Bakunin en el trullo

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En 1857, cuando escribió su Confesión al Zar Nicolás I, Mijaíl Bakunin llevaba seis años enjaulado en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, pero no por ningún robo, estafa o asesinato, sino tan solo por sus ideas, por afirmar que la autocracia rusa era justo lo contrario de la libertad y la justicia social que él anhelaba. Bakunin, no obstante, simuló que se plegaba al deseo del Zar de que le confesara sus pecados y solicitara su clemencia. Consiguió así uno de los textos más espléndidos jamás escritos desde una celda; un texto repleto de sutileza y sarcasmo, en el que jamás renegaba de sus sueños. “Soy enteramente culpable ante Vuestra Majestad Imperial y ante las leyes de la patria”, escribió desde el principio. No era una concesión, era una obviedad: Bakunin era, en efecto, culpable de desear una revolución que trajera un mundo mejor, algo absolutamente prohibido por las leyes de la Rusia imperial.

Nicolás I leyó la epístola y la comentó de su puño y letra. A veces felicitándose por algunos aparentes golpes de pecho del pensador anarquista; en la mayoría de las ocasiones enfadándose por su inquebrantable espíritu. Decidió sacarlo de la fortaleza y enviarlo a hacer trabajos forzados en Siberia, de donde Bakunin terminaría huyendo hacia Japón, para desde allí viajar a Estados Unidos, embarcarse hacia Inglaterra y reanudar en Europa sus actividades subversivas. Era de los que piensan que escaparse es la principal obligación de todo aquel que se considera injustamente privado de su libertad.

Antes de convertirse en un conservador gruñón, Fernando Savater tuvo una juventud libertaria. En enero de 1977 reseñó así la Confesión al Zar Nicolás I en la revista Triunfo: “El escrito de Bakunin es realmente magistral. (…) No da ni un dato comprometedor y, además, declara explícitamente —el Zar lo nota con enfado— que no piensa hacer denuncia alguna. En cambio, hace un ataque sin contemplaciones, en la mejor vena populista, a la situación social y política de Rusia. (…) Lo más curioso es cómo logra ir envolviendo poco a poco al autócrata en su juego. Las acotaciones marginales del Zar le muestran atrapado por la lectura, debatiéndose, renegando o teniendo que dar la razón al prisionero… que le aprisionaba, a su vez, en el embrujo de la narración. (…) Con desparpajo, poco falta para que el sublevador convierta a su principal carcelero en cómplice. (…) En lo material, pocas concesiones obtuvo Bakunin por medio de su ambigua confesión, pero, al menos, se dio el gusto de salir airoso de su irónico empeño de liberación por la palabra: en la celda sin fisuras logró conjurar la libertad y llevarla allí donde más faltaba, al palacio mismo de su opresor”.

La cárcel es, axiomáticamente, lo opuesto a la libertad. Quizá no a todas las libertades, pero sí a muchas de las más esenciales: la de movimientos, la de organizar tus días, la de trabajar en lo que quieras o puedas, la de comunicarte con quien desees cuando lo desees… Si millones de personas en todo el planeta hemos tenido sentimientos de asfixia con esa especie de arresto domiciliario que supuso el confinamiento contra el coronavirus, imagínense lo que es vivir en una cárcel.

Se calcula que en la actualidad hay unos 23 millones de personas encarceladas en todo el planeta. Estados Unidos, que no es el país más poblado, detenta el triste récord de ser el que cuenta con la mayor población reclusa, 2,3 millones de almas. Es una de las pesadillas del llamado Sueño Americano, y no parece ser muy eficaz. Como dice el personaje interpretado por Johnny Depp en la película Blow: “Aquella no era una cárcel, era una universidad del crimen. Entré con un bachillerato en marihuana y salí con un doctorado en cocaína”.

