De quién es mi casa: una memoria personal también puede ser una memoria de inquilinos

En el buzón hay una nota aparentemente escrita a mano. Pone: “Compro piso en esta zona”, un nombre y un teléfono. También hay un sobre sin destinatario, de una conocida inmobiliaria alemana. Dentro, la foto de una mujer de espaldas, sentada en la cama de un dormitorio esquinero, bien decorado, con vistas a un edificio modernista. Levanta los brazos desperezándose, como si acabara de despertarse. “¡El moment per a vendre és ara!”, dice el texto. Y explica que el mercado inmobiliario se encuentra en situación de estabilidad y crecimiento, y genera excelentes oportunidades de inversión.
Dejo la nota y la carta sobre la mesa del comedor y, en el balcón, las tres plantas que acabo de adoptar: son de unos amigos que han tenido que irse del enorme piso del Born en el que han vivido trece años. Se parece bastante al del anuncio de la inmobiliaria alemana. Un fondo de inversión francés ha comprado el bloque entero y ha echado a todos los inquilinos. Mis amigos pasan de los cincuenta, difícilmente les darán una hipoteca. Son escritores premiados y traducidos. Además de libros, hacen guiones, colaboran en medios, trabajan en casa; necesitan que haya luz natural, espacio y ascensor. No tienen problemas económicos, pero llevan meses buscando alternativas en Barcelona sin éxito. Para fines de semana y vacaciones, alquilan desde hace tiempo una casita a 160 kilómetros con otra pareja. De momento se instalarán allí, aunque no quepa ni la mitad de sus cosas. También han tenido que alquilar un trastero.
Cuando pagué la entrada del piso en el que vivo, en 2018, me felicitaron por la inversión. Pero yo no quería invertir, solo aspiraba a vivir tranquila, sin esa cuenta atrás desde que firmas un alquiler: a medida que se acercaba el vencimiento de los tres o los cinco años, me iba poniendo nerviosa. ¿Me renovarían el contrato? ¿Y a qué precio? El buzón se llenaba de cartas compro piso en esta zona, que añadían presión a mi inquietud. “Esta zona” podía ser Gracia o La Sagrera, Hospital Clínic o la Sagrada Familia.
Es junio de 2024. El fin de semana pasado celebramos el cuadragésimo noveno cumpleaños de un amigo en casa de su madre, en Horta, que también se está gentrificando. Su padre y su abuelo fueron los médicos del barrio cuando el barrio aún era como un pueblo. Seríamos unos veinte. Hablamos junto a la pequeña piscina sobre música, cine y vivienda. Una pareja de periodistas cuarentones se hipotecó hace poco con la ayuda de sus padres, tienen dos hijos. Contaban que los morosos de su comunidad de vecinos son justamente los pisos turísticos, gestionados por empresas: nunca pagan los gastos de escalera porque por lo visto la ilegalidad prescribe enseguida. Los mismos periodistas admitían, no sin cierto sentimiento de culpa, que, cuando viajan, recurren a Airbnb porque no pueden permitirse hoteles y restaurantes para cuatro.
El propietario de una tienda de discos decía, cerveza en mano, que solo faltaría que no pudieras hacer con tu casa lo que te dé la gana. Me vinieron a la cabeza unos conocidos que se han ido de Barcelona, despotricando porque aquí no hay quien viva, y han puesto su piso en alquiler; de temporada, porque así sacan más dinero. Otra acaba de separarse con dos niños; se siente fracasada por no encontrar nada en la ciudad donde sus hijos están matriculados y ella trabaja. Fracasada y miserable, fracasada y culpable, fracasada y hundida. Impotente. Dice que va a volverse loca, mientras enciende el enésimo cigarrillo y los niños chillan al saltar de bomba al agua.
Recuerdo aquella sensación angustiante de haber hecho algo mal, mientras buscaba una oportunidad medianamente decente y acorde a mi presupuesto, cuando el caso es que trabajo desde segundo de carrera y no sé cuándo fue la última vez que libré dos días seguidos (ya no digamos que tuve vacaciones). He dedicado a cada uno de los diez pisos en los que he vivido desde que llegué a Barcelona más de la mitad de mis ingresos; a alguno, más del 60%. Eso me sitúa en desventaja con respecto a personas del mismo estrato salarial con un piso en propiedad o la posibilidad de no tener que pagarlo.
