Carta a Simón: una modulación sentimental

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Marta Sanz

Querido Fernando:

Es para mí una gran responsabilidad escribir esta carta, porque me gustaría preguntarte muchísimas cosas y, a la vez, lo único que me apetece de verdad es darte las gracias. No sé si te dan las gracias continuamente —deberían—, pero sí sé que te han insultado, han dicho mentiras sobre tu persona, no han valorado tu trabajo y te han querido desprestigiar. A mí me va a suponer un gran esfuerzo encontrar el tono para dirigirme a ti, porque la pandemia me ha dejado un poco desafinada. Lo digo y lo repito y lo vuelvo a repetir cada vez que me preguntan sobre mis emociones y mis experiencias a lo largo de estos días. También me he quedado un poco encogidita. Y a la zapatilla por detrás tris tras. Todas las prevenciones me han llevado a una nostalgia de la que abomino porque no creo que nos conduzca a ninguna parte y porque temo que se ancle más en mi propio proceso de maduración —envejecimiento sin eufemismos literarios ajenos a las crudezas científicas de las primíparas añosas y otras denominaciones de la misma naturaleza— que en la necesidad real de comerme la vida a bocados con mucho más ímpetu del que tenía antes de que llegara el encierro: la verdad es que contemplo con cierto estupor a esas personas que hacen colas de tres horas por sentarse en una terraza o corren desaforadamente por las avenidas como si nunca hubiesen corrido y la vida entera les fuese en su vertiginoso impulso. 

También te digo, Fernando, que han nacido en mí miedos que nunca creí que fuese a experimentar y, a la vez, me ha brotado una coraza de escama dura que me ha recubierto la piel y me ha dotado de una fortaleza —repugnante— para soportar ciertas cosas. No te creas que esa coraza me gusta ni un pelo. No me siento orgullosa de esta resiliencia triste, inevitable, bélica, que nos va inmunizando ante la desgracia, aunque, sin que nosotros los sepamos —tú que eres doctor conocerás bien las enfermedades silentes—, la desgracia nos vaya comiendo la columna vertebral, castigando el hígado, produciéndonos distintos grados de desafinación y también de afonía. De afasia. No sé si tendré espacio para hablar de la afonía, así que como yo creo que debemos ser todas buenas y cuidadoras de la casa —eso le digo a mi gata cada noche antes de acostarme, “Cala, Calita, Calimera, Kalin Kakayá, sé buena y cuidadora de la casa”, ¿por qué bautizaremos laicamente a nuestras gatas si luego las llamamos de cualquier manera?, ¿tú podrías responderme a esta pregunta, Fernando?—, pues insisto, como creo que nos debemos cuidar y hacer el bien sin mirar a quién —¿me creo eso de verdad?—, te recomiendo que no comas más almendritas. Es mejor que mastiques raíces de jengibre. Yo, que por mi oficio también hablo mucho y por la boca muere el pez y quien mucho habla mucho yerra, pero, en todo caso, no hablo tanto ni con tanto riesgo como tú, le doy bocados a la raíz cada vez que intuyo una pérdida de voz. Me lo enseñaron unos estudiantes chinos con los que pasé un verano. Aprendí mucho de los chinos. Les respeto. No sé si a ti te sucederá lo mismo. Ignoro si será pertinente sacar este tema a colación. Podemos comentarlo más tarde.

Te contaba, Fernando, que en estos tiempos me he culpabilizado a mí misma por llevar armadura. Me he castigado por la generación espontánea sobre mi anatomía pequeña y mis receptores emocionales, sobre mi sistema completo de percepción y análisis, de una cota de malla eléctrica destinada a que no se me abriesen las carnes al pensar en la saturación de las UCI; en las personas que no se podían despedir de sus familiares agónicos; en las enfermeras y cajeras de supermercado acosadas en sus comunidades de vecinos; en esas pistas de hielo que no se me van de la puta cabeza porque, ¿sabes?, cuando yo era una niña mi tío Nacho me llevaba a patinar y yo, deslizándome, me sentía como una campeona del mundo o como una princesa Disney o como la reina Frigia, que se peinaba con unas rubias trenzas-casquetes, a lo fallera valenciana, que a mí me parecían el sumun de la hermosura en los dibujos de Alex Raymond —magnífico peluquero, estilista y diseñador de moda, además de insigne dibujante—. En fin, Fernando, que, con una fortaleza que no me gustaba pero que era imprescindible para que la angustia no se me tragase como arena movediza, yo pensaba en ti, me ponía en tu piel y admiraba el temple, la credibilidad, el talante sereno, la modulación sentimental y el conocimiento científico por debajo de la vibración —muy lastimosa— de tus cuerdas vocales… 