La visceralidad se impone a la racionalidad

Encerrar a alguien en el trullo es algo muy serio, pero nos hemos acostumbrado a que, tras cualquier suceso espantoso, sean mayoritarias las voces que piden penas carcelarias aún más severas y duraderas. Ningún político puede hoy ganar unas elecciones si no se suma al coro de los que exigen que el criminal se pudra entre rejas hasta el fin de sus días. Y da igual que el endurecimiento de las penas no parezca resultar disuasorio en algunos delitos muy graves. No lo es, evidentemente, en el caso de los terroristas yihadistas, dispuestos de antemano al martirio. Ni tampoco en el de esos muchos criminales machistas se suicidan tras haber matado a su pareja o expareja y hasta a los hijos que hayan podido tener con ella.

Prima el deseo de venganza sobre los criterios de disuasión y rehabilitación establecidos teóricamente en las constituciones democráticas. También en esta materia, la visceralidad se impone a la racionalidad en el siglo XXI. Y también en esta materia, la izquierda acepta el marco establecido por las derechas y ultraderechas. Resulta mucho más fácil triunfar en un plató televisivo si pides la cadena perpetua que si te andas con matices. Si te andas con matices, no va a faltar un tertuliano que te pregunte demagógicamente que desearías tú para el violador y asesino de tu hija.

Hubo, sin embargo, un tiempo en que no era así, en que los progresistas —liberales, socialistas y, ya no digamos, anarquistas— proponían debatir serena y racionalmente sobre la utilidad y la moralidad del encarcelamiento. Para empezar, la del encarcelamiento por razones políticas e ideológicas. Cuando, el 14 de julio de 1789, los revolucionarios de París asaltaron la Bastilla, pusieron en libertad a todos sus presos. No eran muchos, al parecer, pero en todos los casos habían sido encerrados allí por decisiones arbitrarias del monarca absoluto y sus emperifollados secuaces. Allí había estado Voltaire en 1717 por escribir unos versos satirizando los amoríos del regente Philippe d’Orléans.

Desde entonces han seguido siendo muchas las personas encarceladas por sus ideas políticas: Emma Goldman en Estados Unidos, Gandhi en la India británica, Marcelino Camacho en la España franquista, Mandela en la Suráfrica del apartheid… y, como ellos, miles y miles. Antes y después, también han dado con sus huesos en la trena bastantes escritores: Cervantes, Voltaire, Oscar Wilde, Dostoievski, Miguel Hernández, Solzhenitsyn… Ahora mismo, la Rusia de Putin tiene entre rejas al disidente Navalny, la Bielorrusia de Lukashenko al periodista Protasevich, la Inglaterra de Boris Johnson al activista Julian Assange y la España del 78 al rapero Pablo Hasél. Ni que decir tiene que ninguna de las autoridades de esos Estados reconocerá que tales individuos están enjaulados por subversivos. No, dicen, todos ellos han violado tal o cual ley concreta y todos han comparecido ante tribunales muy respetables.

También Mandela fue encarcelado por tribunales de Suráfrica que aplicaban las leyes vigentes. Cuando le entrevisté en 1994 para El País Semanal, le pregunté si nunca había tenido deseos de vengarse de los que le habían mantenido 27 años en el trullo, mientras seguían sojuzgando a su pueblo. Mandela terminó de conquistarme con su respuesta sincera y sabia. Dijo que, por supuesto, los había tenido, que él no era un santo. Pero que había decidido no seguir la vía de la venganza, sino la de la reconciliación, tanto por una cuestión de principios como por pragmatismo. Los blancos tenían que quedarse en Suráfrica y su penitencia consistiría en aportar sus conocimientos a una Nación del Arco Iris gobernada democráticamente por la mayoría.

No me apetece ahora discutir sobre si Oriol Junqueras y compañía son o no presos políticos. Pero tengo claras algunas cosas. Que nadie debe ir a la cárcel por sus ideas, sean el republicanismo, la independencia de un territorio o la nacionalización de las eléctricas. Ni por expresarlas, aunque sea con gusto discutible, a través de textos, vídeos, chistes, canciones o tuits. Ni tampoco por intentar aplicarlas de forma pacífica. En el caso de la actuación en 2017 de los independentistas catalanes vi una estupidez colosal, pero no violencia. De haber formado parte de un tribunal que los juzgara, jamás los habría enviado a prisión. ¿Los habría dejado, entonces, sin escarmiento? No, les habría aplicado uno ajustado a los hechos. Por ejemplo, inhabilitación para el ejercicio de cargo público y pago de los gastos provocados por su actuación.