El problema de la vivienda no afecta solo a jóvenes y rentas bajas sin recursos, aunque la situación para ellos es especialmente grave. La edad media de emancipación de los españoles es de treinta años; es el cuarto país de la Unión Europea en el que se alcanza más tarde, por detrás de Croacia, Eslovaquia y Grecia. El 80% de los menores de treinta años vive en la casa familiar.
Por otro lado, el mismo día que Barcelona batía un nuevo récord del precio del alquiler (1.193 euros al mes), dos hermanas se suicidaban antes de ser desahuciadas. Ya iban cuatro suicidios en un año por este motivo, en una provincia rica de un país rico. Lo más dramático fue que en el contrato constaba una tercera hermana a quien, parece ser, nadie (ni el propietario, ni la inmobiliaria, ni el administrador, ni el ayuntamiento) alertó de la situación de impago. Según un primer informe municipal elaborado entre enero y abril de 2024, en esos cuatro meses hubo doce intentos de suicidio en Barcelona relacionados con la pérdida de vivienda.
Hay convocada una manifestación frente al consistorio. De camino a la plaza Sant Jaume, un grupo de turistas se agolpa ante un chico que canta Se mi chiamano Mimì de La Bohème junto a los muros de piedra tras la catedral. Por estas callejuelas pasaba Andrea, la protagonista de Nada, y recuerdo la emoción de seguir sus pasos cuando llegué a Barcelona, cincuenta años después que ella, hace ya casi treinta. La novela de Carmen Laforet obtuvo el Nadal en 1944, transcurre al final de la Guerra Civil, y pocas cosas han cambiado en la calle del Bisbe arquitectónicamente. El ambiente no tiene nada que ver. Gente de todas partes del mundo graba con el móvil al chico que canta ópera y, unos metros más adelante, a otro que toca la trompeta; tal vez a mí de fondo, como figurante. Hay tiendas de alpargatas de esparto a veinte euros, y cuesta abrirse paso entre la multitud que lo registra todo con una fascinación muy distinta a la que sentí yo la primera vez que pasé por aquí, sola una tarde-noche de octubre bajo la luz de las farolas. Mis referentes eran literarios, los suyos son los selfis de los que han dejado constancia de su paso por aquí.
El Centro en 1995 no se parecía al Centro preolímpico, ni tampoco al actual. Y a la vez, está igual. Un poco como las personas, imagino. Somos y no somos los mismos. Cambiamos y no. ¿Qué queda de nosotros en las ciudades, los lugares, las casas donde vivimos? Nos marcan, determinan nuestra vida hasta el punto de serlo todo. Cuando un volcán arrasa urbanizaciones enteras, o un edificio se derrumba, o hay un incendio, o una gran inundación, eso es lo que se dice: “lo han perdido todo”. También cuando te desahucian.
Y sientes que te echan o huyes porque no puedes más (la gentrificación encarece los precios, cierran los pequeños comercios de toda la vida y de toda una vida, todo se privatiza y turistifica, derriban edificios que formaban parte del paisaje identitario), cuando sientes que vas perdiendo espacio, ¿quién pierde, a largo plazo?
Tras compararlas con nuestro cerebro, donde lo importante son las conexiones, Jorge Dioni López se pregunta en El malestar de las ciudades qué pasa cuando estas conexiones se atenúan al ser expulsados quienes deberían protagonizar las urbes. “Si la única relación posible es la competición, ¿qué efectos tiene eso sobre las vidas de las personas? El modelo económico convierte la ciudad en un producto y, en el proceso, las sociedades se debilitan”.
El hogar, el calor alrededor del cual se reunían los clanes, las familias, las comunidades, es refugio. O lo era. Cuando jugábamos a pilla-pilla en el patio del colegio, había una zona en la que estabas a salvo. Podía ser una piedra, una fuente, la tapa de una alcantarilla. Si lograbas correr hasta allí sin que te alcanzaran, eras intocable. Al llegar, gritabas “¡casa!”, porque casa era sinónimo de refugio. Dibujábamos una casa, un árbol, el sol, y a veces una familia, señal de que todo iba bien.
