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Solo caminaba hacia delante

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Ninguna buena novela se escribe sola, su elaboración obliga a escribir, tachar, hacer pruebas, revisar una y otra vez de forma meticulosa el texto para lograr que el resultado final sea la suma de las mejores palabras y en el mejor orden. Es esa labor de taller en la que se aúnan el talento y el esfuerzo, la búsqueda y el hallazgo, que con tanta precisión definió en una de sus sentencias memorables el poeta Antonio Machado: “Que el trabajo escriba y la inspiración corrija”.

Almudena Grandes siempre fue una magnífica narradora, pero también fue cada vez una escritora mejor, lo que demuestra con qué seriedad afrontaba su oficio, en el que siempre veía un margen de mejora, algo muy meritorio en una autora que bien podría haberse dormido en los laureles, dado que estaba santificada por el éxito desde el primer instante, tras la buena acogida de Las edades de Lulú, con la que ganó el premio La sonrisa vertical, lo que, entre otras cosas, le abrió de par en par las puertas de una editorial prestigiosa, el sello Tusquets, donde sacaría a la luz la totalidad de su obra. Su triunfo no fue un fogonazo sino el principio de un fuego persistente, avivado por su amor al arte de la narración. Lejos de tomarse en serio la frase de García Márquez, “siempre se hace la misma obra distinta”, ella nunca se resignó a vivir de las rentas, sino que, muy al contrario, luchó en cada uno de sus libros por mejorar sin perder su esencia pero a la vez sin repetirse, algo que demuestra su espíritu batallador y su apuesta por una literatura seria, con contenido, con un valor que vaya más allá del triunfo momentáneo. Quien se toma en serio sus libros no los escribe para una época ni una gente determinada, lo hace para todos y para siempre: el verdadero triunfo del creador no es estar, es durar.

Como lector de Almudena Grandes tengo mis preferencias: me llevaría a una isla desierta Los aires difíciles, El corazón helado y casi todos los volúmenes de sus Episodios de una guerra interminable. Pero no dejé de disfrutar y valorar la mejora incesante de su prosa, desde sus comienzos hasta el instante en que la muerte interrumpió de forma prematura una carrera que ya se había ganado a pulso un lugar de honor tanto en las librerías como en las bibliotecas, en los escaparates como en los manuales.

Almudena Grandes fue siempre, de un modo u otro, una autora social, cuyas obras tienen un impulso cívico que, con el paso de los libros, se transformó en decididamente ideológico y la llevó a convertirse en una abanderada de los más débiles, una intelectual comprometida siempre en la defensa de la gente normal, los perdedores de los que no habla la historia, que ya protagoniza de manera indudable El corazón helado, tal vez aquella con la que da comienzo su época de mayor esplendor.

En esta obra, además, cristaliza ya el interés de Almudena Grandes por la Guerra Civil y su obsesión por dignificar la memoria de sus víctimas.

La actividad pública de Almudena Grandes le permitía encontrarse cara a cara con algunos de los personajes de sus libros, que son muy parecidos a la gente común que iba a hacer sus compras al mercado de la plaza de Barceló, construido sobre el suelo donde ella jugaba de niña con sus hermanos y que dio título y sustancia a uno de sus libros de artículos, que ofrece, en este caso desde el periodismo, una buena muestra de sus intenciones, encaminadas a sublimar lo normal, a buscar héroes y heroínas entre las personas corrientes. Con total certeza, la ayudó en su empeño de retratista literaria, tan en sintonía con los autores del siglo XIX que tanto la influyeron, Galdós por descontado, y especialmente algunos títulos suyos como Tormento o Fortunata y Jacinta, pero también Balzac, cuya idea de que una novela debe de parecerse a un espejo que pasa entre la multitud tenía que ser de su agrado; Dickens, Tolstói o Victor Hugo. “El siglo XIX fue la gran época de la novela porque en aquel momento los novelistas todavía eran salvajes e inocentes y podían asumir la tarea de crear mundos completos”, dijo en una entrevista.