¿Indultos? Sí, claro. Para los independentistas catalanes y para mi paisana Juana Rivas. Me parecería una barbaridad que Rivas se pasara meses entre rejas por haber cometido el error de huir con sus hijos de un padre maltratador. Uno y otro son casos manifiestos de la utilidad del indulto. Vale, los tribunales aplican las leyes, pero todos los pueblos civilizados se han dotado del instrumento del perdón ejecutivo por razones de justicia —el caso del que roba gallinas para que coman sus hijos— o de interés general —la necesidad de desinflamar un conflicto en el caso catalán—. Me parece una terrible señal de la decadencia del humanismo el que tengamos que escondernos los que valoramos las ideas de sensatez, generosidad y concordia.

¿Estoy diciendo que la sociedad no deba de tener instrumentos para intentar disuadir o escarmentar a los delincuentes? No, en absoluto; no soy un beato babeante. Estoy diciendo que el castigo del encierro es tremebundo, y que una sociedad civilizada debería limitarlo al mínimo y usar de preferencia otros menos traumáticos, y hasta más útiles: los trabajos en pro de la comunidad, los arrestos domiciliarios, los brazaletes electrónicos, las multas, las confiscaciones de los bienes particulares de aquellos que roban a particulares o a las arcas públicas… ¿Estoy diciendo que no hay casos en los que el apartamiento de la sociedad deba de ser necesario? Tampoco: los monstruos existen. Un violador o asesino en serie tiene que ser retirado de las calles todo el tiempo que sea preciso para la seguridad de la comunidad.

Resulta curioso que la cárcel supusiera un progreso en un determinado momento de la historia de la humanidad. Durante cientos de años los castigos fueron preferentemente corporales: latigazos, torturas, marcas con hierros candentes, mutilaciones y ejecuciones públicas. Pero, a partir del Siglo de las Luces, tales condenas comenzaron a repugnar a una parte creciente de las sociedades europeas, por lo que comenzaron a desaparecer o aplicarse tan solo en casos extremos. La alternativa fue encerrar a los delincuentes, reales o supuestos, en prisiones, campos de trabajo o colonias penitenciarias. La idea de la rehabilitación se abrió camino.

La cárcel como último recurso

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Hubo que esperar a la segunda mitad del siglo XX para que empezara a abolirse la pena de muerte en el mundo occidental —con la bochornosa excepción de Estados Unidos— y a regularse un mínimo tratamiento digno de los reclusos. En esa época surgieron asimismo corrientes de pensamiento que propugnaban la mismísima abolición de las cárceles, propuesta que ya hacían los anarquistas desde el siglo XIX. La lucha por la desaparición del trullo fue vigorosa en la Francia de finales de los años 1970, y contó con el apoyo de intelectuales como Michel Foucault (léase su Surveiller et punir, Vigilar y castigar) y Pierre Vidal-Naquet. Hasta su muerte, en 2017, siguió sosteniéndola el abogado Thierry Lévy, convencido de que las nuevas tecnologías biométricas permitirían prescindir de las jaulas y controlar eficazmente a los condenados.

Sé que voy a contracorriente, pero no creo estar loco. No estoy proponiendo el cierre de todas las cárceles existentes y la liberación de todos sus reclusos. Pero creo que la humanidad avanzaría si pudiéramos discutir serenamente sobre una paulatina abolición del encarcelamiento —salvo para personas realmente peligrosas— y su sustitución por otras fórmulas. La cárcel es la pena más cara para los contribuyentes, la cárcel es poco efectiva a la hora de reducir la reincidencia, a la cárcel van más fácilmente los pobres que los ricos, la cárcel es poco presentable en una sociedad que dice valorar la libertad como el bien más preciado. “Mientras permanezca un alma en prisión, no seré libre”, decía Bakunin en el siglo XIX y Albert Camus lo repetiría en el siguiente. Sí, la cárcel debería ser solo un último y excepcional recurso.

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