No hay muchos manifestantes en la plaza Sant Jaume, pero fotógrafos y cámaras encuadrarán amablemente la protesta: un grupo de punkis, otro de señoras activistas quizá de un centro cívico, jóvenes con la camiseta verde del Sindicat de Llogateres. Toma la palabra una chica de la PAH, la Plataforma dels Afectats per la Hipoteca, de la que Ada Colau fue portavoz antes de ser alcaldesa entre 2015 y 2023. La chica enciende un altavoz y, entre pitidos y golpes por acercárselo demasiado a la boca, empieza agradeciendo en catalán la asistencia de los presentes. Antes de recordar con tono trágico-reivindicativo el nombre de las dos hermanas que se han suicidado dejando la orden de desahucio a la vista (se llamaban Nuria y Mercedes, tenían 64 y 54 años), dice: “Ahora pasaré al castellano para que todo el mundo lo entienda”.
Crecen el malestar, la inquietud, los partidos políticos se llenan la boca con medidas que presumiblemente resolverán el problema dentro de seis años, o de diez, demasiado tarde. Pero ni siquiera haber tenido una alcaldesa que antes fue de la PAH ha evitado una situación que solo parece agravarse. Y eso que consiguió la dación en pago retroactiva y la paralización de los desahucios en 2013, algo muy prometedor tras una brutal crisis inmobiliaria en la que miles de familias no pudieron hacer frente a la deuda de los pisos que habían empezado a adquirir, a menudo alentadas por los propios bancos, que ambicionaban crecer a toda costa.
Tengo la sensación de haber vivido esto antes. Desde otro lugar y a otra edad. De otra manera. Entonces no estaba hipotecada porque me educaron para no estar nunca en deuda. Pero claudiqué. El sistema ha podido conmigo, pensé mientras firmaba la compra del piso ante el notario. “Enhorabuena”, me dijo. Y también me felicitaron el director de la entidad y los intermediarios, amigos de la anterior propietaria, que me lo enseñaron dos veces y respondieron a mis dudas y preguntas. Hasta el último momento pensé que había trampa. Ese precio no era posible, esa cuota no era posible, tantas facilidades, tanta suerte. Un edificio tan bonito construido en la Segunda República, con vistas a un parque, en una calle tranquila de un buen barrio relativamente céntrico y bien comunicado. Era como si no lo mereciera.
Luego te dices: a ver, que tiene cuarenta y siete metros cuadrados, una única habitación y no hay ascensor, y vas a pagarlo durante treinta años. Es una ganga porque hemos normalizado el abuso. Creemos no merecer algo tan básico como una vivienda. Vivienda: lugar cerrado y cubierto, construido para ser habitado por personas.
Pensé que la hipoteca me quitaría el sueño. Pero descubrí que la ansiedad por no saber cuánto me subiría el alquiler (y ponte a buscar piso otra vez, y los precios están más disparados que mi sueldo, y ahora dónde me meto, qué hago) era mil veces peor que la de apretarme el cinturón y hacer aún más colaboraciones si era necesario (soy freelance en varios medios a un precio que no sube desde hace una década) para saldar la deuda. No es lo mismo adaptarte cada vez a un mercado enloquecido capaz de expulsarte del barrio o la ciudad, que adaptarte como sea a la que legalmente es tu casa. A veces no lo consigues en un caso ni en el otro.
Cabe tener en cuenta que, con el Euribor por los suelos, estuve pagando al mes la mitad de muchos alquileres. Como la hipoteca es variable, me subió casi trescientos euros de golpe. Aun así, sigue estando por debajo del precio medio de alquiler. De hecho, la arrendadora del piso de delante, en el mismo rellano, paga casi mil euros, y yo no llego a los ochocientos. Pago mucho más de intereses que de la amortización.
Llegué a la Barcelona del diseño con el corazón roto y los vuelos low-cost para estudiar Periodismo. Estaba de paso y, veinticinco años después, seguía estando de paso. Pero la inestabilidad provocada por la eterna provisionalidad empezaba a hacer mella. Durante ese tiempo me enamoré de pisos, trabajos y personas. O sería más exacto decir que los quise. Al sentir afecto por objetos y lugares, los personalizas. Se crea una simbiosis con el espacio que ocupas y te ocupa, forma parte de ti y tú de él, conformáis un paisaje cotidiano. De broma suelo decir que Barcelona iba a ser el rollo de una noche, y ahora que sigo levantándome a su lado por las mañanas, me pregunto: ¿qué coño hago aquí, si no nos soportamos? Supongo que ya no sabría vivir sin ella. Lo he intentado como mínimo tres veces, y al final siempre vuelvo; a Barcelona, no a Mallorca, donde nací y vive buena parte de mi familia.
