI, por ejemplo, ha dedicado mucho tiempo y muchos recursos a intentar proteger al rey Juan Carlos I de su lujuria y su codicia. Sobornando o chantajeando a amantes. Amenazándolas incluso, como ha denunciado Corinna Larsen ante la justicia británica. ¡Ay, cuántos viajes a Londres de jefes del CNI hemos financiado los españoles con nuestros impuestos! Pero no nos quejemos: la causa era buena, lo hacían por nuestra seguridad.
No soy original cuando asocio los servicios de espionaje españoles con la TIA de Mortadelo y Filemón, el genial tebeo de Francisco Ibáñez. Cuando sabemos alguna cosa de ellos suele ser tan siniestra como irrisoria, así que enseguida me vienen a la cabeza los personajes del jefazo Súper, el profesor Bacterio, la oronda Ofelia y, por supuesto, el colérico Filemón y el camaleónico Mortadelo. Por razones profesionales, he tratado con empleados de otras agencias de inteligencia, y también con escritores de novelas de espionaje como John Le Carré, y les puedo asegurar que ellos tampoco sitúan a nuestro CNI en esa Champions League donde están el Mossad, la CIA, el antiguo KGB o la inteligencia de la Cuba castrista. Cierto es que el CNI no conoce el espectacular porcentaje de topos o traidores de los británicos MI5 y MI6, pero tampoco podría hacer creíble un personaje de ficción como James Bond.