Comienzan a hacerse los balances de rigor de la Gran Recesión.Este verano se cumplen 10 años del inicio de algo de lo que no se podía sospechar ni su extensión, ni su profundidad, ni su complejidad. Comenzó siendo una crisis hipotecaria (las hipotecas subprime) y ha derivado en una de las crisis mayores del capitalismo (junto a las dos guerras mundiales y la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado): aquellas que cambian la estructura social, económica y política de la ciudadanía. La forma de vivir. En estos balances se destacan las consecuencias económicas (empobrecimiento, desigualdad, precarización estructural, paro de largo alcance, reducción de la protección social…) y políticas (crisis de representación, fin del bipartidismo, emergencia de los movimientos de los indignados y de populismos en los dos extremos ideológicos, exigencias de un mayor equilibrio entre la política y la economía…). Habría que añadir un tercer elemento, no menos importante que los anteriores: la gigantesca revolución tecnológica y robótica de esta última década que, entre otros aspectos, ha supuesto la aparición de plataformas mundiales que no crean nada y sólo median, una especie de factorías del siglo XXI, que apenas existían en el verano del año 2007, cuando empezó todo.
Las Uber, Cabify, Airbnb, BlaBlacar, Wallapop, Deliveroo… están ya intensamente presentes en nuestras sociedades, modificando, una vez más, parte de sus estructuras productivas. Y se han añadido a los ya famosos GAFA (acrónimo de Google, Amazon, Facebook y Apple) para formar parte de lo que, de una manera adredemente imprecisa, se denomina “economía colaborativa”. De hecho, en su competencia contra las empresas existentes en sus respectivos sectores, han irrumpido ganando la batalla del lenguaje, autoembelleciéndose: primero, porque estas plataformas se presentan a sí mismas como fruto de la modernidad y a sus oponentes como viejos dinosaurios partidarios de los oligopolios, el proteccionismo posTrump, y las sociedades cerradas. Naturalmente no dicen nada de sus esfuerzos por devenir en nuevos monopolios u oligopolios. Segundo, porque inducen a creer que son parte de esa “economía colaborativa” que se basa en el concepto de “compartir” y no poseer, ocultando, o poniendo en segundo término, los gigantescos beneficios que están en juego.
Es muy significativa la tensión por obtener los favores de la opinión pública que se está desarrollando ante nuestros ojos. Si no estuviéramos en el territorio de la economía, sino en el de la política, hablaríamos del concepto de hegemonía: de quién gana la batalla cultural ante los ciudadanos. Las dos posturas se podrían simplificar en los textos que sobre este “capitalismo de plataformas” (platform capitalism) están desarrollando intelectuales como Jeremy Rifkin, con sus teorías del coste marginal cero (La sociedad del coste marginal cero. El Internet de las cosas, los bienes comunes y el eclipse del capitalismo, editorial Paidós) o el francés Luc Ferry con su revolución transhumanista (La revolución transhumanista. Cómo la tecnomedicina y la uberización del mundo van a transformar nuestras vidas, Alianza Editorial). Rikfin defiende, básicamente (existen muchos matices), que la extensión de estas plataformas y de la “economía colaborativa” dará lugar a una nueva etapa histórica (una nueva revolución industrial) que ya no será el capitalismo, y que estará al margen del mercado y del Estado. Algo así como el “postcapitalismo” de Paul Mason. Ferry, por el contrario, opina que se avecina una nueva oleada de desregulación y mercantilización de bienes privados.La verdad, dice Ferry, es que la llamada economía colaborativa nos hace entrar en otra era de un capitalismo más salvajemente competitivo que nunca; la llegada de un hipercapitalismo cuya lógica de fondo no invalida en nada la “destrucción creativa” de Schumpeter, sino que la multiplica por 10, por 100, por 1.000, razón por la cual los defensores de esta nueva situación hablan tanto de “disrupción creadora”. No habría cambio de naturaleza (como dice Rifkin), sino de escala.
Creación destructiva
En vez de “destrucción creativa”, “creación destructiva”. Recuérdese la tesis más conocida del economista austriaco Joseph Schumpeter (aquel que inició uno de sus libros con la siguiente reflexión: “¿Podrá sobrevivir el capitalismo? No, no creo que pueda”): la lógica del capitalismo está vinculada al concepto de “destrucción creativa”; una innovación tecnológica permite incrementar la productividad y ofrecer a los ciudadanos nuevos servicios y productos que destruyen empresas y puestos de trabajo, pero estos empleos y empresas son sustituidos por otros generados por la innovación. Así, el capitalismo impregna un universo de desarraigo permanente, pero también propicia la solución: el intercambio de unas actividades por otras, unas empresas por otras, unos empleos por otros. Habría un juego de suma positivo.