Porque supongo que tú también has sentido la pena inmensa que debe de experimentarse en la primera línea y que te has recompuesto con un gesto de decoro que no está al alcance de cualquier ser humano. Supongo que algunos días habrán sido terribles y que otros habrás estado a punto, a puntito, de dejarte vencer por una cólera que con inteligencia habrás reprimido para que no se volviera contra ti y beneficiase a tus enemigos. Porque en los tiempos más terribles hemos descubierto que hay enemigos y personas malas: mi declaración no es una hebra del discurso del odio, pero tampoco un ejercicio de estúpida equidistancia. Tú has sido muy sensato y sospecho que habrás contenido las ganas de echarte a la yugular —y hablo en sentido figurado, pero sin las represiones propias de un estilo institucional propio de un técnico del Gobierno o de un vicepresidente que de vez en cuando se desmelena y yo lo entiendo bien— de los antiguos gobernantes que dejaron la casa sin barrer y, ahora, te pasan el libro de reclamaciones y la demanda judicial. Hay que joderse, Fernando, hay que joderse. Tú permanece impasible, pero deja que los demás nos cabreemos con el cinismo de los otros —y de las otras—, con la falta de empatía, con la capacidad de mentir, con el afán de lucro a costa del mal ajeno. Urracas. Déjanos a los demás que reflexionemos sobre los dolores impostados, las presidentas de la comunidad que posan como si fuesen la virgen de la Macarena, los protocolos para bloquear el acceso a los hospitales de ancianos enfermos, sin oxígeno en los pulmones, deslavazados y solos, internos en las residencias. A quién le duele qué, nos preguntamos quienes no salimos en la tele cada día para hablar de fallecimientos y contagios, y no tenemos que mantener el tipo un día tras otro día y aguantar burlas sobre nuestro aspecto, nuestra incapacidad laboral o nuestra maldad congénita. Cuánto he echado de menos un país de personas leales y de todos a una como Fuenteovejuna, aunque no sea la ideología lopiana mi breviario, moral y político, preferido. Dramas municipales son los que ahora protagonizan los cacerolistas de apps y los que no se ponen máscara por los santos higadillos de la cabra de la Legión. Ay, Fernando, qué tiempos de renacido franquismo mohoso y supercherías de hidrogeles inyectables. O de novenas a la Virgen. Cada día a las siete de la tarde, mi vecina del segundo, saca su virgencita al alféizar de la ventana que da a nuestro patio interior y le enciende una vela y pone, a todo volumen, los rezos de una radio ultracatólica que pide por las madres que asesinan a sus hijos antes de nacer. Menos mal que, para contrarrestar el horror y la caspa, nos queda la ciencia y la estadística y algunas poetas excelentes. 

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Menos mal que, mientras mi pobre vecina —le tengo una compasión que no creo que ella me tuviese a mí con todos sus rosarios y jaculatorias— saca a la ventana a su virgen de plástico, yo te imagino repasando cuentas que no siempre salen bien y no siempre traen buenas noticias. Te imagino buscando las palabras que salen con dificultad entre el gañote y la almendrita. Te imagino poniendo barreras con las piezas coloreadas de una construcción de aserrín, aserrán, maderitas de San Juan. Ay, Fernando, como sé que eres de Zaragoza y mi marido también lo es, por un compatriotismo que no es igual que el compatrioterismo de esta España llena de españoles que subrayan su españolidad de tercio de Flandes colgando banderas en el balcón, por admiración y con gratitud infinita, queremos un día invitarte a cenar. En la fase que tú quieras. En la tercera fase de los extraterrestres o el desfase absoluto de la nueva normalidad. No te obligaremos a quitarte los zapatos a la entrada, pero tendrás a tu disposición hidrogeles y rollos de papel desechable para lavarte las manos. Y mascarillas que podrás retirarte de la boca cuando sirvamos en la mesa la bandeja con el ternasquico y la frasca de vino de Cariñena. De postre, peli de Buñuel y, después, si se tercia, nos vamos a una mani feminista para que, después de haber hecho todo el trabajo limpio y tener la conciencia impoluta, nadie pueda decir que renunciamos a nuestros principios.

*Marta Sanz es escritora, su último libro publicado es 'pequeñas mujeres rojas' (Anagrama).

*Esta carta está publicada en el número de verano de tintaLibre, ya a la venta. Si eres socio de infoLibre, puedes consultar todos los contenidos de la revista y los números anteriores haciendo clic aquíaquí

Querido Fernando:

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