También sentía interés por la novela negra o policíaca —siempre andaba con alguna entre las manos—, y aprendió en ellas a dosificar el misterio y a generar intriga. La primera frase de sus obras, cuidadosamente perfilada con el fin de crear expectativas, tiene esa función: plantear un enigma, abrir el apetito, dejar con ganas de saber. “El último domingo de marzo de 1947, fui al encuentro de una mujer que conocía mi verdadera identidad”, comienza Los pacientes del doctor García. “Por las mañanas, alguien tocaba el piano”, leemos en la primera línea de La madre de Frankenstein. “Hace años que mi cara no me sorprende ni siquiera cuando me corto el pelo”, es el arranque de Atlas de geografía humana. Todos ellos son un cebo, un imán que atrae la curiosidad de quien lee y hace pensar que acaba de entrar en un enigma que sólo se resolverá si pasa la página y sigue adelante. El estilo de Almudena Grandes se fue haciendo cada vez más envolvente, su prosa ganaba en profundidad según los temas de sus novelas se volvían más complejos, y en ese sentido la envergadura cada vez mayor de sus tramas y argumentos iba acompañada de una indagación a su vez más afilada de las posibilidades expresivas de los personajes que aparecían en sus historias, que eran ellos y también un arquetipo que representaba la forma de ser, pensar y hablar característica de determinadas clases, fotografiadas, por así decirlo, en momentos concretos de la historia de España. Recordemos La colmena, del premio Nobel gallego Camilo José Cela, con su caleidoscopio de maneras de expresarse según quien habla es un bohemio de la tertulia del café donde se reúnen los personajes, uno de los camareros, el limpiabotas o la dueña del local, porque el empeño de Almudena Grandes es parecido: que se vea la manera de ser a través de la manera de hablar y que eso ya explique por sí mismo la extracción del personaje, su grado de formación o su nivel económico.

Es posible que el ángulo ideológico de los apabullantes cinco tomos en que desgraciadamente se quedaron sus Episodios de una guerra interminable la hiciera famosa, la convirtiese en un estandarte; pero es la solidez de su escritura, lo reconocible y admirable de su estilo, lo que le proporcionará un lugar al sol en el canon literario de tu tiempo. No es el qué ni el cómo, sino la suma de las dos cosas. Lo dijo Paul Valéry: la única forma de que una gran historia lo parezca es poner las mejores palabras y en el mejor orden.

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No olvidemos que, a partir de Los aires difíciles y de El corazón helado, nos asomamos ya, de alguna manera, al territorio de los Episodios de una guerra interminable, de los que esas dos novelas son una especie de antesala, y que su plan con ellos, tan minuciosamente trazado que desde el primer volumen se anunciaban ya los títulos y temas de los otros cinco, era, ni más ni menos, que ofrecer un gran mosaico de la otra España, la de los perdedores de la Guerra Civil, con la intención de sacar del olvido a los que habían sido postergados, aquellas personas a las que el régimen colgó el sambenito de antiespañoles y borró del mapa durante treinta y ocho años. Ella, sin embargo, estaba segura de que su epopeya era digna de ser recordada y seguía otra idea de Balzac, la de que “la novela cuenta la historia privada de los países”, es decir, que los manuales se encargan de las fechas, los acontecimientos relevantes, los nombres ilustres y demás, mientras que la literatura se ocupa de explicar qué efecto tuvieron esos hechos en las personas reales que habitaban los lugares donde se produjeron. Almudena Grandes trataría, entonces, de pintar un retrato de la cara oculta del país, de componer una biografía coral, hecha digamos que puerta a puerta, un modo de resumir y simbolizar la Historia que se escribe con hache mayúscula a través de las historias de quienes, en este caso, la sufrieron. La tarea reparadora de una memoria histórica maltratada, que es la que emprendió con sus Episodios de una guerra interminable, salta a la vista, pero es sólo una parte, la que podríamos definir como ideológica, de su trabajo. Otra igual de importante es su esfuerzo continuo por dotar de credibilidad a sus seres de ficción, algo que sólo se puede conseguir elaborando cuidadosamente el lenguaje de cada uno de ellos: al fin y al cabo, una de las artes que dominaba de forma extraordinaria era la representación del habla común en sus creaciones, y su gusto por la gente sencilla, a la que situaba en el espacio a la vez cierto y mítico de su Mercado de Barceló, que en cierta manera es otro Comala, como el de Rulfo; otro Santa María, como el de Juan Carlos Onetti, otro Macondo, como el de Gabriel García Márquez, sólo que construido a ras de suelo.

La forma en que los habitantes de esa tierra a la vez utópica y real, y las y los lectores en general, le echan de menos, evidencia su triunfo, que es al que aspira cualquier artista serio: perdurar.

*Benjamín Prado es poeta y novelista.

Ninguna buena novela se escribe sola, su elaboración obliga a escribir, tachar, hacer pruebas, revisar una y otra vez de forma meticulosa el texto para lograr que el resultado final sea la suma de las mejores palabras y en el mejor orden. Es esa labor de taller en la que se aúnan el talento y el esfuerzo, la búsqueda y el hallazgo, que con tanta precisión definió en una de sus sentencias memorables el poeta Antonio Machado: “Que el trabajo escriba y la inspiración corrija”.

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