He pasado por diez pisos diferentes. Doce, si contamos los de París y Buenos Aires. Quince, si añadimos algunos de tránsito en Palma; más, con los de veraneo en Felanitx. De todos guardo una copia de las llaves. A veces tengo la tentación de probarlas, para ver si abren las puertas de los lugares que fueron mi casa. Me pregunto si queda algo de mí en sus paredes o permanecen los secretos que descubrí. Si realmente los fantasmas no son más que un rastro de energía de antiguos moradores.
La gentrificación avanza
Fui mileurista hasta casi los 37 años, y el precio de la vivienda siempre ha crecido a una velocidad mucho mayor que la de mis ingresos. No contaba con el comodín de la casa de mis padres como solución temporal. Porque, en el caso de no encontrar nada, me vería obligada a volver a la casilla de salida, una isla de la que siempre quise irme. Por no hablar del agotamiento a la hora de buscar dónde vivir. Conozco Barcelona a través de centenares de pisos que no llegué a alquilar. Porque eran demasiado pequeños o demasiado oscuros, o una broma de mal gusto. Muchos tuve que visitarlos junto a otras personas a la vez –éramos ocho, nueve, quince–, y la inmobiliaria presionaba con que, si no firmaba inmediatamente, me lo quitarían.
Es un problema extendido: vecinos de Eivissa y Mallorca –por poner ejemplos cercanos–, o de Málaga, Cantabria, Canarias, Valencia, han sido expulsados de barrios reservados únicamente al turismo. La gentrificación afecta a zonas que se ponen de moda por ser auténticas y baratas, y estar bien comunicadas. He vivido y trabajado en varios lugares así, hoy irreconocibles. Algunos están más cuidados. En contrapartida han perdido personalidad, esa autenticidad que vendía tanto. Han perdido músculo vecinal y comunidad. Y las mejoras, a menudo con apaños folklóricos descontextualizados, parecen diseñadas para el que no es de aquí. Claro que, ¿qué significa “ser de aquí”? Ser de un sitio, sentirse de un sitio aunque sea de adopción, sentir que un sitio al que quisiste, ya no te quiere o no te quiso nunca. Como si te abandonara una pareja o tu propia madre, a las que cuidaste y te cuidaron, o esperabas que lo hicieran.
Los titulares impregnan el ambiente de un aire fatalista. España es el tercer país de la Unión Europea con el mayor porcentaje de familias que tienen problemas para pagar la vivienda, solo por detrás de Grecia e Irlanda. No afecta únicamente a personas en situación de pobreza. Y cuando te afecta, te sientes pobre. Tomas conciencia de lo fácil que es perder tu casa y lo que eso implica. ¿Cómo es posible que teniendo cierto éxito en tu trabajo, o perteneciendo a la supuesta clase media semiacomodada, o viniendo de un hogar sin ahogos económicos, temas que todo falle y puedas quedarte en la calle, tengas que volver a empezar? ¿Por qué tanta gente se va de Barcelona si, según casi todos los rankings, era –hasta hace poco– una de las mejores ciudades donde vivir? ¿Lo es solo para el que está de paso y no es de aquí? ¿Y yo? ¿De dónde soy?
Diría que las manifestaciones al explotar la burbuja inmobiliaria en España, alrededor de 2011, eran más numerosas que ésta en la plaza Sant Jaume en 2024. En aquellas protestas no recuerdo que se pronunciaran frases aparentemente inclusivas con el efecto contrario, como “hablaré en castellano para que todo el mundo lo entienda”. Ni había pasado todo lo que acabó desactivando un movimiento que fue perdiendo simpatías y provocando indignación entre quienes creyeron que podrían cambiarse las cosas y aún sufren los estragos de la frustración.
Desde que entró en el ayuntamiento, Ada Colau tuvo que soportar una campaña de acoso y derribo por parte de medios, lobbies, adversarios políticos, empresarios poderosos y personas a las que simplemente caía mal. Hiciera lo que hiciera, era tildado de desastre, catástrofe, aberración, y merecía insultos y demandas. A día de hoy, que ya no es alcaldesa, todo sigue siendo culpa de Colau. Algunas de sus decisiones, sobre todo en la segunda legislatura, fueron cuestionables y polémicas, pero cuando, desde V de Vivienda, se vestía de superheroína antidesahucios en 2007 como portavoz de la PAH consiguió cambiar cosas importantes, y ganó las elecciones municipales. Tal vez lo determinante fue que ni siquiera ella, que surgía de allí, había resuelto el problema del acceso a la vivienda.