Hasta ahora. No es seguro que vaya a seguir siendo así. No hay certeza alguna de que el empleo existente sea sustituido por otro, al menos en la misma cantidad y en condiciones laborales más o menos idénticas. La aparición del platform capitalism hace factible la duda. Elaborando una sinécdoque, lo que empieza a denominarse la “uberización del trabajo” conlleva rebajas de los estándares de calidad de vida que han formado parte del modelo social europeo tras la Segunda Guerra Mundial, una sustitución continua del trabajo asalariado por el trabajo autónomo, una profundización en las sociedades low cost en las que el trabajador ha de trabajar, si quiere ser competitivo, sin pausas o en cualquier momento del día o de la noche, etcétera.
El economista Charles-Antoine Schwerer, citado por Ferry, ha desarrollado esta situación en la que las plataformas digitales de las que estamos hablando llevan el low cost a un grado más alto que el previamente existente. La lógica de Ryanair o de Lidl es sencilla: reducir el trabajo de la empresa y aumentar la acción de los particulares. La idea se extiende en todos los sectores: el cliente pasa por sí mismo por la caja su compra, sustituyendo a la cajera; llena el depósito de gasolina, eliminando al empleado que lo hacía; selecciona su asiento en el avión, algo que antes hacía el touroperador… Las plataformas digitales llevan esta secuencia al límite: los particulares crean servicios (para Airbnb o BlaBlacar), contenidos (para Youtube o Facebook), productos (para las aplicaciones de Apple), que después estas plataformas monetizarán.
Así, Schwerer llega al corazón del asunto: la inmensa ventaja de la producción en manos de particulares es la ausencia de normas y de obligaciones sociales: el que crea una aplicación Apple puede trabajar de noche; el conductor de BlaBlaCar no tiene por qué hacer pausas, las viviendas de Airbnb no cumplen las normas para minusválidos… Los particulares se remuneran ellos mismos, así que no están sometidos a cargas sociales. Las plataformas digitales hacen realidad el sueño de muchas empresas: simplificar radicalmente y reducir las cargas sociales más allá de las tentativas gubernamentales de mantenerlas. El resultado es: rentabilidad del capital, creación de nuevos mercados, externalización hacia los particulares, simplificación radical y supresión de las cargas sociales. El economista llega a esta conclusión: “La economía mercantil del compartir es un nuevo grado de capitalismo. Para completar este business model ultracompetitivo, las plataformas defienden una imagen de reconstrucción del vínculo social”.
Otra economista, Luz Rodríguez, experta en el mercado de trabajo y la Seguridad Social, ha empezado a desarrollar el modelo laboral que puede generarse a partir de la eclosión de estas “factorías del siglo XXI”, y que incorpora tres características muy significativas: el ciudadano como consumidor low cost, el ciudadano como productor de datos que las plataformas monetizan, y el ciudadano como trabajador de bajo coste. A esta conjunción la denomina el ciudadano “prosumidor” (Plataformas, microworkers y otros retos del trabajo en la era digital. Contribución a la Conferencia Nacional de la Organización Internacional del Trabajo que se celebró con el lema "El futuro del trabajo que queremos. Trabajo decente para todos"). Si se generalizase, ello podría llevar a otra estructura bipolar del trabajo, además de las que ya existen: en la cumbre, los “ingenieros del soft” (técnicos, programadores, profesionales de alta cualificación, directivos…), en la parte alta del start-system en salarios y empleo. En la base, los “obreros del hard” (microtrabajadores, pendientes de que les llamen para un servicio en una plataforma online, que sería un microtrabajo, a cambio de un microsalario; conductores, motoristas, ciclistas, limpiadores…conectados a una App a la espera de un encargo), instaladores de tecnología con salarios a la baja que trabajan a destajo, a tanto el proyecto, y cuya estabilidad, empleo y rentas duran lo que dura el proyecto; trabajadores de baja cualificación en oficios que no pueden digitalizarse ni deslocalizarse, con contratos de muy corta duración y salarios de pobreza…
En esta novedosa estructura bipolar, los trabajadores de cualificación media apenas tienen cabida. Escribe Rodríguez que a medida que avanza la digitalización se genera una élite económica y profesional vinculada al desarrollo tecnológico de la economía, y un suelo de trabajadores poco cualificados con salarios muy bajos, sin apenas derechos ni consideración profesional por ser calificada su prestación productiva una mera commodity o mercancía de compra-venta.commodity Todo ello incrementa la desigualdad y hará perder peso a la clase media, ya profundamente devastada por la crisis económica. Las plataformas digitales han tenido mucho más que ver con los avances revolucionarios de la tecnología que con la Gran Recesión.