Entre los casos recientes más sonados en 2024, además de los suicidios, está la programación de desahucios de varios bloques de pisos –uno en Sarrià, ocho en Gràcia– donde los inquilinos llevaban viviendo unos cincuenta años. No se trata exclusivamente del vínculo que estableces con los vecinos, el barrio, tu casa, un día a día de medio siglo. Es que tampoco vas a encontrar nada, y menos a una edad en que el cambio de rutina es complicado. Como en el caso de mis amigos del Born, los echa un fondo de inversión. Más que un derecho fundamental, la vivienda se trata como negocio, y es un negocio muy rentable. “Se encuentra en situación de estabilidad y crecimiento, y genera excelentes oportunidades”, dice el anuncio de la inmobiliaria alemana. Los propietarios de más de 15 pisos en Barcelona representan el 0,5% del total de titulares (2.593) y son los propietarios del 14% del parque de vivienda de la ciudad, esto es 111.140 unidades. Aunque para grandes –grandísimos– tenedores los 14 propietarios que acumulan, cada uno de ellos, más de 300 viviendas.
Miro las plantas de mis amigos en el balcón. Las han acompañado durante más de trece años. Ni siquiera conozco sus nombres, sé poco de plantas, pero las riego correctamente para que no se mueran y florezcan cada año. Reciben las horas de sol idóneas. Me siento con la responsabilidad y las ganas de cuidarlas. Cuidar plantas garantiza que tienes contacto con seres vivos cada día. Recuerdo el vértigo al firmar la hipoteca, y sobre todo, la impresión de que no había vuelta atrás. Este piso es una declaración de intenciones, la constatación de que viviré sola porque no cabe nadie más, por más que al construirse, en 1932, llegó a tener tres dormitorios e incluso un lavadero. Y por más que, en otros idénticos a este, viven parejas y, en el principal, una familia entera procedente de Pakistán. En los demás hay una pareja de norteamericana y polaco con un hijo pequeño al que hablan en inglés, una pareja italiana, una familia de peruanos, varias parejas en las que uno de los dos es catalán, y cuatro pisos en los que vivimos una persona sola; salvo uno, todos barceloneses de adopción.
Mientras escribo, me doy cuenta de las veces que busco alternativas al verbo vivir para no repetirme. Habitar es forzado, morar, más. El diccionario de sinónimos propone: poblar, residir, ocupar, anidar, estar, alojarse, afincarse, asentarse, aposentarse, arraigarse, domiciliarse, establecerse, convivir, cohabitar. Utilizaré estas palabras para intentar adivinar qué he hecho –en un sentido estricto– bajo los múltiples techos que me han cobijado en Barcelona. También quiero averiguar qué han hecho ellos conmigo.
Etimológicamente, vivenda viene de vivendus, “que ha de vivirse”. Lugar donde viven las personas. Vivir es tener vida. Y vida cuenta con dieciocho acepciones, según la RAE. La cuarta es: “Existencia de seres vivos en un lugar”. La primera: fuerza o actividad esencial mediante la que obra el ser que la posee. La segunda: energía de los seres orgánicos. La tercera: hecho de estar vivo.
Seguramente no hay nada más humano que la vivienda, nada más orgánico que vivir. Entonces, nada es más deshumanizador e inhumano que convertir la vivienda en una “excelente oportunidad de inversión”. ¿O es que ya forma parte de un sistema que funciona por inercia, al que debemos alimentar si queremos sobrevivir?
Una casa vivida es más que una casa habitada. La cuestión es, ¿a quién pertenecen las casas? ¿A la persona que las pensó y diseñó? ¿A la que las construyó? ¿A quien la compró? ¿A un fondo buitre? ¿A la ciudad? ¿A quien vive en ella y se la hace suya? ¿A quien la recuerda como hogar?
*Extracto de ‘Un metro cuadrado’, título provisional de la obra en preparación de Llucia Ramis, premio de No Ficción de la editorial Asteroide 2024.