Cambios telúricos en el consumo, en la producción y el trabajo. De la manera en que se resuelvan los conflictos entre lo nuevo y lo viejo (si las plataformas son nuevas ¿cómo se las va a someter a reglas que están pensadas para situaciones de antaño?) dependerá el modelo de sociedad que llega. La incertidumbre que se vislumbra entre los poderes públicos (el concepto de regulación es muy ambiguo si a continuación no se profundiza en él) es patente. Una parte de la economía colaborativa escapa a las reglas, pero es una realidad tangible entre nosotros.
No a la competencia desleal
Hace poco tiempo, el Parlamento Europeo debatió sobre la economía colaborativa y llegó a una conclusión tan genérica como la de demandar medidas comunes en los 27 países de la Unión Europea (entonces todavía 28, ya que todavía no se había producido la marcha de Gran Bretaña) para evitar los abusos y garantizar que las normas laborales, fiscales y de protección al consumidor se apliquen también a fenómenos como Uber, Airbnb o Deliveroo. Sin dar nombres concretos, los europarlamentarios concluyeron que este modelo (al que no se deben poner trabas, sobre todo en un momento en el que el continente requiere de crecimiento económico y puestos de trabajo) puede desembocar en una mayor precariedad estructural, aumentando el número de asalariados que están sometidos a ella. Desarrollar la economía colaborativa pero, simultáneamente, que las empresas que la conforman paguen impuestos, coticen por los trabajadores y los remuneren siguiendo las pautas de un trabajo decente, y respondan ante los usuarios. Como hacen los negocios tradicionales, y sin generar competencia desleal.
¿Forma parte el platform capitalism de una nueva época? Ferry habla de tercera revolución industrial. Cada una de éstas se ha caracterizado por nuevas fuentes de energía (en este caso, las energías sin carbono, renovables, verdes), nuevas formas de comunicación (Internet) y distintos modos de organización de la economía (lateral, desjerarquizada, descentralizada, que rompe con los anteriores modelos de negocio). El fundador del Foro de Davos, Klaus Schwab, ha escrito un libro sobre La cuarta revolución industrial (Debate) en el que subraya que la velocidad y amplitud caracterizan la revolución tecnológica que está cambiando la forma de vivir, de trabajar y de relacionarnos, y cita al poeta Rainer María Rilke: “El futuro entra en nosotros (…) para transformarse en nosotros mucho antes de que ocurra”. Y dos antiguos responsables de The Economist, John Micklethwait y Adrian Wooldridge, en otro texto titulado del mismo modo (La cuarta revolución industrial, La cuarta revolución industrialGalaxia Gutenberg) se centran en las repercusiones de los cambios tecnológicos y económicos en la democracia y en las formas de gobierno. Y concluyen con una sentencia del gran Keynes (El fin del laissez faire) que forma parte de sus Ensayos de persuasión (Taurus): “Todavía no bailamos al ritmo de la nueva canción. Pero un cambio está en el aire”.
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En el capitalismo de las plataformas.
*Joaquín Estefanía es periodista y economista. Este artículo está publicado en el número de verano deJoaquín Estefanía tintaLibre, a la venta en quioscos y a través de la App. Puedes consultar toda la revista haciendo clic aquí. aquí
Comienzan a hacerse los balances de rigor de la Gran Recesión.Este verano se cumplen 10 años del inicio de algo de lo que no se podía sospechar ni su extensión, ni su profundidad, ni su complejidad. Comenzó siendo una crisis hipotecaria (las hipotecas subprime) y ha derivado en una de las crisis mayores del capitalismo (junto a las dos guerras mundiales y la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado): aquellas que cambian la estructura social, económica y política de la ciudadanía. La forma de vivir. En estos balances se destacan las consecuencias económicas (empobrecimiento, desigualdad, precarización estructural, paro de largo alcance, reducción de la protección social…) y políticas (crisis de representación, fin del bipartidismo, emergencia de los movimientos de los indignados y de populismos en los dos extremos ideológicos, exigencias de un mayor equilibrio entre la política y la economía…). Habría que añadir un tercer elemento, no menos importante que los anteriores: la gigantesca revolución tecnológica y robótica de esta última década que, entre otros aspectos, ha supuesto la aparición de plataformas mundiales que no crean nada y sólo median, una especie de factorías del siglo XXI, que apenas existían en el verano del año 2007, cuando empezó todo.